CAPÍTULO 6
Mikael estiró las piernas encima del escritorio y abrió la carpeta que acababa de enviarle la policía de Söderhamn. El encargo que le había encomendado Karl ya estaba hecho. Había conseguido información sobre el tal Stefan Bringholm: a no ser por un par de infracciones de tránsito, el sujeto estaba limpio. Quizás el jefe había exagerado cuando le había pedido que investigara al ex de Greta. Consideró, entonces, la posibilidad de que Karl fuera de esos padres sobreprotectores que se preocupaban en demasía por sus hijas y por los pretendientes que las rodeaban. Cerró la carpeta; la dejó a mano para llevársela luego al inspector. Ingrid le avisó que la hermana de Annete Nyborg había llegado. Como el caso de su muerte se lo habían asignado a él, fue el encargado de recibirla.
Le informó que, una vez que firmara un par de documentos, podría disponer del cuerpo. Astrid se quedó mirándolo, y Mikael se sintió algo incómodo.
—Supongo que el caso se cerró.
—La autopsia demuestra que su hermana murió por una falla cardíaca.
La mujer se quedó meditabunda durante unos cuantos segundos.
—Nunca imaginé que estuviera tan enferma. Solía ser una muchacha sana y fuerte.
—Tengo entendido que estuvieron mucho tiempo sin verse —alegó el teniente y se aflojó el nudo de la corbata. Odiaba usarlas, pero Karl les había pedido tanto a los oficiales de rango como a los cadetes que vistieran con sus uniformes, porque esperaban la visita de unos inspectores del Ministerio de Seguridad que, como cada año, venían a meter las narices en sus asuntos.
—Sí, Annete se mudó a Mora hace dos años, y, desde entonces, no habíamos vuelto a vernos. Nos hablábamos por teléfono, nada más.
Mikael se dio cuenta de que la relación entre las hermanas Nyborg no era muy estrecha. La ciudad donde vivía Astrid estaba a menos de doscientos kilómetros de Mora. Le parecía extraño que no se hubieran visitado durante todo ese tiempo.
—¿Conoció a su novio? —preguntó.
—No, ni siquiera sabía que tuviera uno. Por eso, me quedé anonadada cuando me dijeron que estaba embarazada.
El teniente Stevic no insistió con su improvisado interrogatorio porque sabía que no iba a obtener mucha información de Astrid Nyborg. Despidió a la mujer; luego, regresó a su oficina. Buscó en el archivo el expediente de la muerte de Annete y lo leyó una vez más. No le quedaba más que cerrar el caso. Todo indicaba que se trataba de una muerte natural. El embarazo era solo un hecho fortuito; nada hacía sospechar que estaban ante la presencia de un crimen. Cerró la carpeta, la volvió a colocar en su sitio dentro del archivador. Caminó hacia la puerta y, cuando se asomó al pasillo, se acomodó la corbata lo mejor que pudo. El inspector Lindberg y dos hombres vestidos con trajes oscuros venían hacia él.
* * *
Esa noche, Greta invitó a Karl a cenar con ella, cuando pasó por su casa tras una dura jornada en la comisaría. Según le había contado, habían recibido la visita de dos inspectores. Cada vez que eso sucedía, él y sus compañeros sentían que debían superar una prueba de fuego. Ella notó el estrés en el semblante de su padre y no pudo evitar volver a preocuparse. Le preparó, con mucho esfuerzo, uno de sus platos preferidos. De inmediato, se dio cuenta de que, cuando su padre la halagó, solo estaba siendo condescendiente. La carne había salido pasada; y el puré de patatas, demasiado aguado. Aun así, él disfrutó de la cena como si fuera el más exquisito de los manjares.
Mientras comían, Greta no había podido dejar de pensar en las cartas que había encontrado en la habitación de Annete. ¿Qué diría su padre si le comentaba lo que había hecho? Lo más probable era que la reprendiese por haber metido sus narices donde no debía. De todos modos, tenía que comunicarle sus sospechas.
—Papá, esta tarde visité a la hermana de Annete y creo que encontré algo importante.
