Cinco días. Hacía cinco días que no veía al monstruo.
Quizá no sabía dónde vivía su abuela. O quizá estaba demasiado lejos para que fuera hasta allí. De todas formas, aunque la casa de la abuela era con diferencia más grande que la de Conor y su madre, apenas tenía jardín. Había llenado el jardín trasero con cobertizos, un estanque con piedras y un «despacho» con paneles de madera que había instalado en el centro y que era donde hacía la mayor parte de su trabajo como agente inmobiliario, una ocupación tan aburrida que, cuando ella se ponía a describirla, Conor nunca escuchaba más allá de la primera frase. Todo lo demás eran veredas de ladrillo y flores en tiestos. No había espacio para un árbol. Ni siquiera había hierba.
—No te quedes ahí pasmado, jovencito —dijo su abuela, asomada a la puerta de atrás y poniéndose un pendiente—. Tu padre estará pronto aquí, y yo me voy a ver a tu madre.
—No estaba pasmado —dijo Conor.
—Y qué tendrá que ver el tocino con la velocidad. Ven, entra.
Su abuela desapareció dentro de la casa, y él la siguió con desgana. Era domingo, el día en que su padre iría a buscarlo desde el aeropuerto. Lo recogería, irían a ver a su madre, y luego pasarían el día juntos como «padre e hijo». Conor estaba casi seguro de que eso significaba otra ronda de «Tenemos que hablar». Su abuela no estaría en casa cuando llegara su padre. Y eso le venía bien a todo el mundo.
—Haz el favor de llevarte la mochila del recibidor —dijo ella, pasando por su lado y cogiendo el bolso—. No vaya a pensar tu padre que te tengo en una pocilga.
—Difícil que lo piense —dijo Conor entre dientes mientras ella examinaba su maquillaje en el espejo del recibidor.
La casa de su abuela estaba más limpia que la habitación de su madre en el hospital. La señora de la limpieza, Marta, iba los miércoles, pero Conor no entendía para qué se molestaba. Su abuela se levantaba temprano para pasar la aspiradora, hacía la colada cuatro veces a la semana, y una vez por semana limpiaba el baño antes de irse a la cama. No dejaba ni que los cacharros pasaran por el fregadero antes de meterlos en el lavavajillas, y una vez hasta le quitó el plato a Conor cuando todavía no había terminado.
«Una mujer de mi edad que vive sola… —decía al menos una vez al día—. Si no estoy yo en todo, ¿quién lo va a estar?». Lo decía como un reto, como desafiando a Conor a que contestara.
Lo llevaba al colegio en coche; Conor llegaba pronto todos los días, y eso que eran cuarenta y cinco minutos de viaje. Cada día, cuando él salía del colegio, ella lo estaba esperando y se iban derechos al hospital. Solían quedarse una hora o así, excepto si su madre estaba demasiado cansada para hablar (había ocurrido dos veces en los últimos cinco días), y luego se iban a casa de su abuela, donde él hacía los deberes y ella encargaba por teléfono algo de comida para llevar que no hubieran probado todavía.
Era como el verano en que Conor y su madre se alojaron en una pensión en Cornwall. Pero más limpio. Y más de ordeno y mando.
—A ver, Conor —dijo ella poniéndose la chaqueta del traje. Era domingo, pero no tenía que enseñar ninguna casa, así que Conor no entendía por qué se había arreglado tanto solo para ir al hospital. Sospechó que quizá quería que su padre se sintiera incómodo—. Puede que tu padre no se dé cuenta de lo cansada que está tu madre, ¿vale? —dijo ella—. Así que entre los dos tendremos que asegurarnos de que no se quede demasiado tiempo. —Se miró otra vez en el espejo y bajó la voz—. Aunque hasta ahora eso no haya sido un problema.
Se dio la vuelta y agitó una mano que parecía una estrella de mar a modo de despedida.
—Sé bueno —dijo.
La puerta se cerró detrás de ella con un sonoro golpe. Conor estaba solo en casa de su abuela.
