CAPÍTULO 29
Greta se aclaró la garganta y aprovechó aquel instante de absoluto silencio para tratar de tranquilizarse. No podía cometer el más mínimo error porque sabía que su vida estaba en juego. Estaba junto a una mujer peligrosa para la que, en ese momento, era su víctima perfecta: un alma atormentada por el pecado que buscaba la redención.
—¿Quién más ha pagado por sus pecados, Britta?
—Si el diablo se mete en tu cuerpo y te obliga a hacer cosas impuras, alguien debe intervenir.
—Dime, ¿el diablo también se metió en el cuerpo de Annete y la obligó a pecar?
La mujer asintió ligeramente con la cabeza.
—Annete era una pecadora; vendía su cuerpo por unos míseros billetes.
Los ojos de Britta estaban mirándola fijamente, pero Greta se dio cuenta de que no era a ella a quien veía.
—Alguien tenía que redimir su alma, ¿no es así?
—El pecado debe ser extirpado de raíz para lograr la verdadera salvación. La única salida es el arrepentimiento. Ella no quería arrepentirse por sus acciones inmorales. —Una sonrisa maléfica se dibujó en sus labios—. Yo fui quien la liberó de su alma impura.
—¿Matándola?
—La muerte es la mayor de las liberaciones. —Llevó su mano al bolsillo del abrigo y, entonces, sacó un arma.
A Greta se le heló la sangre.
—Si pecas, debes pagar por tus errores. —Levantó el brazo y le apuntó.
El corazón de la muchacha comenzó a latir más ligeramente. Respiró varias veces para aplacarlo. Perder la calma en ese momento sería firmar su sentencia de muerte.
—Stina… no lo hagas.
Imprevistamente, la mujer bajó el arma al escuchar su verdadero nombre.
—Lo sabes.
Greta asintió.
—Sé también lo de tu hermana y del calvario que le hizo vivir tu madre. Elena no merecía ser tratada así.
—¿Qué sabes tú? —le reclamó empuñando nuevamente la pistola hacia ella—. Elena era una perdida, y mamá solo la castigó por sus pecados.
—Tu hermana era solo una niña que estaba empezando a vivir.
—Estaba comenzando a transitar por el camino de la impureza. Mi madre solo quería encauzar su alma. —Britta fijó los ojos en un punto imaginario, y Greta se dio cuenta de que su mente estaba muy lejos de allí, en tiempo y en espacio—. Los castigos que le infligía eran solo para sacar al demonio de su cuerpo.
—Elena murió a manos de su propia madre de una manera atroz. ¿Cómo puedes justificar semejante crueldad? —la increpó tratando de traerla de nuevo al presente.
—Mientes cuando dices que sabes lo que sucedió. —Acarició peligrosamente el gatillo de la pistola—. No fue mi madre quien acabó con la vida de Elena: fui yo.
—¿Tú la asesinaste?
Britta sacudió la cabeza.
—¡No la asesiné! Lo único que hice fue ponerle fin a su tormento. Una noche bajé al sótano mientras todos dormían. Mi madre nos encerraba en la habitación a mi hermana pequeña y a mí: no quería que estuviéramos cerca de Elena porque temía que siguiéramos su ejemplo y nos convirtiéramos en una puta como ella. La noche en que murió, logré escapar por la ventana y entré de regreso a la casa por la puerta de la cocina que siempre estaba sin llave. Fui hasta el salón y tomé uno de los cojines. Luego bajé hasta el sótano. Encontré a mi hermana durmiendo en un colchón lleno de chinches; yacía sobre su propia orina. El olor allí abajo era espantoso. Todo en ese lugar lo era. —Hizo una pausa antes de continuar con el relato—. Me acerqué lentamente y me arrodillé a su lado. Su cabello parecía un nido de pájaros. Tenía la piel pegada a los huesos. La contemplé durante un instante hasta que ella se volteó y me vio. —Comenzó a llorar—. Lo que vi en sus ojos no lo había visto nunca antes: estaban vacíos y oscuros. Supe que aún existía en ella la sombra del mal. Le pregunté si se arrepentía de sus pecados, pero no me respondió. Entonces, tomé el cojín con mis manos y lo acerqué a su rostro. Elena cerró los ojos y comprendió que, por fin, iba a ser redimida. Ni siquiera pataleó o luchó: simplemente se entregó a su destino.
Greta escuchó horrorizada el relato. En su mente, la mujer se veía a sí misma como una redentora de almas. Creía vencer al pecado dándoles muerte a sus víctimas. Primero, su hermana; después, Annete Nyborg.