Dejó el tenedor sobre el plato y miró fijamente a su hija.
—¿A qué has ido a esa casa?
—Fui a ver si se le ofrecía algo; la pobre mujer acaba de sufrir la pérdida de su hermana: solo traté de ser amable con ella —se justificó.
Sabía que le estaba mintiendo; la conocía demasiado bien como para no adivinar el verdadero motivo que se escondía detrás de aquella visita.
—¿Y qué es eso tan importante que has encontrado? —preguntó fingiendo interés.
Greta se mojó los labios con un poco de vino antes de seguir hablando.
—Unas cartas que le escribió su amante. Las encontré en su habitación, ocultas en el secreter…
—¿Subiste a hurgar en su habitación?
Trató de ignorar el tono acusatorio y asintió con la cabeza.
—He oído ciertos rumores sobre Annete. Se dice que andaba con un hombre casado, quizás el padre del hijo que estaba esperando.
—¿Y qué hay con eso? La muchacha murió por una falla cardíaca; el patólogo lo confirmó. Además, no había señales de que alguien hubiera estado con ella esa noche o de que hubieran entrado por la fuerza.
—La puerta de la calle estaba sin llave.
—Pudo olvidarse de cerrarla —expuso Karl de acuerdo al informe que había leído—. El hecho de que saliera con un hombre casado no quiere decir que haya sido asesinada. Deja de elucubrar teorías sin fundamentos en esa cabecita tuya, hija.
—Papá, en una de las cartas, el amante claramente la amenazaba —insistió Greta, sin querer terminar con aquel asunto.
—¿La amenazó de muerte? —inquirió él alzando las cejas.
—No exactamente, sin embargo…
—Hija, mira, seguramente tuvieron una riña y se enfadó con ella, pero eso no significa que la haya asesinado. Supongo que tampoco sabes quién es el dichoso amante.
—No, las cartas eran anónimas. Al parecer, ella ya no quería verlo, y él no estaba dispuesto a perderla.
—Lees demasiadas novelas de misterio. —Acarició su mano por encima de la mesa—. Yo me remito a las pruebas que dicen que Annete murió por causas naturales. Nadie la asesinó, mucho menos un amante anónimo y despechado. El caso se cerró —concluyó Karl.
Ella no estaba de acuerdo; sus sospechas no eran infundadas, podía presentirlo. Y no estaba influenciada por ninguna novela de misterio. La muerte de Annete era real y estaba más que convencida de que alguien la había asesinado. Comprendió que no tenía caso seguir hablando con su padre sobre aquel tema: solo lograría que se burlase de ella y de su afición por las novelas de detectives. Jugaron una partida de ajedrez antes de que Karl se marchara a su casa; por enésima vez, él fue el vencedor. Greta apenas se había concentrado en el juego, solo podía pensar en la vendedora de artesanías y en su trágico final.
El lunes por la mañana, colocó un cartel en la puerta de la librería anunciando que abriría más tarde. El funeral estaba pautado para las nueve y no quería dejar de asistir. Revolvió en el armario durante varios minutos. No solía vestir de negro, por lo que no fue sencillo hallar algo adecuado para la ocasión. Por fortuna, aún conservaba unos viejos pantalones vaqueros que había comprado en una feria en Söderhamn. Completó su atuendo con un jersey de cuello alto en un tono menos oscuro y se colocó una chaqueta encima. Cuando miró su reloj, se dio cuenta de que, si no se daba prisa, no llegaría al inicio de la ceremonia. Abandonó el apartamento bajo una tenue nevada matutina en dirección al cementerio. Llegó puntualmente, a pesar de que el tráfico esa mañana estaba fatal. Saludó primero a Astrid y, luego, se reunió con las chicas del Club de Lectura que también habían asistido a darle el último adiós a Annete. Las que estaban casadas permanecían aparte, con sus respectivos esposos. Por lo tanto, Greta se quedó junto a Hanna y Mary, las dos solteras del grupo, además de ella. Camilla Lindman también se acercó, ya que su marido trabajaba fuera de la ciudad y no había podido acompañarla.
