La primera historia

—Hace mucho tiempo —dijo el monstruo—, antes de que todo esto fuera una ciudad con carreteras y trenes y coches, era un lugar lleno de vegetación. Los árboles cubrían las colinas y crecían bordeando los senderos. Daban sombra a los arroyos y protegían las casas, pues también entonces había casas, hechas de piedra y tierra.

»Esto era un reino.

—¿Qué? —dijo Conor, recorriendo con la mirada todo su jardín—. ¿Aquí?

El monstruo lo miró con curiosidad y ladeó la cabeza.

—¿Nunca habías oído hablar de él?

—De un reino por aquí, no —dijo Conor—. Ni siquiera tenemos un McDonald’s.

—Y sin embargo —continuó el monstruo— era un reino, pequeño pero feliz, porque el rey era un rey justo, un hombre que había alcanzado la sabiduría tras muchas dificultades. Su mujer le había dado cuatro robustos hijos varones, pero mientras estuvo en el trono se vio obligado a luchar en muchas batallas para preservar la paz de su reino. Batallas contra gigantes y dragones, batallas contra lobos negros de ojos rojos, batallas contra ejércitos de hombres dirigidos por grandes magos.

»Estas batallas aseguraron los límites del reino y trajeron la paz a sus tierras. Pero la victoria tuvo un precio. Uno tras otro los cuatro hijos del rey murieron en la contienda. Bajo el fuego de un dragón o a manos de un gigante o entre los dientes de un lobo o atravesado por la lanza de un hombre. Uno tras otro cayeron los cuatro príncipes del reino, dejando al rey un único heredero. Su nieto recién nacido.

—Todo esto suena a cuento de hadas —dijo Conor con desconfianza.

—No dirías eso si oyeras los alaridos de un hombre atravesado por una lanza —dijo el monstruo—. O sus gritos de terror mientras lo despedazaban los lobos. Y ahora estate callado.

»Al poco tiempo la mujer del rey murió de pena, y también la madre del joven príncipe. Todo lo que le quedó al rey por compañía fue el niño y más tristeza de la que un hombre puede soportar solo.

«Tengo que volver a casarme», decidió el rey. «Por el bien de mi príncipe y de mi reino, aunque no lo haga por mí».

»Así que el rey volvió a casarse, y lo hizo con una princesa de un reino vecino, un matrimonio de conveniencia que hizo más fuertes ambos reinos. Ella era joven y bella y, aunque puede que fuera de facciones un poco duras y de lengua un poco afilada, parecía que hacía feliz al rey.

»Pasó el tiempo. El joven príncipe creció hasta convertirse casi en un hombre, le faltaban apenas dos años para cumplir los dieciocho que le permitirían ascender al trono a la muerte del viejo rey. Fueron días felices para el reino. Se habían acabado las batallas, y el futuro parecía asegurado en las manos del aguerrido y joven príncipe.

»Pero un día el rey cayó enfermo. Se extendió el rumor de que su joven esposa lo había envenenado. Se contaban historias de que la nueva reina había utilizado conjuros de magia negra para parecer más joven de lo que en realidad era y de que bajo esa cara jovial se escondía el ceño torvo de una vieja arpía. Todos estaban seguros de que había sido ella la que había envenenado al rey, pero él suplicó a sus súbditos hasta su postrer aliento que no la culparan.

»Y así murió, un año antes de que su nieto tuviera edad para subir al trono. La reina, su abuelastra, se convirtió en regente en su lugar: todos los asuntos de Estado quedarían a su cargo hasta que el príncipe tuviera edad para reemplazarla.

»Al principio, para sorpresa de muchos, gobernó bien. Su semblante, pese a los rumores, era joven y grato, y se esforzaba por seguir rigiendo a la manera del rey muerto.

»El príncipe, entretanto, se había enamorado.

—Lo sabía —refunfuñó Conor—. En este tipo de historias siempre sale un príncipe estúpido que se enamora. —Empezó a caminar hacia la casa—. Yo creía que iba a ser una buena historia.

Con un rápido movimiento, el monstruo agarró a Conor de los tobillos con una mano larga y grande y lo levantó boca abajo, dejándolo suspendido en el aire de tal manera que se le bajó la camiseta y los latidos del corazón le retumbaban en la cabeza.

—Como estaba diciendo —continuó el monstruo—, el príncipe se había enamorado. Ella no era más que la hija de un granjero, pero era muy hermosa, y también inteligente, como tienen que ser las hijas de los granjeros, pues llevar una granja es un asunto muy complicado. Todo el reino veía con buenos ojos aquella boda.