—Dejaste que todo el mundo creyera que tu madre había provocado la muerte de Elena.
—Ella fue culpada y condenada. Nadie puso en duda que mi hermana había muerto por su causa.
—¿Fue eso lo que descubrió Camilla, verdad?
—Camilla murió por entrometerse donde no debía. Estuvo en Rättvik y habló con mi hermana Kathrine. Hurgó en el pasado. Consiguió una fotografía mía de cuando era niña. No podía permitir que se acercara a la verdad. Luego me enteré de que había ido a visitar a mi madre. —Hizo una pausa—. Creí que el hecho de que mi madre no pudiese hablar jugaría a mi favor. —Apretó los labios, en un gesto de rabia: ya no había lágrima alguna en sus ojos—. Pero una de las enfermeras de la cárcel me dijo que se alteró mucho después de recibir la visita de una reportera. Camilla le había mostrado la fotografía de la respetada y querida esposa del reverendo Erikssen. La muy zorra había descubierto quién era yo en realidad. No podía dejar que hablara.
—Por eso la mataste: para silenciarla. —Greta se movió un poco hacia la izquierda, aprovechando un momento de distracción de Britta. Desde donde estaba alcanzaba a ver su teléfono móvil tirado debajo de uno de los bancos; esperaba que estuviera grabando la confesión de Britta.
* * *
—¡Maldición, Mikael, debería estrangularte con mis propias manos! —Karl se levantó de la silla de un salto, después de escuchar el relato sobre el descabellado y arriesgado plan de su hija.
—Puedes hacerlo después, Karl. Ahora lo único que importa es poner a salvo a Greta. Britta se la llevó a la iglesia. Yo estoy a pie ya que dejé mi coche en la comisaría. Me voy a acercar para ver qué sucede. Envía refuerzos lo antes posible.
—Salimos para allá de inmediato.
Metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta y echó a andar. Cuando divisó el auto del reverendo Erikssen doblar en la esquina, apresuró la marcha, pero las dos calles que separaban la librería de la iglesia le parecieron más largas que nunca. Trató de atraer su atención. Sin embargo, el hombre ni siquiera lo vio. Mikael echó una maldición al aire, cuando el reverendo entró a la iglesia.
* * *
Britta hizo dos pasos hacia delante y colocó el arma muy cerca del pecho de la muchacha.
—Buscaste mi ayuda, y voy a liberarte de tu pena —le dijo sonriéndole con conmiseración—. Pero primero debes arrepentirte de tus pecados.
Greta agachó la cabeza para observar cómo su pecho subía y bajaba al ritmo de su agitada respiración y rozaba la punta de la pistola.
—No tengo nada de qué arrepentirme —la desafió a sabiendas de que al hacerlo ponía en riesgo su vida—. Todo fue una mentira que urdí para conseguir que confesaras tus crímenes.
—Eso no es verdad y lo sabes. Te has estado revolcando con ese policía como si fueras una puta, igual que Annete, igual que Elena.
Britta levantó la pistola y puso el cañón en el cuello de Greta que tiró la cabeza hacia atrás. Al hacerlo, vio al reverendo Erikssen oculto a un costado del púlpito. Él le hizo señas de que se tranquilizara y comenzó a avanzar hacia donde estaban ellas.
—Stina, baja el arma —le pidió mencionando su verdadero nombre para distraerla.
—¡Arrepiéntete de tus pecados, Jezabel! —le gritó.
—¡Britta, no lo hagas!
El reverendo Erikssen se abalanzó sobre su esposa. Ambos comenzaron a forcejear. Greta logró apartarse: le temblaban tanto las piernas que perdió el equilibrio. Cuando intentó ponerse de pie, el estruendo del disparo la empujó hacia atrás. Un segundo después, el reverendo Erikssen cayó al piso con una herida de bala en el abdomen.
* * *
Karl se precipitó fuera del automóvil cuando escuchó la detonación. En esa milésima de segundo, el corazón se le detuvo. Les hizo señas a sus hombres para que rodearan la iglesia. Avanzó hacia el edificio. Mikael le salió al paso.
—Déjame que entre —le pidió mientras se aseguraba de que su arma estuviera cargada.
—Ya has metido demasiado la pata, no voy a permitir ahora que cometas un error que le cueste la vida a mi hija —lo increpó.
—Por favor, no hay tiempo para discutir. Entraré y veré cómo está la situación. No arriesgaré la vida de tu hija. En todo caso, pondré en riesgo la mía para sacar a Greta de allí sana y salva.
