Un acuerdo

—Te perdono —dijo Lily cuando lo alcanzó de camino al colegio al día siguiente.

—¿Por qué? —preguntó Conor sin mirarla. Estaba todavía enfadado por la historia del monstruo, por las falsedades y los retorcimientos de la trama, nada de lo cual le servía de ninguna ayuda. Se había pasado media hora arrancando del suelo el arbolito, de una resistencia increíble, y tenía la sensación de que apenas se había quedado dormido otra vez cuando ya era la hora de levantarse, de lo cual se enteró porque su abuela empezó a gritarle que llegaba tarde. Ni siquiera le dejó despedirse de su madre, quien, le dijo, había tenido una noche difícil y debía descansar. Lo cual le hizo sentirse culpable, porque si su madre había tenido una noche difícil, él tendría que haber estado allí para ayudarla, no su abuela, quien apenas lo dejó lavarse los dientes antes de ponerle una manzana en la mano y echarlo fuera.

—Te perdono por haberme metido en problemas, imbécil —dijo Lily, pero sin demasiada dureza en la voz.

—Fuiste tú la que te metiste en problemas —repuso Conor—. Fuiste tú la que tiraste a Sully al suelo.

—Te perdono por haber mentido —dijo Lily; llevaba los rizos de caniche sujetos concienzudamente con una diadema.

Conor siguió caminando sin hacerle caso.

—¿No vas a decir que tú también lo sientes? —le preguntó Lily.

—No —dijo Conor.

—¿Por qué no?

—Porque no lo siento.

—Conor…

—No lo siento —dijo Conor deteniéndose—, y además no te perdono.

Se miraron desafiantes bajo el frío sol de la mañana, ninguno quería ser el primero que desviara la mirada.

—Mi madre dice que tenemos que ser indulgentes contigo —dijo Lily por fin—. Por todo lo que estás pasando.

Y por un momento el sol pareció ocultarse detrás de las nubes. Por un momento Conor solo vio súbitas tormentas eléctricas que se aproximaban, sintió que estaban a punto de explotar en el cielo y de atravesarle el cuerpo y de salirle por los puños. Por un momento sintió que podría agarrar todo el aire, retorcerlo alrededor del cuerpo de Lily y partirla en dos…

—¿Conor? —dijo Lily, asustada.

—Tu madre no sabe nada de nada —dijo él—. Y tú tampoco.

Echó a andar a toda prisa, dejándola atrás.

Hacía algo más de un año desde que Lily les contó a algunas de sus amigas lo de la madre de Conor, aunque él no le había dicho que podía contarlo. Esas amigas se lo contaron a unas cuantas más, quienes se lo contaron a otras, y antes de que acabara el día era como si alrededor de Conor se hubiera abierto un círculo, una zona muerta con él en el centro, rodeado de minas terrestres que todo el mundo tenía miedo de pisar. De repente, los que él creía que eran sus amigos dejaban de hablar cuando se acercaba a ellos, aunque la verdad era que no tenía muchos aparte de Lily, pero aun así. Conor sorprendía a la gente susurrando por los pasillos o durante la comida. Hasta los profesores ponían una cara distinta cuando él levantaba la mano en clase.

Así que al final dejó de acercarse a sus amigos, dejó de mirar cuando oía susurros, e incluso dejó de levantar la mano.

Aunque al parecer nadie se dio cuenta. Era como si de repente se hubiese vuelto invisible.

Nunca le había resultado tan duro el colegio ni se había sentido tan aliviado con las vacaciones de verano como en ese curso. Su madre estaba en pleno tratamiento, algo que, repetía ella una y otra vez, era duro pero «estaba funcionando», el ciclo se acercaba a su fin. El plan era que ella lo terminaría, un nuevo curso empezaría, y podrían pasar página y comenzar de cero.

Solo que no había sido así. El tratamiento de su madre se había prolongado más de lo esperado, un segundo ciclo y luego un tercero. Los profesores del nuevo curso eran todavía peores porque solo lo conocían por lo de su madre, y no por el que era antes. Y sus compañeros lo trataban como si fuera él el enfermo, sobre todo desde que Harry y sus compinches se fijaron en él.

Y ahora tenía a su abuela en casa y soñaba con árboles.

O quizá no fuera un sueño. Lo que sería todavía peor.

Siguió caminando hacia el colegio sin que se le pasara el enfado. Le echaba la culpa a Lily porque casi todo había sido culpa de ella, ¿o no?

Le echaba la culpa a Lily, porque ¿a quién culpar si no?

Esta vez tenía el puño de Harry en el estómago.

Conor se cayó al suelo, se raspó la rodilla con el escalón de cemento, y se hizo un agujero en los pantalones del uniforme. Lo peor era el agujero. Se le daba fatal coser.

—Qué patoso eres, O’Malley —dijo Sully riéndose detrás de él—. Te caes todos los días.

—Deberías hacértelo mirar —oyó que decía Anton.

—A lo mejor está borracho —dijo Sully, y sonaron más risas; pero entre ellos había un punto silencioso: Conor sabía que Harry no se estaba riendo. Sabía, sin levantar la vista, que Harry se limitaba a mirarlo, esperaba a ver qué haría.

