CAPÍTULO 5
Cerca de las siete, finalmente, Greta logró convencer a Lasse de que se fuera a su casa. No había nada que él pudiera hacer ya por Annete. Después del hallazgo del cuerpo, Mikael había llamado a la comisaría, y, rápidamente, el lugar se había llenado de policías. Frederic Grahn había sido uno de los primeros en llegar, saludó a la muchacha con una tensa sonrisa y se dispuso a subir a la segunda planta para ocuparse del cadáver de la vendedora de artesanías. Ella no había querido irse, a pesar de la insistencia del teniente para que lo hiciera. Primero, se había quedado a consolar a su primo, quien parecía bastante afectado por la muerte de su jefa; después, cuando él se marchó a su casa en compañía de un oficial, se sentó en el sofá de la sala a esperar. Aún le parecía increíble que la muchacha estuviera muerta; había estado con ella en la última reunión del Club de Lectura y nada hacía presagiar que tan solo unos días más tarde acabaría muriendo en el piso de su habitación. Observó al teniente Stevic, quien estaba hablando con uno de los peritos; notó que él fruncía el ceño mientras escuchaba atentamente a su interlocutor. Luego, los ojos de Greta se desviaron hacia la puerta de entrada. Nina Wallström apareció en ese momento y avanzó hacia ella.
—Hola. Me acaban de informar que tú y tu primo estaban presentes cuando Mikael encontró el cuerpo de la occisa.
Ella asintió. Le pareció que el término «occisa» era muy frío para referirse a una muchacha tan joven y bonita como Annete Nyborg.
Mikael se acercó a ambas y se llevó una mano a la cintura; Greta vio asomar su pistola reglamentaria por debajo de la chaqueta de cuero.
—Uno de los peritos me acaba de informar que no forzaron la entrada; tampoco hay señales de lucha. El teléfono de la habitación está en el suelo, probablemente intentó pedir ayuda —señaló.
Nina lo miró.
—¿Sabemos ya la causa de la muerte?
—Según Frederic, es demasiado pronto para hacer conjeturas. Prefiere esperar a hacerle la autopsia; lo que sí aseguró es que no hay marcas ni magulladuras en su cuerpo. Ninguna señal de violencia visible, nada que nos haga presumir que fue asesinada. De todos modos, solo sabremos más después de la autopsia. —Se dirigió luego a Greta—: Tengo entendido que la fallecida asistía al Club de Lectura en tu librería, ¿cuándo fue la última vez que la viste?
—Hace apenas unos días, precisamente en una de las reuniones del club.
—¿Notaste algo extraño en ella? —Esta vez fue Nina quien preguntó.
—No, estaba como siempre.
—¿Vivía sola?
—No sabría decirlo, creo que sí. —Se dio cuenta, entonces, de que sabía muy poco de la vida de Annete Nyborg, a no ser por los chismes que corrían entre las demás integrantes del Club de Lectura.
La sargento se pasó una mano por la cabeza y dijo:
—Debemos ponernos en contacto con algún familiar.
—Quizá mi primo Lasse pueda ayudarlos con eso; él trabajaba en la tienda de artesanías con Annete.
—Lo buscaremos y le preguntaremos —repuso Mikael—. Creo que ahora debes marcharte, Greta. No hay nada más que puedas hacer aquí.
Se puso de pie. Él tenía razón; ya no había razón alguna para que continuara en aquella casa, aunque sabía que por más que se marchara no conseguiría pegar un ojo esa noche. No podía dejar de pensar en Annete, una muchacha joven y llena de vida que había sido alcanzada por la muerte demasiado pronto. Le preguntó a Mikael por su padre, y fue Nina quien le respondió.
—Estaba en una reunión importante con los de Asuntos Internos cuando salí de la comisaría, por eso me envió a mí en su lugar.