Karl vio en los ojos de Mikael la misma angustia que lo embargaba a él.
—No hagas nada que arriesgue su vida —le ordenó.
El teniente asintió con un leve movimiento de cabeza. Se acercó al pórtico de la iglesia. Entró y, de inmediato, se pegó al muro para evitar que alguien lo viera. Le quitó el seguro al arma. La sostuvo con fuerza en su mano derecha.
Lo primero que advirtieron sus ojos fue el cuerpo ensangrentado del reverendo Erikssen frente al altar. Cuando se asomó un poco más, vio a Greta de cuclillas en el suelo, a unos pocos metros del religioso; frente a ella, Britta sostenía una pistola que le apuntaba directamente a la cabeza.
El corazón le dio un vuelco en el pecho. Debía moverse con cautela. Avanzó sigilosamente a través del pasillo. Cuando notó que Greta lo había visto, se detuvo de repente. Se llevó una mano a la boca y le hizo señas para que hablara para distraer a Britta.
—Stina, debemos llamar a una ambulancia. ¡Tu esposo aún está vivo! —clamó. Buscó acercarse al reverendo para comprobar su estado.
—¡No vas a engañarme, puta! ¡Una mujerzuela como tú no sabe lo que es la caridad cristiana!
—¡Por favor, Stina! ¡Tú sí eres un alma caritativa! ¡No puedes dejarlo morir! —le rogó Greta mientras observaba de soslayo a Mikael, que cada vez estaba más cerca.
—¡No me llames así! Mi nombre es Britta. Stina quedó enterrada en el pasado para siempre —le gritó al borde del colapso.
Miró a su esposo, que seguía sangrando en el suelo, con una sonrisa malévola. Parecía que iba a dispararle nuevamente. Fue precisamente en ese momento de distracción, cuando Mikael aprovechó para sorprenderla por detrás y desarmarla. Arrojó la pistola lejos de su alcance e inmovilizó a Stina poniéndole los brazos en la espalda. Luego miró a Greta, que continuaba petrificada en su sitio.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ella, entonces, alzó sus ojos azules hacia él que creyó que el corazón le estallaría de un momento a otro. Un tropel de policías irrumpió en la iglesia, seguidos por un equipo de paramédicos. Mikael le pidió a uno de los hombres que se hiciera cargo de Britta. Se acercó por fin a Greta, la tomó por la barbilla y la miró. Le temblaban los labios. No se dijeron absolutamente nada; no hizo falta. Él la estrechó con fuerza entre sus brazos, y ella se echó a llorar en su hombro.
—¡Hija! —Karl corrió desesperado por el pasillo, esquivando a los oficiales que custodiaban a Stina Reveneu y a los paramédicos que auxiliaban al reverendo Erikssen.
Ella se apartó de Mikael cuando escuchó que su padre gritaba su nombre.
—¡Papá! —Se arrojó a sus brazos y se quedó allí durante un buen rato, mientras todo a su alrededor, poco a poco, volvía a la normalidad.
El teniente Stevic se acercó a Stina y vio complacido que la mujer ya estaba debidamente esposada.
—Vas a pagar por todos tus crímenes.
Ella alzó la cabeza y le lanzó un escupitajo.
—¡Tú eres tan pecador como la puta Lindberg!
Se limpió la cara.
—Llévensela —les ordenó a los dos policías que la custodiaban. Luego, se interesó por el estado del reverendo Erikssen.
—Ha perdido mucha sangre, pero la herida no es mortal. Se recuperará —le dijo uno de los paramédicos.
—Mejor así.
Echó un vistazo a Greta y a Karl. Se habían sentado en uno de los bancos y aprovechó para acercarse a ellos.
—Mandaré a allanar la casa del religioso para ver si hallamos la laptop de Camilla —le anunció a su jefe—. Sería una prueba contundente en contra de Stina.
Karl asintió. Tenía la mano de su hija entre las suyas.
—Yo logré hablar con el sujeto que falsificó la identificación de Linda Malmgren. Está dispuesto a declarar en su contra a cambio de que se revea su situación procesal.
—Con estos cargos, la señora Erikssen pasará el resto de su vida en prisión —adujo Mikael sin apartar los ojos de la muchacha.
Ella también lo miró. Se secó las lágrimas con el pañuelo de su padre.
—Britta…, Stina me confesó que fue ella quien mató a Elena.
Ya más tranquila, les relató los escabrosos detalles que habían conducido a la muerte de Elena Reveneu.
