—Hace ciento cincuenta años —empezó el monstruo—, esta tierra se había transformado en un lugar lleno de industrias. Las fábricas crecían en el paisaje como la mala hierba. Se talaron árboles, se destruyeron los campos, los ríos se volvieron negros. El cielo se asfixiaba por el humo y la ceniza, y también la gente, que no paraba de toser y rascarse, siempre con la vista baja, mirando el suelo. Las aldeas se convirtieron en pueblos; los pueblos, en ciudades. Y la gente empezó a vivir sobre la tierra en vez de vivir en ella.
»Pero había todavía espacios verdes, si sabías dónde mirar.
El monstruo abrió las manos y una niebla invadió el salón de su abuela. Cuando se aclaró, Conor y el monstruo estaban en un campo lleno de verdor con vistas a un valle de metal y ladrillo.
—Estoy dormido, ¿verdad? —dijo Conor.
—Silencio —dijo el monstruo—. Aquí viene.
Y Conor vio a un hombre, con pinta de amargado, pesadas ropas negras y el ceño muy, muy fruncido, que subía por la colina hacia ellos.
—En el borde de todo este verdor vivía un hombre. Su nombre no tiene importancia, pues nadie lo usaba nunca. Los lugareños lo llamaban simplemente el boticario.
—¿El qué? —preguntó Conor.
—El boticario —dijo el monstruo.
—¿El qué?
—Un boticario es un farmacéutico; ya entonces era una palabra pasada de moda.
—Ah —dijo Conor—. Haberlo dicho antes.
—Pero él se había ganado el nombre a pulso, porque el oficio de boticario era antiguo, tiene que ver con los viejos usos de la medicina. Con hierbas y cortezas de árboles, con brebajes preparados con bayas y hojas.
—La nueva mujer de mi padre hace eso —dijo Conor mientras veían al hombre extraer una raíz de la tierra—. Tiene una tienda en la que vende cuarzos y minerales.
El monstruo arrugó el ceño.
—No es ni mucho menos lo mismo.
»Muchos días el boticario iba andando a recoger hierbas y hojas por el campo verde que rodeaba su casa. Pero con el paso de los años sus caminatas se hicieron cada vez más largas, pues las fábricas y las carreteras se expandían alrededor de la ciudad como esos sarpullidos que a él se le daba tan bien tratar. Mientras que antes a media mañana ya había recogido el heliacanto y la bellarosa, ahora tardaba todo el día.
»El mundo estaba cambiando, y el boticario se convirtió en un hombre amargado. O mejor dicho, en un hombre más amargado todavía, pues siempre había sido un antipático. Era avaricioso y cobraba demasiado por sus curas, muchas veces más de lo que el paciente podía pagar. Sin embargo, se sorprendía de lo poco que lo querían los lugareños, pensaba que deberían tratarlo con mucho más respeto. Y como su actitud hacia ellos era penosa, la de ellos hacia él también lo era, hasta que, según iba pasando el tiempo, sus pacientes empezaron a buscar otros remedios más modernos de otros curanderos más modernos. Lo que, como es lógico, solo sirvió para hacer del boticario un hombre todavía más amargado.
La niebla los rodeó de nuevo y la escena cambió. Ahora estaban en un prado sobre un pequeño altozano. A un lado se levantaba la casa de un párroco y en medio de un grupo de lápidas recientes se erigía un tejo gigantesco.
—En el pueblo del boticario también vivía un párroco…
—Esta es la colina que hay detrás de mi casa —lo interrumpió Conor. Miró alrededor, pero no vio ni la vía del tren ni las hileras de casas, solo unos cuantos senderos y el lecho cenagoso de un arroyuelo.
—El párroco tenía dos hijas —continuó el monstruo—, que eran la alegría de sus días.
Dos chicas salieron de la casa; gritaban, se reían y se lanzaban puñados de hierba. Corrían alrededor del tronco del tejo y se escondían la una de la otra.
—Ese eres tú —dijo Conor señalando el árbol, que por el momento era solo un árbol.
—Sí, vale, en las tierras que rodeaban la casa del párroco también había un tejo. Y bien bonito que era —dijo el monstruo.
