Cuando se levantó, notó el sabor de la sangre. Se había mordido el labio por dentro al golpearse contra el suelo, y una vez de pie se concentró en ese sabor extraño y metálico que te daba ganas de escupir nada más sentirlo, como si hubieras comido algo que no era comida ni nada que se le pareciera.
Pero en vez de escupirlo se lo tragó. A Harry y a sus compinches les habría encantado saber que Conor estaba sangrando. Podía oír a Anton y a Sully riéndose detrás de él, y sabía exactamente la expresión que Harry tendría en la cara aunque no pudiera vérsela. Hasta podía adivinar lo que iba a decir a continuación con su voz tranquila y divertida, como imitando la de esos adultos que es mejor no encontrarse nunca por la calle.
—Ten cuidado con esos escalones —dijo Harry—, no te vayas a caer.
Justo, eso mismo.
No siempre había sido así.
Harry era el Rubito de Oro, el mimado de los profesores curso tras curso en el colegio. El primero en levantar la mano, el jugador más rápido en el campo de fútbol, pero aparte de eso, era un niño más en la clase de Conor. No habían llegado a ser lo que se dice amigos (Harry en realidad no tenía amigos, solo seguidores; Anton y Sully se limitaban a estar siempre detrás de él y a reírle todas las gracias), pero tampoco habían sido enemigos. Si le hubieran dicho que Harry sabía cómo se llamaba no se lo habría creído.
Pero en el último año algo había cambiado. Harry empezó a fijarse en Conor, lo buscaba con la mirada, lo observaba con divertida indiferencia.
Este cambio no se produjo cuando empezó todo con la madre de Conor. No, llegó más tarde, cuando empezó a tener la pesadilla, la pesadilla de verdad, no el tonto del árbol, la pesadilla de los gritos y la caída, la pesadilla que nunca le contaría a ningún bicho viviente. Cuando Conor empezó a tener esa pesadilla, Harry se fijó en él, como si le hubieran puesto una señal secreta que solo él pudiera ver.
Una señal que atraía a Harry igual que un imán atrae el hierro.
El primer día del nuevo curso, Harry le puso la zancadilla en el patio del colegio, y él se cayó al suelo.
Así había empezado.
Y así había seguido.
Conor continuó dándoles la espalda mientras Anton y Sully se reían. Se pasó la lengua por dentro del labio para ver si el corte era muy profundo. Nada serio. Saldría vivo de esa si conseguía llegar a su clase sin que pasara nada más.
Pero entonces pasó algo más.
—¡Dejadlo en paz! —oyó Conor, y se estremeció al oírlo.
Se dio la vuelta y vio la cara enfurecida de Lily Andrews a escasos centímetros de la de Harry, lo que solo consiguió que Anton y Sully se rieran todavía más fuerte.
—Tu caniche ha venido a salvarte —dijo Anton.
—Solo intento que sea una lucha justa —dijo Lily enfurruñada; por mucho que se recogiera el pelo, los rizos le quedaban tan tiesos como los de un caniche.
—Estás sangrando, O’Malley —dijo Harry tranquilamente, sin hacer caso de Lily.
Conor se llevó la mano a la boca demasiado tarde para retener un poco de sangre que le salía por las comisuras.
—¡Su madre la calva tendrá que darle un besito ahí para que se le cure! —dijo Sully con un cacareo.
A Conor se le contrajo el estómago como si tuviera dentro una bola de fuego, un sol en miniatura que le quemara las entrañas, pero antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Lily se le adelantó. Con un grito de indignación empujó contra el seto a un sorprendido Sully, que perdió el equilibrio y cayó al suelo.
—¡Lillian Andrews! —La voz fatídica venía del patio.
Se quedaron quietos. Hasta Sully, que intentaba levantarse. La señorita Kwan, su tutora, se acercaba hecha un basilisco, con el ceño más fruncido y temible que le habían visto nunca grabado como una cicatriz en la cara.
—Han empezado ellos, seño —dijo Lily ya a la defensiva.
—No me cuentes historias —repuso la señorita Kwan—. ¿Estás bien, Sullivan?
Sully le echó una mirada a Lily, luego puso cara de dolor.
—No sé, seño. A lo mejor tengo que irme a casa.
—No te pases de listo —dijo la señorita Kwan—. Lillian, a mi despacho ahora mismo.
—Pero, señorita, se estaban…
—Ahora mismo, Lillian.
—¡Se estaban riendo de la madre de Conor!
Se quedaron todos petrificados; el sol ardiente que Conor tenía en el estómago subió de temperatura, a punto de devorarlo vivo (y le vino a la mente un recuerdo repentino de la pesadilla, del rugido del viento, de la oscuridad que ardía). Se lo quitó de la cabeza.
—¿Es verdad eso, Conor? —preguntó la señorita Kwan con una cara tan seria como un sermón.
La sangre que Conor tenía en la lengua le daba arcadas. Miró a Harry y a sus compinches. Anton y Sully parecían preocupados, pero Harry lo miraba sereno, sin inmutarse, como si sintiera verdadera curiosidad por oír lo que Conor iba a decir.
—No, señorita, no es verdad —dijo Conor tragándose la sangre—. Me caí. Ellos estaban ayudándome a levantarme.
A Lily le cambió la cara en el acto, llena de sorpresa y dolor. Se le quedó la boca abierta, pero no emitió ningún sonido.
—Todos a vuestras clases —dijo la señorita Kwan—. Todos menos tú, Lillian.
Lily seguía mirando a Conor mientras la señorita Kwan se la llevaba del brazo, pero Conor apartó la mirada.
Y se topó con la de Harry, que le tendía la mochila.
—Bien hecho —dijo Harry.
Conor agarró la mochila con un gesto brusco y entró en clase.