—No debiste arriesgarte de esta manera al venir hasta aquí con ella —la reprendió Karl. Luego miró al teniente con el ceño fruncido y dijo—: lo tuyo es mucho más grave. Te pedí que te mantuvieras lejos de mi hija, y lo único que has hecho es desobedecerme para solapar todas sus locuras.
—Papá —lo interrumpió al ver que estaba poniendo en un aprieto a Mikael con su sermón—, lo importante aquí es que logramos resolver el caso y aprehender a Stina. No lo regañes, porque él no tiene la culpa de nada. En todo caso, cúlpame a mí.
Karl la miró: el enojo no le duraba demasiado cuando se trataba de su hija. No pudo evitar sonreír. Una vez más, ella había logrado salirse con la suya.
El teniente Stevic los dejó a solas y abandonó la iglesia. Miró el cielo encapotado, unas cuantas nubes oscuras presagiaban mal tiempo. Inspiró profundamente hasta que el aire helado llenó sus pulmones. Ahora ya podía respirar tranquilo. Greta estaba a salvo y el caso se había resuelto, por fin. Buscó la caja de cigarrillos. No fumaba a menudo, pero la ocasión lo ameritaba. Entonces, vio el teléfono móvil y descubrió que tenía cinco llamadas perdidas de su esposa y algunos correos de voz. Escuchó el último.
La voz de Pia en medio del llanto, lo alarmó.
«Mik, ¿dónde estás? Te necesito. Algo no está bien con el bebé. ¡Creo que voy a perderlo!».
Mikael arrojó el cigarrillo al suelo y corrió desesperado para buscar su auto.
* * *
Pernilla se levantó de un salto y arrojó su tejido de punto encima del sofá cuando escuchó frenar un vehículo frente a su propiedad. Caminó toda presurosa hacia la ventana para correr discretamente las cortinas. Se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz; observó con atención la llegada de su vecino. Karl se bajó del coche, avanzó un par de metros; de pronto, giró y la saludó secamente con un ligero movimiento de cabeza.
La mujer no tuvo más remedio que devolverle el saludo al quedar en evidencia frente a él.
—¿Qué es lo que ves allá afuera? —le preguntó Oscar que entraba en la sala.
Ella volvió a colocar la cortina en su sitio y miró a su esposo con mala cara.
—Era Karl Lindberg, acaba de llegar —le informó mientras se sentaba en el sofá para continuar con su labor de punto.
—Debe de haber pasado un mal momento con lo de su hija. —Él tomó el periódico y se sentó junto a ella.
—¿Mal momento? —inquirió—. ¡Esa loca estuvo a punto de matar a su hija y, como si fuera poco, hirió al pobre del reverendo Erikssen!
Él apenas le prestó atención al comentario. Si bien su esposa estaba en lo correcto, solía exagerar siempre todo.
—Por fortuna, todo acabó bien —dijo simplemente él, antes de volver a enfrascarse en la lectura del periódico que siempre dejaba para última hora del día, ya que, si había algo importante que saber, su esposa se encargaba de ponerlo al tanto con las novedades.
—No se lo debemos precisamente a la policía. Si fuera por ellos, la mujer aún estaría ayudando a su esposo en misa los domingos —afirmó un tanto indignada.
Se había enterado de lo sucedido con todos los pelos y señales debido a que su amiga Agnetta, la esposa del pescadero, se lo había contado apenas un par de horas después de que había visto a Britta salir de la iglesia esposada y escoltada por dos agentes.
—Eso no es tan así, Pernilla. Fue, precisamente, por la oportuna aparición de la policía que todo ese desagradable asunto no acabó en tragedia —objetó el hombre.
—Podrás decir lo que quieras, pero no podrás negar que el caso se resolvió gracias a Greta.
Él asintió, debía reconocer que su mujer tenía razón. Había sido la hija del inspector Lindberg quien había descubierto la verdadera identidad de Britta Erikssen. Como si eso no hubiera sido suficiente, también se había atrevido a enfrentar a la mujer para conseguir una confesión de sus asesinatos.
—Siempre supe que esa muchacha tenía un don —dijo la señora Apelgren con una sonrisa en los labios—. Es una pena que pierda su tiempo metida todo el día en esa librería cuando es evidente que está para algo más grande.
—Le gustará lo que hace…
—Supongo que heredó de su mamá la pasión por los libros y la literatura. —Pernilla dejó la labor dentro de la canasta, se puso de pie, caminó hacia la biblioteca y tomó uno de los libros—. Sue Ellen me lo regaló unos meses antes de morir —dijo, embargada por la nostalgia, mientras sostenía en sus manos el último libro de poemas que la madre de Greta había publicado—. Es una pena que la muchacha no haya heredado también el interés por la escritura. Con todo lo que ocurrió, tendría material de sobra para escribir un buen libro. ¿Te imaginas? Dos asesinatos, una impostora y un horrendo crimen que se remonta a treinta años atrás.
