Escribir la vida

«Historias», pensó Conor con un escalofrío mientras caminaba hacia su casa.

El colegio había acabado y él había conseguido escaparse. Había evitado a Harry y a los otros durante el resto del día, aunque posiblemente no habían querido provocarle otro «accidente» tan poco tiempo después de que casi los pillara la señorita Kwan. También había evitado a Lily, quien volvió a clase con los ojos rojos e hinchados y cara de enfadada. Cuando sonó el timbre del final de las clases, Conor salió corriendo; sentía que se le caía de los hombros el peso del colegio y de Harry y de Lily con cada calle que lo alejaba de allí.

«Historias», pensó otra vez. «Vuestras historias —había dicho la señorita Marl—. No penséis que no habéis vivido lo bastante como para no tener una historia que contar».

«Escribir la vida», lo había llamado; un trabajo sobre ellos mismos. Su árbol genealógico, dónde habían vivido, los viajes en vacaciones y los recuerdos felices.

Cosas importantes que hubieran pasado.

Conor se cambió la mochila de hombro. Se le ocurrían un par de cosas importantes que habían pasado. Nada que quisiera escribir, sin embargo. Cuando se fue su padre. Cuando el gato salió un día de casa para no regresar nunca más.

La tarde que su madre le dijo que debían tener «una pequeña charla». Arrugó el gesto y siguió caminando.

Pero también se acordaba del día anterior a ese. Su madre lo llevó a su restaurante indio favorito y le dejó pedir todo el vindaloo que quiso. Luego ella se echó a reír y dijo: «¿Y por qué no, maldita sea?», y pidió más de lo mismo para ella. Empezaron a tirarse pedos ya antes de llegar al coche. Y de camino a casa, apenas si podían hablar de tanto reírse y tirarse pedos.

Conor sonrió. Porque aquello no fue un simple regreso a casa. Fue un viaje sorpresa al cine, en un día de colegio, para ver una película que Conor ya había visto cuatro veces pero que sabía que su madre no soportaba. Y sin embargo allí estaban los dos, viéndola otra vez hasta el final, riéndose todavía ellos solos, comiendo palomitas y bebiendo Coca-Cola.

Conor no era tonto. Cuando tuvieron la «pequeña charla» al día siguiente, supo lo que su madre había hecho y por qué lo había hecho. Sin embargo, eso no le restaba nada a lo bien que se lo habían pasado la noche anterior. A lo mucho que se habían reído. Al hecho de que todo les había parecido posible. A todo lo bueno que podría perfectamente haberles sucedido allí mismo y en aquel mismo instante y a lo poco que eso les habría sorprendido.

Pero tampoco pensaba escribir sobre eso.

—¡Oye! —Una voz que lo llamaba por detrás le hizo soltar un gruñido—. ¡Oye, Conor, espera!

Lily.

—¡Oye! —Lo alcanzó y se plantó delante de él para que tuviera que pararse si no quería arrollarla. Lily jadeaba, pero se le veía en la cara que seguía furiosa—. ¿Por qué me has hecho eso?

—Déjame en paz. —Conor se abrió camino de un empujón.

—¿Por qué no le contaste a la señorita Kwan lo que había pasado de verdad? —insistió Lily, siguiéndolo—. ¿Por qué dejaste que me metiera en problemas?

—¿Por qué te metiste si no era asunto tuyo?

—Intentaba ayudarte.

—No necesito tu ayuda. Me las estaba arreglando solo.

—¡No es cierto! —dijo Lily—. Te habías hecho sangre.

—¡No es asunto tuyo! —Conor siguió caminando.

—Estoy castigada toda la semana —se quejó Lily—. Y van a mandar una nota a mis padres.

—No es mi problema.

—Pero tú tienes la culpa.

Conor se paró de pronto y se volvió hacia ella. Tenía tal expresión de enfado que la chica se echó para atrás, sorprendida, casi como si tuviera miedo.

—La culpa es tuya —dijo—. Tuya y solo tuya.

Conor salió disparado calle abajo.

—¡Antes éramos amigos! —gritó Lily detrás de él.

—Antes —dijo Conor sin darse la vuelta.

Conocía a Lily de toda la vida. O desde que tenía memoria, lo cual venía a ser lo mismo.

Sus madres ya eran amigas antes de que ellos nacieran, y Lily era como una hermana que vivía en otra casa, sobre todo cuando una madre o la otra hacían de canguro. Pero habían sido solo amigos, nada de ese rollo romántico con el que a veces se burlaban de ellos en el colegio. En cierto sentido, a Conor le costaba mirar a Lily como a una chica, o por lo menos como a las otras chicas del colegio. ¿Cómo iba a mirarla así si los dos habían hecho de ovejitas en el mismo belén cuando tenían cinco años? ¿Si sabía que no paraba de meterse el dedo en la nariz? ¿Si ella sabía hasta cuándo tuvo la luz de la habitación encendida después de que su padre se fuera de casa? Solo había sido una amistad, algo de lo más normal.

Pero entonces sucedió lo de la «pequeña charla» con su madre, y lo que pasó después fue muy sencillo y muy repentino.

No lo sabía nadie.

Luego lo supo la madre de Lily, como era natural.

Luego lo supo Lily.

Y luego lo supo todo el mundo. Todo el mundo. Lo cual cambió las cosas de la noche a la mañana.

Y Conor jamás se lo perdonaría.

Una calle más y luego otra y allí estaba su casa, pequeña pero sin vecinos a los lados. Era lo único en lo que su madre había insistido cuando el divorcio, en que la casa era de ellos dos, libre de cargas, y que no tendrían que mudarse cuando su padre se fuera a Estados Unidos con Stephanie, la que era ahora su mujer. Eso fue hace seis años, tanto tiempo que Conor ya no se acordaba de lo que era tener a un padre en casa.

Lo que no quería decir que no pensara en ello.

Miró la colina detrás de la casa, el campanario de la iglesia se recortaba contra el cielo nublado. Y el tejo se cernía sobre el cementerio como un gigante dormido. Conor se obligó a seguir mirándolo, convenciéndose de que solo era un árbol, un árbol como otro cualquiera de los que jalonaban las vías del tren. Un árbol. No era más que eso. Siempre había sido eso. Un árbol.

Un árbol que, mientras Conor lo miraba, levantó su cara gigantesca y lo miró a plena luz del sol, con los brazos extendidos y la voz que decía: Conor

Conor dio un salto y casi se cayó de la acera; tuvo que agarrarse al capó de un coche que estaba aparcado.