Conor se quedó esperando en el patio del colegio.
Había visto a Lily. Estaba con un grupo de chicas a las que él sabía que Lily no les caía muy bien y que ellas tampoco le caían bien a ella, pero allí estaba, en silencio mientras las otras no paraban de hablar. Conor se sorprendió buscando su mirada, pero ella no lo miró. Como si ya no lo viera.
Así que esperó solo, apoyado contra un muro de piedra, lejos de los otros chicos que chillaban y reían y miraban sus móviles como si nada malo pasara en el mundo, como si en la inmensidad del universo a ellos nunca pudiera pasarles nada.
Entonces los vio. Harry, Sully y Anton, atravesando el patio hacia él, con los ojos de Harry fijos en él, serio pero al acecho, y sus compinches prometiéndoselas muy felices.
Se acercaban. Conor sintió que le flaqueaban las fuerzas de puro alivio.
Aquella mañana había dormido lo suficiente para tener la pesadilla, como si las cosas no estuvieran ya lo bastante mal. Había soñado otra vez con el terror y la caída, y aquello tan horroroso que pasaba al final. Se había despertado gritando. Así había comenzado un día que no pintaba mucho mejor.
Cuando por fin se atrevió a bajar, su padre estaba en la cocina de su abuela, preparando el desayuno.
No vio a su abuela por ninguna parte.
—¿Revueltos? —preguntó su padre, levantando la sartén en la que estaba haciendo los huevos.
Conor asintió, aunque no tenía ni pizca de hambre, y se sentó a la mesa. Su padre terminó de hacer los huevos y los puso sobre unas tostadas con mantequilla; colocó dos platos en la mesa: uno para Conor, otro para él. Se sentó y comieron.
El silencio se hizo tan pesado que a Conor le costaba respirar.
—La liaste buena —dijo por fin su padre.
Conor siguió comiendo, daba los bocados más pequeños que podía.
—Me llamó esta mañana. Muy, muy temprano.
Conor tomó otro bocado microscópico.
—Tu madre ha empeorado, Con —dijo su padre. Conor levantó rápidamente la vista—. Tu abuela se ha ido al hospital a hablar con los médicos —siguió su padre—. Te acercaré al colegio…
—¿Al colegio? —dijo Conor—. ¡Quiero ver a mamá!
Pero su padre ya estaba negando con la cabeza.
—No es lugar para un niño en este momento. Te llevaré al colegio y me iré al hospital, pero a la salida te recogeré y te llevaré a verla. —Su padre miró el plato—. Te recogeré antes si… es necesario.
Conor dejó el cuchillo y el tenedor en el plato. No le apetecía comer más. Quizá ya no le apetecería nunca más.
—Oye —dijo su padre—. ¿Recuerdas que te dije que ibas a tener que ser valiente? Pues ese momento ha llegado. —Señaló el salón—. Veo cuánto te está afectando esto. —Esbozó una sonrisa triste—. Tu abuela también lo ve.
—No quería hacerlo —dijo Conor, y el corazón empezó a latirle con fuerza—. No sé qué pasó.
—No pasa nada —dijo su padre.
—¿No pasa nada? —Conor arrugó el entrecejo.
—No te preocupes por eso. Más se perdió en la guerra.
—¿Eso qué quiere decir?
—Quiere decir que vamos a hacer como que nunca ocurrió —dijo su padre con firmeza—, porque ahora mismo están pasando otras cosas.
—¿Otras cosas como lo de mamá?
Su padre suspiró.
—Acábate el desayuno.
—¿No me vais a castigar?
—¿De qué serviría, Con? —dijo su padre, moviendo la cabeza—. Dime, ¿de qué serviría?
En clase, Conor no se había enterado de una sola palabra, pero los profesores no lo habían regañado por su falta de atención. La señorita Marl ni siquiera le hizo entregar la redacción de «Escribir la vida», aunque el plazo acababa ese día. Conor no había escrito ni una sola frase.
Sus compañeros también mantenían la distancia, como si oliera mal. Intentó recordar si había hablado con alguno de ellos desde que llegó por la mañana. Creía que no. Lo que quería decir que no había hablado con nadie desde la conversación con su padre durante el desayuno.
¿Cómo era posible?
Pero allí estaba Harry. Y al menos eso parecía algo normal.
—Conor O’Malley —dijo Harry deteniéndose a un paso de él. Sully y Anton se quedaron detrás, riéndose.
Conor se separó del muro y dejó caer las manos en los costados, preparándose para el puñetazo que estaría al llegar.
Solo que no llegó.
Harry simplemente se quedó ahí delante. Sully y Anton también; la sonrisa se les fue encogiendo poco a poco.
—¿A qué esperas? —preguntó Conor.
—Sí —le dijo Sully a Harry—, ¿a qué esperas?
—Pégale —dijo Anton.
Harry no se movió, lo miraba fijamente. Conor no podía hacer otra cosa que sostenerle la mirada, hasta que le pareció que no había nada más en el mundo aparte de Harry y de él. Le sudaban las manos. El corazón le latía desbocado.
«Venga, hazlo», pensó, y entonces se dio cuenta de que lo decía en voz alta.
—¡Venga, hazlo!
—¿Que haga qué? —dijo Harry con calma—. ¿Qué narices quieres que haga, O’Malley?
—Quiere que le des una paliza y lo tumbes —dijo Sully.
—Quiere que le sacudas —dijo Anton.
—¿Es cierto eso? —preguntó Harry, y parecía realmente interesado—. ¿Es eso lo que quieres?
Conor no dijo nada, se limitó a seguir allí, con los puños cerrados. Esperando.
Y entonces sonó el timbre, muy alto, y la señorita Kwan empezó a cruzar el patio, hablaba con otra profesora pero no perdía de vista a los alumnos que había a su alrededor, con un ojo puesto especialmente en Conor y Harry.
—Me parece que nunca sabremos —dijo Harry— lo que quiere O’Malley.
Anton y Sully se rieron, aunque no habían entendido la broma, y los tres se dieron la vuelta para entrar en clase.
Pero Harry miraba a Conor mientras se alejaba, no apartó la vista de él en ningún momento.
Mientras dejaba a Conor allí solo.
Como si fuera invisible para el resto del mundo.