El desayuno

—¿Mamá? —dijo Conor entrando en la cocina.

Sabía que no estaría allí, no se oía el agua hirviendo en la tetera, y eso era lo primero que hacía su madre, pero últimamente Conor la llamaba cuando entraba en cualquier habitación de la casa. Tal vez se había quedado dormida en algún sitio sin pretenderlo, y él no quería asustarla.

Pero su madre no estaba en la cocina. Posiblemente seguía en la cama. Lo que implicaba que Conor tendría que prepararse el desayuno, algo a lo que se había acostumbrado últimamente. Bien. Mejor que bien, de hecho, sobre todo esa mañana.

Abrió el cubo de la basura y metió bien la bolsa de plástico que llevaba y la cubrió con más basura.

—Ya está —dijo hablando con nadie, y respiró hondo unos instantes. Luego asintió con la cabeza y dijo—: El desayuno.

El pan en la tostadora, los cereales en un bol, el zumo en un vaso, y ya sentado a la pequeña mesa de la cocina. Su madre se compraba el pan y los cereales en un herbolario del centro, y Conor, afortunadamente, no tenía que compartirlos con ella. Eran de un sabor tan triste como el aspecto que tenían.

Miró el reloj. Quedaban veinticinco minutos. Ya llevaba puesto el uniforme del colegio, la mochila con todo lo necesario para el día lo esperaba junto a la puerta. Se lo había preparado todo él solo.

Se había sentado de espaldas a la ventana de la cocina, la que estaba encima del fregadero, con vistas al pequeño jardín de la parte de atrás de la casa, a las vías del tren y, más arriba, a la iglesia con su cementerio.

Y su tejo.

Conor tomó otra cucharada de cereales. El sonido que hacía al masticar era lo único que se oía en la casa.

Había sido un sueño. ¿Qué otra cosa podía haber sido?

Esa mañana al abrir los ojos, lo primero que hizo fue mirar la ventana. Todavía seguía allí, por supuesto, sin daño alguno, sin ningún boquete. Pues claro que seguía allí. Solo un bebé pensaría que había sucedido de verdad. Solo un bebé creería que un árbol, ¡en serio, un árbol!, había bajado andando desde la colina y había atacado la casa.

Después de un poco, por lo absurdo que era, se había levantado de la cama.

Y había sentido un crujido bajo los pies.

Todo el suelo de su habitación estaba cubierto de hojas de tejo, cortas y picudas.

Se llevó a la boca otra cucharada de cereales sin mirar bajo ningún concepto el cubo de la basura, donde había metido la bolsa de plástico llena de hojas que había barrido esa mañana nada más levantarse.

Había sido una noche ventosa. Estaba claro que se habían metido con el viento por la ventana abierta.

Estaba claro.

Se acabó los cereales y las tostadas, se bebió lo que quedaba del zumo, luego enjuagó los platos y los metió en el lavavajillas. Todavía le quedaban veinte minutos. Decidió sacar la basura, así corría menos riesgos, y llevó la bolsa al contenedor con ruedas que había frente a la casa. Como le pillaba de paso, recogió lo que había para reciclar y lo sacó también. Luego puso una lavadora con las sábanas que había tendido en la cuerda cuando volvió del colegio.

Entró otra vez en la cocina y miró el reloj.

Todavía quedaban diez minutos.

Seguía sin haber señales de…

—¿Conor? —oyó que decían en el piso de arriba.

Soltó todo el aire que, sin darse cuenta, había retenido en los pulmones.

—¿Ya has desayunado? —le preguntó su madre, apoyada contra el quicio de la puerta de la cocina.

—Sí, mamá —dijo Conor, mochila en mano.

—¿De verdad?

—Que sí, mamá.

Ella lo miró no muy convencida. Conor entornó los ojos.

—Tostadas y cereales y zumo —dijo—. He metido los platos en el lavavajillas.

—Y has sacado la basura —dijo su madre en voz baja al ver lo ordenada que había dejado la cocina.

—También he puesto una lavadora —dijo Conor.

—Eres un buen chico —dijo ella y, aunque le sonreía, había tristeza en su voz—. Siento no haberme levantado.

—No pasa nada.

—Es que este nuevo ciclo de…

—No pasa nada —dijo Conor.

Su madre se quedó callada, pero le seguía sonriendo. Todavía no se había atado el pañuelo, y el cráneo pelado parecía demasiado blando, demasiado frágil con la luz de la mañana, como el de un bebé. A Conor le dolía el estómago solo de verlo.

—¿Fuiste tú el que hizo ruido anoche? —preguntó su madre.

Conor se quedó helado.

—¿Cuándo?

—Tuvo que ser poco después de medianoche —dijo ella, arrastrando los pies al ir a encender la tetera—. Pensé que estaba soñando pero juraría que oí tu voz.

—Seguramente hablaba en sueños.

—Seguramente —dijo su madre con un bostezo. Tomó una taza de la repisa que había al lado de la nevera—. Se me olvidó decirte que tu abuela viene mañana —añadió susurrando.

—Jo, mamá. —Conor hundió los hombros.

—Ya lo sé, pero así no tendrás que hacerte el desayuno cada mañana.

—¿Cada mañana? ¿Cuánto tiempo se va a quedar?

—Conor…

—No la necesitamos…

—Sabes cómo me pongo con el tratamiento.

—Hasta ahora estábamos bien…

—¡Conor! —zanjó su madre, con un tono tan duro que los dos se sorprendieron. Tras un largo silencio, ella volvió a sonreír; parecía muy, muy cansada—. Intentaré que sea el menor tiempo posible, ¿vale? Sé que no te gusta dejarle tu cuarto, y lo siento. No le habría pedido que viniera si no hiciera falta, ¿de acuerdo?

Conor tendría que dormir en el sofá. Sin embargo, ese no era el problema. No le gustaba cómo le hablaba su abuela, igual que si fuera un empleado suyo que estuviera a prueba. Una prueba que por supuesto no superaría. Además, su madre y él siempre se las habían apañado los dos solos: por muy mal que se sintiera su madre con el tratamiento, era el precio que pagaba para ponerse buena…

—Solo serán un par de noches —dijo su madre, como si le hubiera leído el pensamiento—. No te preocupes, ¿vale?

Conor pellizcó la cremallera de la mochila e intentó pensar en otras cosas. Y entonces se acordó de la bolsa llena de hojas que había metido en el cubo de la basura. Quizá que su abuela ocupara su cuarto no era lo peor que podía pasar.

—Esa es la sonrisa que a mí me gusta —dijo su madre; cogió la tetera cuando el agua estuvo caliente y dijo con una mueca fingida de horror—: Me va a traer sus pelucas viejas, ¿te lo puedes creer? —Se pasó la otra mano por la cabeza pelada—. Voy a parecer el zombi de Margaret Thatcher.

—Se me hace tarde —dijo Conor mirando el reloj.

—Vale, cariño —dijo ella, y fue tambaleándose hasta donde él estaba para besarlo en la frente—. Eres muy bueno —dijo de nuevo—. Ojalá no tuvieras que ser tan bueno.

Cuando Conor se disponía a salir, vio que su madre se llevaba la taza de té hacia la ventana de la cocina que quedaba encima del fregadero y, al abrir la puerta de la calle, oyó que decía «Ahí está ese viejo tejo», como si estuviera hablando sola.