Greta no dijo nada, solo asintió con un leve movimiento de cabeza. Se despidió de ambos; luego, se marchó a su casa. Apenas llegó, se paró delante del radiador y acercó las manos. Estaban heladas. Durante el corto trayecto que había desde la tienda de artesanías hasta la librería se había imaginado de una y mil maneras la muerte de Annete. Según había dicho Mikael, no había evidencias de un crimen; sin embargo, en su mente, la había visto brutalmente golpeada, ferozmente apuñalada o con el cuerpo lleno de plomo. Sin dudas, había leído demasiados libros de misterio, y eso había contribuido a que tuviera esos atroces pensamientos. Pensamientos que afortunadamente se desvanecieron gracias al canturreo escandaloso de Miss Marple.
—¡Gimme, gimme, gimme!
Greta sabía exactamente qué quería su lora cada vez que entonaba aquella canción de abba. Fue hasta la cocina, abrió una de las alacenas y sacó un paquete de almendras. Le ofreció una. Miss Marple la tomó con el pico; mientras devoraba el fruto, observaba a su dueña con ojos saltones.
—Qué injusta es la vida a veces, cariño —le dijo ella mientras introducía el dedo índice para acariciar la cabeza de Miss Marple—. Annete era tan joven… —dejó escapar un suspiro y se apoyó sobre la mesada. Escondió la cabeza entre los brazos y permaneció allí hasta que la lora reclamó nuevamente su atención. Jugó solo un rato con ella porque no tenía ánimos de nada. Se dio una ducha y se metió en la cama temprano. Pensó en llamar a su padre, pero decidió que hablaría con él a la mañana siguiente. Después de dar vueltas entre las sábanas tuvo que levantarse para buscar un somnífero. Solía tomarlos en su época de estudiante universitaria cuando se quedaba hasta la madrugada preparando algún examen, lo que la desvelaba y la obligaba a forzar el descanso. Luego, los había abandonado, pero esa noche realmente necesitaba uno para poder conciliar el sueño.
* * *
A la mañana siguiente, Greta se despertó más tarde de lo habitual. Se levantó de un salto de la cama y se dio una ducha rápida. Le quedaban apenas quince minutos para abrir Némesis, así que no tuvo tiempo para llamar a su padre. Quizás era mejor que pasara esa tarde por su casa a verlo. Le sirvió rápidamente el desayuno a Miss Marple y bebió solo una taza de café para despejarse y terminar de despertarse. Había dormido como un lirón a causa de las dos pastillas que se había tomado. Se recogió el cabello aún húmedo en una trenza y bajó rumbo a la librería.
Algunos clientes ya se habían apostado en la puerta y aguardaban que ella abriera. Los recibió con una sonrisa y los atendió con la mejor predisposición. Cuando se quedó sola, tomó el teléfono que tenía encima del mostrador y marcó el número de su amiga.
—Hanna, ¿te has enterado?
—Sí, Greta, no se habla de otra cosa en la ciudad. Pobre Annete, no puedo creer que esté muerta.
—Lasse y yo estuvimos en su casa anoche —anunció enroscando el dedo en el cable del teléfono—. Mi primo estaba preocupado porque ella no había abierto la tienda aún; insistía en que no era normal que no apareciera. No tuve más remedio que llamar a la policía.
—¿Se sabe de qué murió? —Después de una pausa que duró unos cuantos segundos, la fotógrafa cambió la pregunta—: No habrá sido asesinada, ¿no?
—El doctor Grahn no se aventuró a establecer la causa de la muerte hasta no hacer la autopsia. Mikael dijo que la puerta no había sido violentada; es más, estaba abierta cuando nosotros entramos. Tampoco se encontraron señales de lucha.
—¿Mikael?
—Sí, es policía, trabaja con mi padre. Estuvo en la inauguración de Némesis, allí fue donde me lo presentaron.
—No lo recuerdo, pero, bueno, esa noche andaba de aquí para allá, incluso estuve conversando largo y tendido con Annete. Me parece increíble que esté muerta.
Greta experimentaba la misma sensación de incredulidad. Uno siempre se negaba a comprender o aceptar la muerte de una persona joven.
—Apuesto cien coronas a que a más de una le alegra la noticia —comentó Hanna de repente.
—¿Qué dices?