Greta se dedicó, sobre todo, a observar con atención a los concurrentes masculinos. Tenía la certeza de que entre ellos estaba el amante de Annete. Los contempló uno a uno. Era, sin embargo, como buscar una aguja en un pajar. Podía ser cualquiera: desde el muchacho pelirrojo que prefirió quedarse apartado de los demás hasta el esposo de alguna de las mujeres presentes. Se concentró en las integrantes del Club de Lectura. Descartó de inmediato al reverendo Erikssen, no lo imaginaba como un amante fogoso. Sus ojos luego se posaron en Lars Magnusson, marido de Mia y amigo de su padre. Conocía a Lars desde hacía mucho tiempo y no lo creía capaz de enredarse con una muchacha tan joven. Además, por la manera en que miraba a su mujer, era evidente que la adoraba. Luego se enfocó en el alcalde Malmgren, casado con Linda. Era un hombre de unos cuarenta años, vestía elegantemente y, a pesar de que tenía unos kilos de más, no dejaba de ser guapo. Podría ser él. ¿Cómo saberlo? Por último, se detuvo en el esposo de Selma. No recordaba su nombre, solo sabía que se dedicaba a restaurar y vender propiedades. Unas enormes gafas cubrían sus ojos y no le permitían ver bien su rostro. Greta calculó que tendría unos treinta y cinco años más o menos, llevaba el cabello oscuro peinado prolijamente hacia atrás y unas hebras plateadas se asomaban por sus sienes. Sostenía con fuerza la mano de su mujer, quien no parecía demasiado afectada por la muerte de Annete. Él, en cambio, no dejaba de observar el féretro. Se llevó una mano al mentón, y Greta distinguió una cinta de color rojo en su muñeca izquierda. De inmediato, recordó una de las frases de la primera carta que había encontrado en el secreter.
¿Nos veremos hoy? Si la respuesta es un sí, coloca una cinta roja en el escaparate de la tienda y sabré que tú también ansías estar entre mis brazos.
¿Acaso sería él el amante de Annete? No era descabellado pensarlo. Por el abrigo que llevaba, se podía percibir que tenía dinero. Tal vez, el suficiente como para cumplir los caprichos de una muchacha joven y coqueta. Además, el detalle de la cinta roja no dejaba de carcomerle el cerebro. ¿Era demasiada casualidad o, como decía su padre, estaba dejándose llevar por la devoción por las novelas de misterio? Observó a Selma, la mujer no mostraba emoción alguna. Si bien ninguna de las integrantes del Club de Lectura había establecido un lazo demasiado fuerte con la vendedora de artesanías, su muerte las había afectado a todas de una manera u otra. ¿Sus suposiciones serían acertadas? ¿Selma se habría enterado del romance que tenía su esposo con Annete?
El reverendo pronunció un sentido sermón. Ella trató de concentrarse en las palabras, pero, cuando desviaba su mirada hacia el esposo de Selma y lo veía tan afectado, se daba cuenta de que sus sospechas no eran erradas. Trató de pensar quién tendría un motivo realmente importante para asesinar a Annete y los únicos nombres que le venían a la mente eran el de Selma y su marido. Quizás, ella se había enterado de que la vendedora de artesanías estaba esperando un hijo de su esposo y no pudo soportarlo; o, tal vez, Annete quería dejar a su amante, que no se resignaba a perderla. Las dos posibilidades eran más que válidas; claro que no se trataba más que de presunciones. Y, con simples teorías, no se llegaba a ningún lado, mucho menos a convencer a la policía de que no cerrara el caso.
Cuando la ceremonia terminó, abandonó el cementerio en compañía de Hanna, quien de inmediato la invitó a dar un paseo. Hacía rato que había dejado de nevar. Aunque el frío calaba los huesos, una caminata no les vendría mal a ninguna de las dos. Dejaron sus autos estacionados fuera del cementerio, salieron rumbo al norte por Kittvägen. Greta le advirtió, de todos modos, que no podía quedarse mucho tiempo porque quería abrir la librería un rato esa mañana.
