—¿No? —preguntó Conor—. Pero si la reina fue derrocada…
—Lo fue —dijo el monstruo—. Pero no por mí.
Conor, confuso, titubeó.
—Dijiste que te habías asegurado de que no se la volviera a ver jamás.
—Y en efecto, eso hice. Cuando los lugareños prendieron fuego a la pira para quemarla viva, yo la cogí y la salvé.
—¿Que hiciste qué? —dijo Conor.
—La tomé entre mis manos y me la llevé allí donde los lugareños no pudieran encontrarla nunca, más allá incluso de los confines del reino en el que había nacido, a un pueblo al lado del mar. Y allí la dejé para que viviera en paz.
Conor, atónito, se puso de pie y elevó la voz sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
—¡Pero ella asesinó a la hija del granjero! —gritó—. ¿Cómo pudiste salvar a una asesina?
Entonces su cara adoptó una expresión sombría y dio un paso atrás.
—Sí que es verdad que eres un monstruo.
—En ningún momento he dicho que fuera ella la que mató a la hija del granjero —dijo el monstruo—. Lo único que he dicho es que el príncipe dijo que había sido ella.
Conor parpadeó. Luego se cruzó de brazos.
—¿Y quién la mató entonces?
El monstruo abrió sus enormes manos y se levantó una brisa que trajo consigo una neblina. La casa de Conor seguía allí, pero la neblina cubrió el jardín de la parte de atrás, sustituyéndolo por un campo con un tejo gigante en el centro y un hombre y una mujer durmiendo junto a sus raíces.
—Después de haber hecho el amor —dijo el monstruo—, el príncipe siguió despierto.
Conor vio que el joven príncipe se levantaba y miraba a sus pies a la hija del granjero; también a Conor la joven le pareció una belleza. El príncipe la miró unos instantes, luego se envolvió con una manta y fue hasta su caballo. El príncipe tomó algo de las alforjas, luego desató el caballo, lo golpeó con fuerza en las ancas y dejó que se alejara al galope. El príncipe sostuvo en alto lo que había sacado de las alforjas.
Un cuchillo que brillaba a la luz de la luna.
—¡No! —gritó Conor.
El monstruo cerró las manos y la niebla descendió otra vez mientras el príncipe se acercaba cuchillo en mano a la hija del granjero, que seguía durmiendo.
—¡Tú dijiste que se sorprendió al ver que ella no despertaba!
—Después de matar a la hija del granjero —dijo el monstruo—, el príncipe se echó junto a ella y se durmió otra vez. Cuando despertó, representó una pantomima, no fuera a ser que alguien lo estuviera viendo. Pero te sorprenderá saber que también lo hizo para él mismo. —Las ramas del monstruo crujieron—. A veces la gente necesita mentirse a sí misma más que ninguna otra cosa.
—¡Tú dijiste que fue a buscar ayuda! ¡Y que tú lo ayudaste!
—Solo dije que me contó lo bastante como para que yo echara a andar.
Conor miró con los ojos muy abiertos primero al monstruo y luego a su jardín, que empezaba a emerger de los últimos flecos de neblina.
—¿Qué te contó? —preguntó.
—Me contó que lo había hecho por el bien de su reino. Que la nueva reina era de hecho una bruja, que su abuelo ya lo sospechaba cuando se casó con ella, pero que lo pasó por alto debido a su belleza. El príncipe no podía derrocar a una poderosa bruja él solo. Necesitaba que lo ayudara la furia de los lugareños. La muerte de la hija del granjero sirvió para eso. El príncipe lamentó hacerlo, se le partió el corazón, dijo, pero igual que su propio padre había muerto defendiendo el reino, también su hermosa doncella tenía que morir. Su muerte serviría para derrocar un mal mucho mayor. Cuando dijo que la reina había asesinado a su prometida, él creía, a su manera, que era verdad.
—¡Todo eso es una chorrada! —gritó Conor—. No hacía falta que la matara. La gente estaba con él. Lo habrían seguido de todas formas.
—Siempre hay que escuchar con escepticismo la justificación de los hombres que matan —dijo el monstruo—. La injusticia que vi, la razón por la que eché a andar, se cometió con la reina, no con el príncipe.
—¿Llegaron a descubrirlo? —dijo Conor, horrorizado—. ¿Lo castigaron?
—Fue un rey muy querido —respondió el monstruo—, y reinó feliz hasta el final de su larga vida.
Conor miró hacia la ventana de su habitación, otra vez con el ceño fruncido.
—Así que el buen príncipe era un asesino y la malvada reina no era una bruja después de todo. ¿Se supone que esa es la lección de todo esto? ¿Que yo debería ser amable con mi abuela?
Oyó un rumor raro, distinto a todo lo que había oído a lo largo de su vida. Tardó un minuto en darse cuenta de que el monstruo se estaba riendo.
—¿Crees que te cuento historias para darte lecciones? —dijo el monstruo—. ¿Crees que he salido andando del tiempo y de la mismísima tierra para darte lecciones de amabilidad?
Se reía cada vez más alto, hasta que el suelo empezó a temblar y parecía que el cielo se iba a venir abajo.
—Sí, eso creía —dijo Conor, avergonzado.
—No, no —repuso el monstruo cuando por fin se calmó—. La reina era con toda certeza una bruja y es posible que estuviera planeando grandes males. ¿Quién sabe? Al fin y al cabo intentaba aferrarse al poder.
—Entonces ¿por qué la salvaste?
—Porque lo que no era, era una asesina.
Conor dio unos pasos por el jardín, pensando. Luego dio unos cuantos pasos más.
—No lo entiendo. ¿Aquí quién es el bueno?
—No siempre hay un bueno. Ni siempre hay un malo. Casi todo el mundo está en algún punto intermedio.
Conor negó con la cabeza.
—Es una historia horrible. Y falsa.
—Es una historia verídica —dijo el monstruo—. Muchas cosas que son verdad parecen falsas. Los reinos tienen los príncipes que se merecen, las hijas de los granjeros mueren sin razón, y algunas veces las brujas son dignas de salvación. Muchas veces, la verdad sea dicha. Te sorprendería saber cuántas.
Conor volvió a mirar hacia la ventana de su habitación, e imaginó a su abuela durmiendo en su cama.
—¿Y cómo se supone que eso me salvará a mí de ella?
El monstruo se puso en pie cuan largo era, y miró a Conor desde las alturas.
—No es de ella de quien necesitas salvarte.
Conor se sentó con la espalda pegada al respaldo del sofá; respiraba de nuevo con dificultad.
El reloj marcaba las 00.07.
—¡Maldita sea! —dijo Conor—. ¿Estoy soñando o no?
Se levantó, enfadado…
E inmediatamente se dio con algo en el dedo gordo del pie.
—¿Y ahora qué? —refunfuñó al tiempo que alargaba la mano para encender la luz.
De un nudo en la tarima del suelo había brotado, con fuerza y esplendor, un arbolito de unos treinta centímetros de alto.
Conor lo miró durante un rato. Luego fue a la cocina a por un cuchillo para arrancarlo del suelo.