—Sabes tan bien como yo que Annete tenía cierta reputación. Se rumoreaba que salía con un tipo casado. ¿Nunca te has preguntado de dónde salían las joyas finísimas y la ropa de marca? No creo que le fuera tan bien en la tienda como para darse esos gustos.
Por supuesto que se había hecho esa misma pregunta muchas veces. Las joyas que lucía Annete —y que Greta creía que eran de fantasía— resultaron auténticas. Ni hablar de los costosos perfumes y los abrigos de diseño exclusivo con los cuales solía presentarse en las reuniones del Club de Lectura. La verdad era que el estilo de vida de la muchacha se prestaba a suspicacias, pero, de allí a imaginar que alguien pudiera alegrarse por su muerte, había un abismo.
—Hanna, debo dejarte, acaba de entrar alguien. —Se despidió de su amiga y atendió a una jovencita que no debía de tener más de quince años y que quería comprar un libro de Elizabeth George. Tuvo que ir a buscarlo al depósito porque aún no había abierto las tres cajas nuevas que le habían llegado esa semana. Al rato, regresó con la novela. Se reservó un ejemplar para sí misma porque, desde que había leído el primer libro de la autora protagonizado por el inspector Thomas Lynley, se había vuelto una fan incondicional.
Por suerte, hubo bastante movimiento en la librería esa mañana a pesar del mal tiempo. Cerró quince minutos más tarde de lo habitual, porque, a último momento, había llegado una pareja joven que había venido desde Älvdalen. Se habían enterado de que en Mora existía una librería que solo vendía libros de misterio. Se quedó charlando un buen rato con ellos y ni cuenta se dio de que ya era hora de cerrar. Subió a la casa solo para ponerse algo más abrigado. Iría a visitar a su padre acompañada por Miss Marple y, de paso, trataría de enterarse algo más sobre la muerte de Annete.
Cuando llegó, Karl acababa de almorzar. Le reprochó el hecho de que no le hubiera avisado que iría para poder esperarla. Lo ayudó a lavar los platos, mientras hablaban de cosas triviales. Greta percibió el cansancio en el semblante de su padre y se preocupó.
—Papá, ¿cuánto hace que no ves a un doctor?
Él la miró, parecía sorprendido por su pregunta.
—¿A qué viene eso? ¿Acaso me veo tan mal?
—No, pero estás algo pálido, y sabemos que tu presión arterial no es la misma de hace unos años.
—¡Me estás llamando viejo! —Soltó una carcajada. Sin embargo, Greta se dio cuenta de que lo hacía solamente para restarle importancia a la situación. Su padre tenía cincuenta y ocho años, el único deporte que practicaba era el ajedrez y, además, a Greta le preocupaba su corazón. Su abuelo había muerto de un infarto. Por otro lado, estaba el asunto de la presión.
—Ya no eres un jovencito, papá. Por si fuera poco, hace años que no te tomas unas vacaciones. ¿Cuándo fue la última vez?
Él se encogió de hombros.
—Si no recuerdo mal, creo que fue hace como unos siete años, cuando te fuiste con Lars de pesca al lago Vänern. Y solo estuviste allí un fin de semana. —Greta puso la mano en el hombro de su padre—. Te haría bien tomarte un descanso.
—Es imposible en este momento, los de Asuntos Internos me están presionando por un caso de indisciplina de uno de mis hombres. Además, tenemos entre manos la investigación de una red de tráfico de armas que llevamos a cabo en conjunto con la división de Delincuencia Organizada.
—¿No puedes delegarlo en alguien más?
—No. —Karl soltó la cacerola que tenía en la mano y se dio vuelta para mirar a su hija a los ojos—. Estoy bien, cariño, no te preocupes por mí.
Ella solo le sonrió. Sabía que nada de lo que dijese podría convencerlo de que, al menos, se tomara unos días para descansar. Se extrañó de que no le mencionara nada sobre la muerte de la vendedora de artesanías entre los asuntos pendientes que tenía en el trabajo; así que, cuando se sentaron en la sala para degustar un café, Greta se lo preguntó directamente.