La fotógrafa se abrazó a su amiga y metió ambas manos dentro de los bolsillos de su gabardina.
—Fue una bonita ceremonia, ¿no crees?
Greta asintió.
—Pensé que iba a asistir más gente —comentó Hanna mientras se detenía para mirar un escaparate.
—Creo que fue mejor así, algo íntimo, solo para aquellos que eran más cercanos a Annete. Su novio no vino y me parece bastante extraño. La autopsia reveló que Annete estaba embarazada.
—¿Qué has dicho? ¿Embarazada?
—Así es.
—Pero es imposible que ese hijo sea de su exnovio —repuso Hanna quien parecía estar segura de lo que decía.
—¿Por qué lo dices?
—Annete rompió con él hace tiempo. Recuerdo que vinieron al estudio a tomarse una fotografía. Unos días después, ella vino a retirar la foto y me contó que su novio —se llamaba August si no me equivoco— se había largado y que no había sabido nada más de él.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó con interés.
—Hace unos cinco meses más o menos.
—¿Y el tal August nunca regresó?
—Que yo sepa, no.
—Entonces no era el padre del hijo que ella estaba esperando. Cuando murió, tenía tres meses de embarazo.
—No, no dan los tiempos. ¿Quién crees que era el padre entonces?
—Tengo mi teoría.
Hanna volvió a detenerse y miró a su amiga a los ojos.
—¡Cuéntamela ya!
* * *
Greta alzó la cabeza cuando la campanilla de la puerta comenzó a sonar. Cerró de golpe el libro que estaba hojeando y se acomodó el cabello. En ese momento, deseó tener un espejo cerca para revisar su aspecto.
Observó a Mikael Stevic, que avanzaba hacia el mostrador con su peculiar modo de andar.
—Hola —la saludó mientras se desenroscaba la bufanda del cuello.
—Hola —respondió con la voz queda. Estaba sorprendida por su visita. ¿A qué habría ido? Bueno, ella tenía una librería: lo más probable era que solo quisiera comprar algún libro—. ¿Qué te trae por aquí?
Él se dedicó a contemplar a la hija de su jefe durante unos cuantos segundos antes de responder.
—Es mi día libre, y me preguntaba si te gustaría tomar un café conmigo —le soltó despreocupadamente.
Tragó saliva, realmente no esperaba aquello.
—La verdad es que no puedo. —Miró el reloj—. Faltan dos horas aún para cerrar.
—Lo sé, yo me refería a salir después de que terminaras aquí —adujo al tiempo que se inclinaba sobre el mostrador.
Instintivamente, ella se echó hacia atrás; sonrió para tratar de ocultar su nerviosismo.
—No creo que pueda, tengo mucho trabajo atrasado. Ya sabes, libros que catalogar, otros que devolver. Además, todavía no he hecho el balance del mes pasado.
—¿Haces todo tú sola?
Asintió.
—Deberías conseguir a alguien que te ayude —sugirió Mikael con una sonrisa.
—Quisiera, pero, en este momento, no puedo.
—Comprendo. —Hizo una pausa y respiró profundamente—. Creo que deberé resignarme entonces a que no tomarás ese café conmigo.
—Lo siento, pero no. —Sabía que podría salir con él en cualquier otro momento. La verdad era que prefería no hacerlo. Las tareas pendientes en la librería le habían servido de excusa para negarse.
—Espero que tu padre no tenga nada que ver con tu decisión —dijo él de repente.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué dices eso?
Él carraspeó. Descubrió, tardíamente, que, tal vez, había metido la pata.
—Por nada en especial.
Greta no le creyó.
—Lo has dicho por algo y quiero saber por qué —le exigió.
Se pasó una mano nerviosamente por el pelo; ya había abierto su bocota, ahora no tenía caso quedarse callado.
—Tengo la sensación de que Karl te cuida demasiado, que es muy celoso de los hombres que puedan acercarse a ti.
Ella se cruzó de brazos.
—Es posible que lo sea, pero ¿en qué te basas tú para afirmar semejante cosa? —Estaba más que dispuesta a escuchar su explicación.
