Después del colegio, su abuela lo esperaba en el sofá.
—Tenemos que hablar —dijo antes incluso de que Conor cerrara la puerta, y puso una cara que lo dejó en el sitio. Puso una cara que hizo que le doliera el estómago.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Su abuela tomó aire por la nariz, una inhalación larga y sonora, y miró por la ventana del salón, como si estuviera tomando fuerzas. Parecía un ave de presa. Un gavilán capaz de llevarse en las garras una oveja.
—Tu madre tiene que volver al hospital —dijo—. Te quedarás en mi casa unos días. Tienes que hacer la maleta.
—¿Qué le pasa? —Conor no se movió.
Su abuela abrió mucho los ojos durante un segundo, como si no acabara de creerse que le hiciera una pregunta tan rematadamente estúpida. Luego se aplacó.
—Le duele mucho —dijo—. Más de lo que debería dolerle.
—Tiene medicamentos para el dolor… —empezó a decir Conor, pero su abuela dio una palmada en el aire, solo una, pero muy fuerte, lo suficiente para que no siguiera.
—No le está haciendo nada, Conor —dijo secamente; parecía que estuviera mirando a algún punto por encima de él más que a él mismo—. No le está haciendo nada.
—¿Qué es lo que no le está haciendo nada?
Su abuela juntó las manos y dio unas cuantas palmaditas, como si las estuviera poniendo a prueba o algo así, luego miró otra vez por la ventana, sin abrir la boca en ningún momento. Por fin se puso de pie, se concentró en estirarse el vestido.
—Tu madre está arriba —dijo—. Quiere hablar contigo.
—Pero…
—Tu padre llegará el domingo.
De repente Conor se puso tenso.
—¿Que viene papá?
—Tengo que hacer unas llamadas —dijo ella sacando el móvil y pasando por su lado para salir.
—¿Por qué viene papá? —preguntó Conor.
—Tu madre te está esperando —dijo su abuela cerrando la puerta detrás de ella.
Conor ni siquiera había dejado la mochila en el suelo.
Venía su padre. Su padre. De Estados Unidos. No venía desde hacía dos Navidades. Al parecer a su nueva mujer le ocurría siempre algo de extrema urgencia en el último minuto, por eso su padre no podía ir a verlo más a menudo, y más ahora que había nacido el bebé. Su padre, cuyas visitas eran cada vez menos frecuentes y cuyas llamadas se espaciaban cada vez más en el tiempo.
Venía su padre. ¿Por qué?
—Conor —oyó que lo llamaba su madre.
No estaba en su habitación. Estaba en la de Conor, echada en su cama, sobre el edredón, mirando por la ventana el cementerio en la colina.
Y el tejo. Que solo era un tejo.
—Hola, cariño —dijo con una sonrisa, pero él supo por las líneas alrededor de los ojos que le dolía, le dolía como solo le había dolido una vez antes. Entonces tuvieron que ingresarla y no le dieron el alta hasta casi quince días después. Fue la última Semana Santa, y el tiempo que pasó Conor en casa de su abuela estuvo a punto de acabar con los dos.
—¿Qué pasa? ¿Por qué van a ingresarte otra vez?
Ella dio unas palmaditas en el edredón para que se sentara a su lado.
Él se quedó donde estaba.
—¿Qué pasa?
Su madre todavía sonreía, pero ahora con una sonrisa más tensa; pasó los dedos por el dibujo bordado del edredón, aquellos osos pardos de los que Conor se había cansado hacía años. Se había atado el pañuelo rojo alrededor de la cabeza, pero sin ajustarlo, y se le veía el cráneo pelado debajo. Conor no creía que hubiera llegado a probarse las viejas pelucas de su abuela.
—Me pondré bien —dijo ella—. De verdad.
—¿De verdad? —preguntó él.
—Hemos pasado antes por esto, Conor —dijo ella—. Así que no te preocupes. Me he sentido muy mal antes y me han ingresado y se han ocupado de ello. Eso será lo que pase esta vez. —Dio otra palmadita en el edredón—. ¿No quieres venir a sentarte con tu mamá, que está mayor y fatigada?
Conor tragó saliva, pero entonces a su madre se le iluminó la cara y él supo que sonreía de verdad. Se acercó a la cama y se sentó junto a ella en el lado de la ventana. Ella le pasó la mano por el pelo, apartándoselo de los ojos, y Conor vio lo delgado que tenía el brazo, como si solo fuera piel y huesos.
—¿Por qué viene papá?
La mano de su madre se detuvo, luego bajó a su regazo.
—Hace mucho que no lo ves. ¿No te hace ilusión que venga?
—A la abuela no parece que le haga mucha.
—Bueno, ya sabes lo que piensa ella de tu padre. No le hagas caso. Tú pásatelo bien con él.
Se quedaron sentados en silencio unos instantes.
—Hay algo más —dijo Conor por fin—. ¿Verdad?
Sintió que su madre se incorporaba un poco.
—Mírame, hijo —dijo dulcemente.
Él se volvió para mirarla, aunque habría pagado un millón de libras por no tener que hacerlo.
—Este último tratamiento no está haciendo lo que se esperaba —dijo ella—. Eso solo quiere decir que van a tener que ajustarlo, probar con otra cosa.
—¿Solo es eso? —preguntó Conor.
—Solo es eso. Pueden probar todavía con muchas más cosas. Es normal. No te preocupes.
—¿Estás segura?
—Estoy segura.
—Porque… —Y ahí Conor se calló un segundo y miró al suelo—. Porque me lo podrías decir, ya lo sabes.
Y entonces ella lo rodeó con sus brazos, tan delgados ahora, tan blandos antes cuando lo abrazaba. No decía nada, solo lo abrazaba. Conor volvió a mirar por la ventana, y al poco su madre se volvió y también miró.
—Sabes que eso es un tejo, ¿verdad? —dijo ella por fin.
Conor entornó los ojos, pero no en señal de protesta.
—Sí, mamá, me lo has dicho cientos de veces.
—Échale un ojo mientras yo no estoy, ¿vale? —dijo ella—. Asegúrate de que sigue ahí cuando yo vuelva.
Y Conor supo que estaba diciéndole que volvería, así que asintió y se quedaron los dos contemplando el árbol.
Que, por mucho que lo miraran, seguía siendo un árbol.