—¿Hay alguna novedad en el caso de Annete?
Él cruzó una pierna encima de la otra y se pasó la mano por el cabello. No era la primera vez que su hija le preguntaba por alguno de sus casos: poseía una curiosidad innata y, sobre todo, una gran afición por los misterios.
—La autopsia reveló que Annete Nyborg murió a causa de una arritmia ventricular.
Ella no esperaba escuchar eso.
—¿Una falla cardíaca? ¿A su edad?
—Frederic también se sorprendió. La muchacha apenas tenía veinticinco años y, según los testimonios que hemos podido recoger, no había dado señales de que estuviera enferma; sin embargo, la evidencia es más que contundente. Nina habló con su hermana que vive en Hagfors; ella desconocía que la muchacha sufriera del corazón, pero también dijo que hacía, al menos, dos años que no la visitaba. Llegará esta noche para identificar oficialmente a su hermana. Fue un caso cerrado aun antes de que se abriera —alegó Karl antes de beber un poco de café—. Hay algo más… Frederic confirmó que tenía tres meses de embarazo. ¿Tú sabías algo al respecto?
Greta dejó la taza encima de la mesita cuando escuchó lo que su padre acababa de contarle. ¿Annete, embarazada? Jamás lo habría imaginado.
—No, no lo sabía.
—Supongo que no le hacía mucha gracia ser madre soltera. Lasse nos dijo que hace un tiempo salía con un muchacho llamado August. Tu primo no recuerda el apellido, pero asegura que no lo ha visto en los últimos meses.
Greta no sabía nada de ningún novio, solo había oído rumores de que Annete salía con un sujeto que estaba casado. ¿Y si el hijo que estaba esperando era de ese hombre y no del tal August? Era una posibilidad. Si la muerte de la joven le había parecido absurda e injusta antes de enterarse de su embarazo, ahora pensaba que era una grotesca burla del destino. Tenía toda una vida por delante, esperaba un hijo y, seguramente, estaba feliz. Volvió a recordar los chismes que circulaban sobre ella: algunos eran maliciosos, por lo que Greta dudaba de que fueran ciertos. De todos modos, se encontró preguntándose a sí misma si, detrás de todos esos rumores, no había algo de verdad. Quiso comentárselo a su padre, aunque desistió en seguida: él tenía demasiados asuntos entre manos como para preocuparse por escuchar sus teorías. Había sido muy claro al respecto; la muerte de Annete Nyborg se había tratado solo de una fatalidad.
Se quedó un rato más y, cuando Karl tuvo que regresar a la comisaría, ella y Miss Marple también se marcharon.
* * *
Al día siguiente, supo por su primo Lasse que Astrid, la hermana de Annete, se haría cargo de la tienda de artesanías de ahora en adelante. Se alegró cuando él le dijo que la nueva dueña le había permitido conservar su puesto como ayudante. Aprovechando las primeras horas de la tarde, Greta decidió acercarse a la tienda para saludarla. La verdad era que no había podido apartar de su mente la posibilidad de que la vendedora de artesanías hubiera tenido un romance con un hombre casado y que, de esa historia clandestina, ella habría quedado embarazada. Pero otra idea más terrible rondaba en su mente y no había permitido que durmiera con tranquilidad. ¿Y si no hubiera muerto por causas naturales? Su fama de coqueta era bien conocida por todos; si se había metido con un hombre casado, lo más probable era que hubiese, en algún lado, una esposa enfadada y despechada dispuesta a cobrar venganza, o un novio celoso que no estaba dispuesto a perder a su chica.