—Si tú lo dices —dijo Conor.
—Resulta que el boticario quería hacerse con el tejo a cualquier precio.
—Ah, ¿sí? —preguntó Conor—. ¿Por qué?
El monstruo parecía sorprendido.
—El tejo es el más importante de los árboles medicinales —dijo—. Vive miles de años. Sus bayas, su corteza, sus hojas, su pulpa, su madera, todo bulle y crepita y se retuerce en él lleno de vida. Mezclado y tratado por el boticario adecuado, puede curar casi todas las dolencias que afectan al hombre.
Conor arrugó la frente.
—Eso te lo estás inventando.
La cara del monstruo se oscureció cual una nube de tormenta.
—¿Te atreves a cuestionar lo que yo digo, muchacho?
—No —dijo Conor, dando un paso atrás al ver la ira del monstruo—. Es que nunca había oído eso antes.
El monstruo, enfadado, permaneció un rato con el entrecejo fruncido, luego siguió con la historia.
—Para recolectar esas cosas del árbol, el boticario tendría que haberlo talado. Y el párroco no se lo permitía. El tejo llevaba en aquel terreno desde mucho antes de que se destinara a la parroquia. Habían empezado a dar uso al cementerio y había planes de construir una iglesia nueva. El tejo protegería la iglesia de la lluvia torrencial y de las inclemencias del tiempo, y el párroco, por muchas veces que el boticario se lo pidiera, y se lo pidió muchas, no le dejaba acercarse al árbol.
Bien. El párroco era un hombre ilustrado, y también amable. Quería lo mejor para su congregación, sacarlos de la edad oscura de la superstición y la brujería. Predicaba contra los viejos usos del boticario, y este, con su carácter de mil demonios y su avaricia, contribuía en gran medida a que estos sermones no cayeran en saco roto. Su negocio se redujo todavía más.
Pero entonces un día las hijas del párroco cayeron enfermas, primero una, y luego la otra, por una epidemia que se había extendido por toda la comarca.
El cielo se oscureció, y Conor oyó las toses de las hijas dentro de la casa del párroco, oyó también al párroco rezando en voz alta y el llanto de la mujer del párroco.
—Nada de lo que hizo el párroco sirvió de ayuda. Ni las oraciones, ni las curas de un médico moderno que vivía dos pueblos más arriba, ni los remedios del campo que le ofrecían tímidamente y en secreto sus feligreses. Nada. Las hijas se consumían y se acercaban a la muerte. Finalmente, no quedaba otra opción que acudir al boticario. El párroco se tragó su orgullo y fue a suplicarle que lo perdonara.
«Te ruego que ayudes a mis hijas», pidió el párroco, de rodillas a la puerta del boticario. «Si no lo haces por mí, hazlo al menos por mis dos hijas inocentes».
«¿Por qué iba a hacerlo?», preguntó el boticario. «Has alejado a mi clientela con tus prédicas. Me has negado el tejo, la mejor fuente de curación que tengo. Has vuelto al pueblo en mi contra».
«Podrás quedarte con el tejo», dijo el párroco. «Predicaré sermones a tu favor. Diré a mis feligreses que acudan a ti para cualquier dolencia que tengan. Te daré todo lo que me pidas a cambio de que salves a mis hijas».
El boticario estaba sorprendido.
«¿Estarías dispuesto a renunciar a todo aquello en lo que crees?».
«Si sirviera para salvar a mis hijas», dijo el párroco, «renunciaría a todo».
«Entonces», dijo el boticario cerrándole la puerta en las narices, «no puedo hacer nada por ti».
—¿Qué? —dijo Conor.
—Esa misma noche las dos hijas del párroco murieron.
—¿Qué? —dijo Conor de nuevo, con una sensación igual que la de la pesadilla creciéndole en las entrañas.
—Y esa misma noche, eché a andar.
—¡Bien! —gritó Conor—. Ese imbécil se merece un buen castigo.
—Eso pensé yo también —dijo el monstruo.
»Poco antes de la medianoche arranqué de sus cimientos la casa del párroco.