»Pero no la reina. Había disfrutado de su tiempo de regente y sentía una extraña renuencia a dejarlo. Empezó a pensar que quizá fuera mejor que la corona se quedara en la familia, que el reino lo gobernaran personas lo suficientemente sabias, ¿y qué mejor solución que el príncipe se casara con ella?

—¡Qué asco! —dijo Conor, todavía colgando boca abajo—. ¡Era su abuela!

—Su abuelastra —le corrigió el monstruo—. No eran parientes de sangre, y para el caso ella era también una mujer joven.

—Eso no está bien… —dijo Conor meneando la cabeza, con el pelo oscilando en el aire. Luego hizo una pausa—. ¿Podrías bajarme?

El monstruo lo dejó en el suelo y siguió con la historia.

—Al príncipe tampoco le parecía bien casarse con la reina. Dijo que se mataría antes que hacer algo así. Juró que huiría con la hermosa hija del granjero y que el día en que cumpliera dieciocho años volvería para liberar a su pueblo de la tiranía de la reina. Así que una noche salieron a todo galope, parando solo para dormir a la sombra de un tejo gigantesco.

—¿Tú? —preguntó Conor.

—Yo —dijo el monstruo—. Aunque en realidad es solo una parte de mí. Puedo tomar cualquier forma de cualquier tamaño, pero la del tejo es de lo más cómoda.

El príncipe y la hija del granjero se abrazaron bajo la creciente aurora. Habían jurado ser castos hasta que pudieran casarse en el futuro reino, pero la pasión los pudo y al poco tiempo dormían desnudos uno en los brazos del otro.

Durmieron todo el día a la sombra de mis ramas y sobrevino otra vez la noche. El príncipe se despertó. «Levántate, amada mía», le susurró a la hija del granjero, «pues debemos cabalgar hacia ese día en que seremos esposo y esposa».

»Pero su amada no despertó. La movió de lado y cuando el cuerpo de la joven volvió a caer por su propio peso, el príncipe vio bajo la luz de la luna la sangre que manchaba el suelo.

—¿Sangre? —dijo Conor, pero el monstruo siguió hablando.

—El príncipe también tenía sangre en las manos, y vio un cuchillo ensangrentado en la hierba, junto a ellos, apoyado contra las raíces del árbol. Alguien había asesinado a su amada y lo había dispuesto todo de tal modo que parecía que el príncipe era quien había cometido el crimen.

«¡La reina!», gritó el príncipe. «¡La reina es la responsable de esta traición!».

A lo lejos oyó que se acercaba gente del lugar. Si lo hallaban allí, verían el cuchillo y la sangre, y lo acusarían de asesinato. Lo ejecutarían por ese crimen.

—Y la reina podría gobernar sin obstáculo alguno —dijo Conor con una mueca de asco—. Espero que esta historia acabe con que tú le arrancas la cabeza.

—El príncipe no tenía adónde huir. Habían espantado a su caballo mientras él dormía. El tejo era su único cobijo.

Y también el único sitio al que podía dirigirse para buscar ayuda.

Ahora bien, el mundo era más joven entonces. La barrera entre las cosas era más fina, más fácil de atravesar. El príncipe lo sabía. Y levantó la cabeza hacia el gran tejo y le habló.

El monstruo hizo una pausa.

—¿Qué dijo? —preguntó Conor.

—Dijo lo bastante como para que yo echara a andar —explicó el monstruo—. Reconozco la injusticia nada más verla.

El príncipe echó a correr hacia los lugareños que se acercaban. «¡La reina ha asesinado a mi prometida!», gritaba. «¡Hay que detener a la reina!».

Los rumores sobre la brujería de la reina llevaban ya bastante tiempo circulando, y el príncipe era tan amado por el pueblo que les costó muy poco ver la obvia verdad. Menos les costó todavía cuando vieron a aquel enorme Hombre Verde, tan alto como una montaña, caminando detrás del príncipe, pidiendo venganza.

Conor volvió a mirar los gigantescos brazos y piernas del monstruo, la boca llena de dientes aserrados, toda su abrumadora monstruosidad. Imaginó lo que debió de pensar la reina cuando lo vio acercarse.

Sonrió.

—Los súbditos irrumpieron en el castillo de la reina con tanta furia que temblaron hasta los cimientos. Cayeron las fortificaciones y los techos se vinieron abajo, y cuando hallaron a la reina en sus aposentos, la muchedumbre la agarró y se la llevó a rastras hasta una pira para quemarla viva allí mismo.

—Bien hecho —dijo Conor con una sonrisa—. Se lo merecía. —Miró hacia la ventana de su habitación, donde dormía su abuela—. Supongo que a mí no puedes ayudarme con ella, ¿no? —preguntó—. No es que quiera que la quemen viva ni nada parecido, pero a lo mejor un poco de…

—La historia —dijo el monstruo— no ha acabado todavía.