Oscar apartó la vista del periódico y miró a su esposa. De inmediato, percibió su entusiasmo por aquella macabra historia.
—¿Por qué no escribes tú el libro? —sugirió en son de broma—. Apuesto a que conoces todos los detalles del caso como para escribir una novela de misterio.
Pernilla dejó el poemario en el estante y se quedó pensativa durante unos cuantos segundos. Luego se volteó y, mirando a su esposo, dijo:
—¿Sabes, querido? No es una mala idea.
Oscar se hundió en el sillón. Levantó el periódico hasta cubrirse por completo el rostro. La próxima vez, lo pensaría dos veces antes de hacerle una sugerencia a su esposa.
* * *
Unos días después.
Greta abrió un poco el cuello del abrigo y dejó escapar un suspiro. Se hallaba en el cementerio frente a la tumba de Camilla Lindman. Observó la fotografía en donde la reportera sonreía feliz. Se agachó para dejar unas flores. Rezó una oración en su memoria. Se incorporó cuando escuchó los pasos de alguien que se acercaba. No necesitó voltearse para saber quién era.
—Lasse me dijo que te encontraría aquí. —Mikael se paró junto a ella y metió sus manos en los bolsillos del saco.
—Necesitaba venir a verlas —le dijo mirándolo a los ojos.
—Tanto Camilla como Annete pueden descansar en paz ahora.
Ella asintió.
—Me dijo papá que, en un mes, comienza el juicio.
—Así es. Hemos logrado probar fehacientemente que Stina asesinó a Camilla Lindman. Encontramos su laptop escondida en su casa. La policía de Rättvik decidió reabrir el caso de Elena y, gracias a tu testimonio, el del reverendo Erikssen y la grabación que quedó registrada en mi móvil podrán presentar cargos en su contra. Esa mujer pasará mucho tiempo en prisión, te lo puedo asegurar.
—Me alegra poder decir que todo terminó por fin —dijo con una sonrisa—. ¿Sabes quién vino a verme ayer? Selma. Me contó que decidió darle una oportunidad a su esposo. Espero que puedan ser felices. No será fácil después de todo lo que pasaron, pero, si hay amor, todo se puede resolver.
Él guardó silencio y se quedó mirando la nada durante unos cuantos segundos. Greta supo de inmediato que algo lo preocupaba, había tristeza en sus ojos.
—¿Qué sucede?
—Es Pia. Estaba embarazada y perdió al bebé.
Greta puso una mano sobre su hombro.
—Lo siento mucho, de verdad.
Mikael se dio cuenta de que la noticia del embarazo no la había sorprendido.
—Lo sabías…
—Sí.
—¿Cómo?
Le contó de la visita de Pia a la librería, y, ahora, el sorprendido fue Mikael.
—Tengo que reconocer que es un encanto de mujer —dijo Greta de repente.
—Ni siquiera sé por qué sigue conmigo. No estuve a su lado cuando más me necesitaba —se reprochó a sí mismo.
—No te culpes; fue solo una fatalidad. Ella es joven y puede volver a quedar embarazada —le dijo para animarlo.
Él respiró profundamente.
—No sé si es eso lo que quiero realmente —le confesó—. No creo que pueda ser un buen padre algún día.
Greta comprendía sus dudas y sus miedos. Ella se sentiría del mismo modo ante la posible llegada de un hijo.
—No hay un manual que te enseñe cómo ser padre, ¡creo que mi papá se quedó en la primera página conmigo! —bromeó.
—¡Eres increíble, Greta Lindberg!
Ella le sonrió.
—Lo sé, pero no se lo digas a nadie.
Él le ofreció su brazo, y ella se prendió de él. Abandonaron el cementerio bajo una ligera ventisca. Llegaron hasta el auto de Greta y, antes de que ella se metiera dentro, Mikael le preguntó:
—¿Te gustaría ir a tomar un café?
Ella lo pensó durante unos cuantos segundos, luego se volteó y lo miró.
—¿Lo dejamos para otra ocasión?
—Como quieras —respondió resignado.
Ella subió al coche, le sonrió a través de la ventanilla, agitó la mano para saludarlo y se marchó.
Mikael se quedó en la acera y no se movió de allí hasta que el Mini Cabrio desapareció.