—Está bien. Te lo voy a decir, aunque sé que puedo recibir una reprimenda por parte de Karl. Él me pidió que investigara a tu exnovio, supongo que no lo sabías.
Greta negó con la cabeza. Por supuesto que no lo sabía, y podía apostar cualquier cosa a que su padre no pensaba decírselo nunca.
—Me dijo que el sujeto le daba mala espina. Creo que, en el fondo, solo quería asegurarse de que tú estuvieras bien —se apresuró a agregar como si estuviera tratando de justificar el accionar de su jefe.
Ella guardó silencio. No le sorprendía lo que su padre había hecho. Siempre había tenido la fuerte sospecha de que averiguaba los antecedentes de cada uno de los muchachos que habían salido con ella. ¿Debería enfadarse con él? En realidad, comprendió que no valía la pena; después de todo, solo se había preocupado por su bienestar. Por otro lado, hacía tiempo que Stefan había salido de su mente; en los más de dos meses que llevaba en Mora, apenas había pensado en él.
—Tienes razón, mi padre sigue creyendo que soy una niña, y solo por eso trato de no enfadarme cuando actúa de esta manera. Se niega a aceptar que crecí, que debo vivir mi vida y aprender de mis propias experiencias. —Sonrió y miró a Mikael a los ojos—. Lamento que te haya involucrado en todo este asunto.
—No te preocupes. Lo que sí te voy a pedir es que no le digas que te lo conté. No sé lo que sería capaz de hacerme si se entera —le dijo en son de broma.
—No se lo diré, puedes quedarte tranquilo.
—Gracias. Lamento que no podamos tomarnos ese café —dijo él bajando el tono de voz.
Ella no pudo evitar sentirse aturdida. Miró hacia la puerta, esperando en vano que alguien apareciera. ¿Dónde estaban los clientes cuando más los necesitaba?
—Será en otra ocasión —le respondió mientras trataba de concentrarse en la pantalla del sistema informático en el que había registrado los títulos que acababan de enviarle desde una importante editorial de Estocolmo. Era una lista que conocía casi de memoria, pero necesitaba enfocar su atención en algo que no fuera Mikael Stevic y su seductora sonrisa. Finalmente, al ver que era en vano conseguir una cita con ella, decidió marcharse, por lo que Greta dejó escapar un suspiro de alivio. Sabía, sin embargo, que debía prepararse para la próxima vez, porque estaba segura de que él volvería a insistir. Como casi toda mujer, se daba cuenta de cuándo un hombre se interesaba en ella y creyó percibir en los ojos de Mikael algo más que mero interés.
* * *
Se metió un par de mechones de cabello dentro del gorro de lana y se subió el cuello del abrigo. Se quedó dentro del auto durante unos cuantos segundos contemplando la propiedad de los Steinkjer, ubicada a tan solo unos metros del museo dedicado al pintor Anders Zorn. Recordaba que, cuando eran niñas, con Hanna solían ir hasta el parque en donde se erigía una estatua del artista para espiar a los chicos que se reunían allí por las tardes. Miró el reloj; el inicio de la reunión del Club de Lectura estaba pactado para las dos y media. Faltaban aún quince minutos, pero decidió que lo mejor sería presentarse en la casa de Selma cuanto antes. Habían establecido la semana anterior que se reunirían en la de Britta, pero Greta había hecho un cambio de planes casi a último momento. Llamó por teléfono a la enfermera y le preguntó si podían usar su casa, a lo que la enfermera accedió gustosa. Su intención era averiguar algo más del esposo de Selma, porque sentía que era la única manera de confirmar o refutar sus sospechas. Lo más probable era que Henrik Steinkjer no estuviera en casa, pero se las ingeniaría para tratar de saber un poco más de él. Observó a través del espejo retrovisor del Mini Cabrio y vio que Monika y Linda Malmgren se acercaban por el sendero que conducía a la casa. Descendió del coche y las alcanzó.
—Monika, ¿Hanna no viene? —preguntó después de saludar a ambas mujeres.