Al levantarse, vio a Lily junto a la pared del colegio. Estaba con otras chicas, volvían a clase tras el recreo. Lily no hablaba con ellas, solo miraba a Conor mientras se alejaba.

—Hoy la Super Caniche no te ayuda —dijo Sully, todavía riéndose.

—Mejor para ti, Sully —dijo Harry, hablando por primera vez. Conor todavía no se había vuelto hacia ellos, pero sabía que Harry no le estaba riendo la gracia a Sully. Conor siguió mirando a Lily hasta que desapareció de su vista.

—Oye, míranos cuando te hablamos —dijo Sully, sin duda echando chispas por el comentario de Harry; agarró a Conor por los hombros, y le dio la vuelta.

—No lo toques —dijo Harry con calma, en voz baja, pero en un tono tan amenazante que Sully retrocedió de inmediato—. O’Malley y yo tenemos un acuerdo —añadió Harry—. Yo soy el único que lo toca. ¿No es así?

Conor esperó un momento y luego asintió despacio con la cabeza. Ese parecía ser el acuerdo.

Harry, con expresión impasible, con los ojos fijos en Conor, se acercó a él. Conor ni siquiera parpadeó, y se quedaron así, cara a cara, mientras Anton y Sully se miraban nerviosos.

Harry ladeó ligeramente la cabeza, como si se le hubiera ocurrido una pregunta, algo que intentara entender. Conor seguía sin moverse. Todos los de su curso ya habían entrado. Conor sentía el vacío que se abría a su alrededor, incluso el silencio de Anton y de Sully. Deberían volver a clase enseguida. Deberían entrar ya.

Pero nadie se movió.

Harry levantó un puño y lo echó hacia atrás, como si se dispusiera a golpear a Conor en la cara.

Tampoco entonces Conor parpadeó. No se movió. Se limitó a mirar a Harry a los ojos, a la espera de que llegara el golpe.

Pero no llegó.

Harry bajó el puño, lo dejó caer despacio a un costado; seguía mirando todavía a Conor.

—Sí —dijo por fin, en voz baja, como si hubiera entendido algo—. Ya me parecía a mí.

Y entonces, una vez más, llegó la voz fatídica.

—¡Eh, vosotros! —gritó la señorita Kwan cruzando el patio en dirección a ellos como un demonio con patas—. ¡El recreo se acabó hace tres minutos! ¿Se puede saber qué hacéis aquí?

—Perdone, señorita —dijo Harry, con una voz de repente más suave—. Estábamos hablando con Conor de los deberes que la señorita Marl mandó sobre la «Escritura de la vida» y perdimos la noción del tiempo. —Le dio un manotazo a Conor en el hombro, como si fueran amigos íntimos—. Nadie sabe tanto de historias como Conor. —Harry miró muy serio a la señorita Kwan—. Y hablar de ello lo ayuda a sacarlo fuera.

—Sí —dijo la señorita Kwan frunciendo el ceño—, seguro que hablabais de eso. Tenéis todos un aviso. Un solo problema más hoy y os quedáis castigados.

—Sí, señorita —dijo Harry alegremente, y Anton y Sully lo repitieron.

Volvieron a clase; Conor los seguía a un metro de distancia.

—Un momento, Conor, por favor —dijo la señorita Kwan.

Conor se detuvo y se volvió pero no la miró a la cara.

—¿Seguro que todo va bien entre tú y esos chicos? —dijo la señorita Kwan con la voz en modo «amable», que daba solo un poco menos de miedo que cuando gritaba a pleno pulmón.

—Sí, señorita —dijo Conor, todavía sin mirarla.

—No estoy ciega y sé cómo funciona Harry —dijo—. Un acosador con carisma y buenas notas sigue siendo un acosador. —Suspiró, irritada—. Seguramente un día será primer ministro. Que Dios nos coja confesados.

Conor no dijo nada, y el silencio adquirió una cualidad especial que él conocía muy bien, porque la señorita Kwan inclinó el cuerpo hacia delante, dejó caer los hombros, y bajó la cabeza hacia la de Conor.

Sabía lo que venía ahora. Lo sabía y lo odiaba.

—No puedo imaginar lo que debes de estar pasando, Conor —dijo la señorita Kwan, casi en un susurro—, pero si alguna vez quieres hablar, mi puerta siempre está abierta.

No podía mirarla, no podía ver el cariño que había en ella, no podía soportar oírselo en la voz.

Porque él no se lo merecía.

Tuvo un fogonazo de la pesadilla, los gritos, el pánico, lo que pasaba al final…

—Estoy bien, señorita —masculló mirándose los zapatos—. No estoy pasando por nada.

Oyó que la señorita Kwan daba otro suspiro.

—Vale. Olvídate del primer aviso y vuelve a clase. —Le dio unas palmaditas en el hombro y fue hacia la entrada.

Y por un momento Conor se quedó completamente solo.

Supo que si se pasara todo el día fuera no lo castigarían.

Por algún motivo eso hizo que se sintiera todavía peor.