Se detuvo en seco: no le gustaba el rumbo que estaban tomando sus pensamientos. Siempre se había jactado de poseer cierto conocimiento de la naturaleza humana, trataba a diario con mucha gente y, por eso, sabía que los chismes muchas veces nacían de una verdad que alguien se empeñaba en ocultar. Su pasión por resolver misterios le había enseñado a ser observadora y atenta, a analizar las situaciones y a desmenuzarlas hasta hallar una respuesta. No en vano había crecido leyendo novelas de misterio. Recordó, en ese momento, uno de los primeros libros que había leído de Agatha Christie. Se trataba de Muerte en la vicaría y lo había comprado en uno de los tantos viajes a Inglaterra que había hecho con sus padres. La trama giraba en torno al asesinato de un personaje indeseable, poco querido por sus vecinos. Había una frase que había quedado grabada en su memoria. La había dicho uno de los personajes de la novela: el pastor Leonard Clement: «Quien mate al coronel Protheroe estará dando un servicio al mundo». Hanna le había hecho un comentario similar con respecto a Annete y, a pesar de que Greta era plenamente consciente de que lo de Agatha Christie solo se trataba de una obra de ficción, le inquietaban las similitudes.
Se peinó el cabello rápidamente con las manos y se puso un gorro de lana. Se abrigó bien, porque esa mañana el presentador del clima había anunciado una fuerte nevada; por consiguiente, las temperaturas volverían a estar bajo cero. Salió por la puerta lateral para no pasar por la librería. Se subió el cuello del sweater mientras bajaba las escaleras. Los copos volaban en el aire por efecto del viento, y observó el patio lindero: una capa de, al menos, veinte centímetros de nieve lo cubría casi todo. Suspiró y pensó para sí que todavía tenían por delante un poco más de dos meses para que terminara el invierno; en aquella zona del país, debían soportar las fuertes nevadas incluso hasta mediados de abril.
Atravesó los pocos metros que separaban Némesis de la tienda de artesanías en apenas un par de minutos. Después, llamó a la puerta de la casa de Annete. Una mujer regordeta y poco agraciada le abrió. Astrid Nyborg no se parecía en nada a su hermana.
—¿Sí?
—Hola, mi nombre es Greta Lindberg, soy la dueña de la librería que está en esta misma calle. Tu hermana asistía al Club de Lectura y quise venir a ofrecerme en caso de que necesites ayuda. Siento mucho lo que le sucedió.
La mujer la observó de arriba abajo con cierto aire de desconfianza. Todavía no la había invitado a entrar, a pesar de que estaba helando afuera.
—Eres la prima de Lasse, ¿verdad?
Ella asintió. Solo entonces, Astrid la invitó a entrar. El interior de la casa no había cambiado mucho desde que había estado allí la fatídica noche en la que Annete había sido hallada muerta. Había unas cuantas cajas esparcidas por el suelo de la sala con diferentes rótulos y varios libros encima de los sillones.
—Como verás, acabo de mudarme. Tendré que hacerme cargo de la tienda ahora. A mi hermana no le hubiera gustado que la vendiera.
Greta percibió la angustia en su voz. No debía de ser sencillo para ella afrontar lo que había sucedido.
—La policía me dijo que mañana podré disponer por fin del cuerpo. Debo realizar todo el papeleo aún y organizar el funeral.
—Me ofrezco a ayudarte en lo que necesites.
Astrid sonrió por primera vez.
—Muchas gracias. ¿Eras amiga de Annete? —Greta asintió—. No tuve mucho contacto con ella en los últimos tiempos. Estaba demasiado ocupada con la tienda; y yo, con mi trabajo.
—¿Qué hacías en Hagfors?
—Trabajaba en una residencia para ancianos. Será un cambio muy grande ocuparme ahora de la tienda, pero se lo debo a mi hermana. Abrió su negocio con mucho esfuerzo, y no puedo defraudarla —dijo con la voz quebrada.
—Comprendo. ¿Quieres que te dé una mano aquí? —se ofreció al ver el desorden que había en la casa.
—La verdad es que te lo agradecería mucho. Tengo que acercarme a la comisaría para firmar unos papeles. Luego debo hablar con los de la funeraria. —Se quitó el pañuelo que traía en la cabeza y se sacudió el polvillo de la ropa—. ¿Te importa quedarte sola mientras regreso?
—En lo absoluto, ve tranquila.