Subió a la habitación de invitados, donde dormía. Su abuela la llamaba «la habitación de Conor», sin embargo él siempre decía «la habitación de invitados», y entonces su abuela movía la cabeza y decía algo entre dientes.
Pero ¿qué esperaba? No se parecía en nada a su habitación. No se parecía a la habitación de nadie, y menos a la de un chico. Tenía las paredes desnudas y blancas salvo por tres grabados diferentes de barcos veleros; su abuela debía de pensar que eso le gustaría a un chico. Las sábanas y el edredón eran también de un blanco cegador, y solo había otro mueble, un armario de roble tan grande como para comer dentro.
Podría haber sido una habitación cualquiera de una casa cualquiera en un planeta cualquiera de un lugar cualquiera del universo. No le gustaba estar en ella, ni siquiera para escapar de su abuela. Ahora solo había subido para coger un libro, pues su abuela había prohibido los juegos de ordenador en su casa. Sacó el libro de la mochila y al salir de la habitación, miró por la ventana que daba al jardín de la parte de atrás.
Solo senderos de piedra, cobertizos y el despacho.
Nada que le devolviera la mirada.
El salón era uno de esos salones en los que no se sienta nunca nadie. Su abuela no lo dejaba entrar, no fuera a manchar la tapicería, así que sería allí donde esperaría a que llegara su padre leyendo el libro.
Conor se dejó caer en el sofá, que tenía unas patas de madera curvadas y tan finas que parecía que llevaba tacones. Enfrente había una vitrina llena de platos expuestos y tazas con tantas florituras que parecía imposible beber sin cortarse los labios. Sobre la chimenea estaba el reloj favorito de su abuela, que solo ella podía tocar. Lo había heredado de su madre, y llevaba años diciendo que lo iba a llevar a la Feria de Antigüedades para que se lo tasaran. En la parte de abajo tenía un péndulo que oscilaba, y daba la hora cada quince minutos, tan alto que te hacía dar un brinco si no lo esperabas. Toda la estancia era como un museo de cómo vivía la gente antiguamente. Ni siquiera había televisión. Estaba en la cocina y casi nunca la encendían.
Se puso a leer. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Había tenido la esperanza de hablar con su padre antes de que cogiera el avión, pero entre las visitas al hospital y la diferencia horaria y las migrañas tan oportunas de su nueva mujer iba a tener que esperar a que llegara.
Cuando fuera que llegara. Conor miró el reloj de péndulo. La una menos veinte. Daría el cuarto en cinco minutos.
Cinco vacíos y silenciosos minutos.
Se dio cuenta de que estaba nervioso. Hacía mucho tiempo que no veía a su padre en persona, fuera del Skype. ¿Estaría cambiado? ¿Estaría Conor cambiado?
Y luego estaban las otras preguntas. ¿Por qué venía precisamente ahora? Su madre no tenía buen aspecto, peor incluso tras cinco días en el hospital, pero aún confiaba en la medicación nueva que le estaban dando. Faltaban meses para Navidad, y el cumpleaños de Conor ya había pasado. Así que ¿por qué ahora?
Miró el suelo, cuyo centro estaba cubierto por una alfombra oval muy cara y que parecía muy vieja. Se agachó, levantó uno de los bordes y miró las pulidas tablas debajo. Había un nudo en una de ellas. Pasó el dedo, pero la tabla era tan vieja y tan lisa que no se notaba la diferencia entre el nudo y el resto.
—¿Estás ahí? —susurró Conor.
El timbre de la puerta sonó y Conor dio un brinco. Salió del salón más nervioso de lo que pensaba que se pondría. Abrió la puerta de la calle.
Allí estaba su padre: muy cambiado pero igual que siempre.
—Hey, hijo —dijo su padre de esa forma tan extraña con la que Estados Unidos le estaba moldeando la voz.
Conor sonrió de oreja a oreja, como hacía al menos un año que no sonreía.