—No; tenía una sesión de fotos. De acuerdo a lo que entendí, una empresa muy importante de turismo de Estocolmo la contrató para fotografiar los paisajes de nuestra ciudad para un catálogo —le explicó.
Se alegró por su amiga; al parecer le estaba yendo muy bien en su profesión. Se lo merecía, ella más que nadie sabía del esfuerzo que había hecho para llegar a donde había llegado. El padre de Hanna, un metodista con fuertes convicciones religiosas, no había estado de acuerdo con que su hija se mudara de ciudad para estudiar una carrera, él quería una vida muy diferente para ella: la soñaba casada y con hijos, ocupándose del hogar como habían hecho su madre y su abuela. Había tenido que luchar mucho para convertirse en una mujer profesional e independiente y lo había logrado. A pesar de todo, Hanna había decidido regresar a Mora inmediatamente después de graduarse para ejercer su profesión en la ciudad que la había visto nacer. No hablaban mucho del tema, aunque Greta sabía que su padre seguía sin aprobar su elección.
—Será mejor que entremos —sugirió Linda mirando el cielo encapotado.
Las tres mujeres se dirigieron a través del sendero de ladrillos hacia la casa de los Steinkjer. Greta descubrió que alguien las estaba espiando desde una de las ventanas de la planta superior, pero no alcanzó a ver quién estaba detrás de las cortinas.
Selma las recibió con una sonrisa y, de inmediato, les ofreció una taza de chocolate caliente mientras esperaban a las demás mujeres. De vez en cuando, Greta miraba distraídamente hacia la puerta que daba a las escaleras con la esperanza de que el esposo de Selma apareciera, porque había supuesto que era él la persona que había estado espiando su llegada. Pero nadie apareció. Quienes sí arribaron fueron Britta y Mia. Faltaban aún Mary Johansson, Camilla Lindman, Ebba y sus hijas. La camarera llegó unos minutos más tarde, junto con Julia, la prima de Greta, que le avisó que su hermana y su madre no podían asistir, porque ambas estaban con un fuerte resfriado. Camilla llamó y le avisó que tampoco iría.
A las tres y diez, finalmente, comenzó la reunión. Hablaron sobre el personaje principal de la novela que estaban leyendo para intercambiar opiniones. Cuando le tocó el turno a Mary, se escuchó un portazo que provocó que la camarera se quedara callada.
—Es Henrik que ha salido por la puerta trasera —explicó Selma con cierto nerviosismo.
Greta instó a Mary a que continuara con el relato, pero ya no podía concentrarse en lo que estaba diciendo. El señor Steinkjer se había marchado, quizá fuera la ocasión justa para entrar en acción. Esperó a que Mary terminara de hablar y, antes de que Britta hiciera lo mismo, le pidió a Selma si podía usar el tocador. La enfermera le indicó dónde estaba. Abandonó la sala mientras las demás continuaban hablando sobre Kinsey Millhone, la protagonista del libro.
Selma le había dicho que el tocador estaba en la planta alta, pero no era hacia allí a donde ella quería ir. Miró por encima del hombro para cerciorarse de que nadie la viera y se desvió hacia la derecha, esperando que Henrik Steinkjer tuviera un despacho. Había tres puertas y, por fortuna, estaban sin llave. Abrió la primera de ellas. Una sonrisita de triunfo se le dibujó en el rostro: lo había hallado. Cerró la puerta suavemente y entró. Avanzó hacia el escritorio; sabía exactamente lo que estaba buscando. Tomó una carpeta y sacó una hoja escrita a mano. Era lo único que necesitaba. La observó con cuidado y comprobó que era la misma caligrafía. Ya no había dudas, había sido Henrik Steinkjer quien le había escrito las cartas a Annete. El amante apasionado e iracundo ya no era un misterio: ahora tenía nombre y apellido. Se guardó el papel dentro del bolsillo de los pantalones y dejó la carpeta como estaba.
Abandonó el despacho, esperó un tiempo prudencial en el pasillo y luego se dirigió a la sala.