—Parece que tu abuela no ha llegado todavía —dijo el padre de Conor aparcando el coche de alquiler delante de la casa de su abuela.
—A veces vuelve al hospital cuando yo ya me he acostado —dijo Conor—. Las enfermeras la dejan dormir en un sillón.
Su padre asintió con la cabeza.
—Puede que yo no le caiga bien —dijo—, pero eso no quiere decir que sea mala persona.
Conor miró la casa por la ventanilla.
—¿Hasta cuándo te quedas? —preguntó. Le había dado miedo preguntarlo antes.
Su padre soltó un largo suspiro, el tipo de suspiro que anunciaba malas noticias.
—Solo unos días, me temo.
Conor se volvió hacia él.
—¿Nada más?
—Los estadounidenses no tienen muchas vacaciones.
—Tú no eres estadounidense.
—Pero ahora vivo allí. —Sonrió nervioso—. Llevas toda la noche burlándote de mi acento.
—Entonces ¿para qué has venido? —preguntó Conor—. ¿Por qué te has molestado en venir?
Su padre esperó un momento antes de responder.
—He venido porque tu madre me lo pidió. —Parecía que iba a decir algo más, pero no lo hizo.
Conor tampoco dijo nada.
—Pero volveré —dijo su padre—. Ya sabes, cuando haga falta. —Y añadió en un tono más animado—: ¡Y en Navidad irás a visitarnos! Lo pasaremos muy bien.
—En esa casa tuya en la que no se cabe y donde no hay sitio para mí —dijo Conor.
—Conor…
—Y luego volveré aquí para ir al colegio.
—Con…
—¿Para qué has venido? —preguntó Conor otra vez, en voz baja.
Su padre no respondió. Se abrió un silencio tal en el coche que tuvieron la sensación de estar sentados en los extremos opuestos de un desfiladero. Entonces su padre alzó una mano para posarla en el hombro de Conor, pero Conor se apartó y abrió la puerta para salir del coche.
—Espera, Conor.
Conor esperó pero no se dio la vuelta.
—¿Quieres que entre contigo hasta que vuelva tu abuela? —preguntó su padre—. Para hacerte compañía…
—Estoy bien solo —dijo Conor, y salió del coche.
La casa estaba en calma cuando entró. ¿Por qué no iba a ser así?
Estaba solo.
Se tiró otra vez en el sofá, y oyó cómo crujía con el impacto. Era un sonido tan gratificante que se levantó y se volvió a tirar. Luego se puso de pie y empezó a saltar en el sofá, las patas de madera gimieron y se arrastraron unos centímetros por el suelo, dejando cuatro arañazos idénticos en la madera noble.
Sonrió. Aquello le sentaba bien.
Bajó de un salto y dio una patada al sofá para echarlo todavía más atrás. Apenas era consciente de que jadeaba. Sentía que le ardía la cabeza, como si tuviera fiebre. Levantó un pie para darle otra patada al sofá.
Entonces alzó la vista y vio el reloj.
El preciado reloj de su abuela, colgando sobre la chimenea, con el péndulo oscilando a un lado y a otro, a un lado y a otro, como si llevara su propia vida privada y Conor no le importara nada.
Se acercó despacio, con los puños cerrados. Faltaba muy poco para que sonara el tong, tong, tong… de las nueve. Conor se quedó allí hasta que el segundero dio toda la vuelta y llegó a las doce. En el instante en que iban a empezar los tong, tong…, cogió el péndulo, y lo sujetó en el punto más alto de su oscilación.
Oyó cómo se quejaba el mecanismo del reloj mientras la primera «t» del tong interrumpido permanecía en el aire. Con la mano libre, Conor adelantó las manecillas de los minutos y los segundos pasando de las doce. Se resistían, pero empujó más y, al hacerlo, oyó un clic que no sonó precisamente bien. Las manecillas de los minutos y los segundos se liberaron de repente de lo que fuera que las sujetaba, y Conor las hizo girar, hasta que alcanzaron a la manecilla de la hora, y entonces arrastró también esa, mientras se oían lastimeros tongs que solo sonaban a medias y más clics dolorosos que salían de dentro de la caja de madera.
Sintió que las gotas de sudor le surcaban la frente y que el pecho le ardía por el calor.
(… casi como en la pesadilla, con esa fiebre que le hacía ver el contorno del mundo borroso y saliéndose de su eje, pero en ese momento el que mandaba era él, en ese momento la pesadilla era él…).
La segunda manecilla, la más fina de las tres, de pronto se desgajó de la esfera con un chasquido, dio un bote en la alfombra que cubría el suelo y desapareció entre las cenizas de la chimenea.
Conor dio al instante un paso atrás y soltó el péndulo. Este cayó hasta su punto central pero ya no volvió a oscilar. No se oía el tictac ni el característico zumbido que el reloj solía hacer cuando estaba en marcha. Las manecillas seguían clavadas donde las había dejado.
Ohoh.
Cuando Conor se dio cuenta de lo que había hecho se le encogió el estómago.
«Oh, no», pensó.
«Oh, no».
Lo había roto.
Un reloj que quizá valiera más que la carraca de coche que tenía su madre.
Su abuela lo iba a matar, quizá literalmente, lo iba a matar…
Entonces se dio cuenta.
La manecilla de las horas y la de los minutos se habían parado a una hora concreta.
Las 00.07.
—Como ejemplo de destrucción —dijo el monstruo detrás de él—, esto es bastante penoso.
Conor se dio la vuelta rápidamente. De alguna manera, de algún modo, el monstruo había entrado en el salón de su abuela. Era demasiado grande, por supuesto, y tenía que agacharse mucho, pero mucho, para caber debajo del techo; las ramas y las hojas se retorcían y se apretaban para ocupar menos espacio, pero allí estaba, llenando todos los huecos.
—Es el tipo de destrucción que uno esperaría de un muchacho —dijo, y su aliento le echó el pelo hacia atrás.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Conor. Sintió un súbito ramalazo de esperanza—. ¿Estoy dormido? ¿Esto es un sueño? Como cuando rompiste la ventana de mi cuarto y me desperté y…
—He venido a contarte la segunda historia —dijo el monstruo.
Conor soltó un sonido de exasperación y volvió a mirar el reloj roto.
—¿Será tan mala como la última? —preguntó, preocupado.
—Termina con una destrucción como Dios manda, si es que te refieres a eso.
Conor se volvió hacia el monstruo. La expresión de su cara había dado forma a lo que reconoció como su sonrisa malvada.
—¿Es una historia tramposa? —preguntó Conor—. ¿Que parece que va a ser de una manera y luego es de otra completamente distinta?
—No —dijo el monstruo—. Es sobre un hombre que solo pensaba en sí mismo. —El monstruo sonrió otra vez, lo que le dio un aspecto todavía más perverso—. Y recibe un castigo duro de verdad.
Conor se quedó parado respirando durante un segundo, pensando en el reloj roto, en los arañazos en la madera noble, en las bayas venenosas que caían del monstruo sobre el suelo limpio de su abuela.
Pensó en su padre.
—Te escucho —dijo Conor.