Astrid fue hasta el vestidor, se puso una chaqueta de piel y se marchó. El silencio de la casa se hizo demasiado abrumador de repente. Los ojos de Greta se desviaron hacia la planta alta. Titubeó antes de poner un pie en el peldaño de la escalera, pero su terquedad la instó a subir. Se detuvo frente a la habitación. La puerta estaba cerrada. Cuando apoyó la mano en el pomo, sintió que su corazón se detenía por una milésima de segundo.
Estaba a punto de ingresar al lugar donde Annete había encontrado la muerte. Ni siquiera sabía por qué tenía la urgente necesidad de hacerlo; solo abrió la puerta con lentitud y entró.
La habitación estaba tenuemente iluminada; apenas un poco de luz se filtraba a través de una de las cortinas abiertas. Observó el lugar detenidamente, y trató de imaginar exactamente el punto en el que habían encontrado el cuerpo sin vida de Annete. Recordó que Mikael le había mencionado que el teléfono había sido hallado en el suelo. Se acercó, se paró al lado de la mesita, agachó la vista y posó sus ojos en la alfombra donde seguramente había muerto la joven. Apartó la mirada y contempló la cama: estaba perfectamente ordenada, cubierta con una manta de lana azul. En la cabecera, había unos cuantos cojines y, en el medio, descansaba, como olvidada, una muñeca de porcelana con el cabello rubio y los ojos azules. Greta observó el vestido de seda color rojo y el moño que adornaba su cabeza. Parecía una pieza de colección, como esas antiguas muñecas que había visto en la casa de su abuela en Ipswich. La volvió a dejar junto a los cojines y se acercó al secreter. Abrió uno de los cajones, no sabía qué esperaba encontrar. De todos modos, algo en su interior le decía que siguiera buscando. Había adornos para el cabello, joyas. Hurgó en el cajón que estaba más abajo. Le costó mucho abrirlo, parecía que algo lo estaba atascando. Se inclinó para ver qué era lo que no permitía que se abriera y descubrió unos sobres sujetos a la parte superior. Evidentemente, estaban ocultos allí. Lanzó una fugaz mirada hacia la puerta. Estaba sola, Astrid tardaría en llegar. Aprovecharía la oportunidad. Quitó el cajón completamente para, luego, despegar los sobres con cuidado. Eran tres cartas dirigidas a Annete. No tenían sello ni remitente, por lo que dedujo que alguien se las había entregado en persona. Abrió una de ellas y leyó la fecha: siete de agosto. Un poco más de cinco meses antes. Se dio cuenta de inmediato, por la caligrafía, de que el autor era un hombre. Se mordió los labios antes de seguir leyendo. Sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, aunque eso no la detuvo.
Sus ojos se posaron en el primer párrafo; no se había equivocado. La carta se la había enviado un hombre, alguien que decía amarla con locura. El texto era de alto contenido erótico.
Annete, no puedes imaginar cuánto ansío volver a verte. No he podido apartar de mi mente los momentos que vivimos anoche. Me excito como un adolescente cuando pienso en la humedad de tu piel o en el sabor de tu boca. Sé que lo nuestro es un juego prohibido, pero te deseo tanto, amor mío.
¿Nos veremos hoy? Si la respuesta es un sí, coloca una cinta roja en el escaparate de la tienda y sabré que tú también ansías estar entre mis brazos. Ya no puedo esperar.
Cuando terminó de leerla, Greta esperó encontrar un nombre, alguna pista que le dijese quién la escribía. Tal vez en alguna de las otras dos cartas encontrase algún indicio. Abrió la que tenía una fecha más reciente y se dio cuenta de que poco tenía que ver con lo que acababa de leer. El tono era completamente diferente, ya no había pasión en aquellas palabras que parecían estar escritas a la ligera. Leyó con atención.
Annete, estuve esperándote en el hotel y nunca llegaste. Te he llamado una docena de veces y no respondes al maldito teléfono. No voy a permitir que juegues conmigo ni que me dejes. Si no veo la cinta roja esta tarde… Te vas a arrepentir.
El amante de la vendedora de artesanías había perdido el control. Greta percibió una gran ira en sus palabras. Volvió a mirar la fecha en la esquina derecha del papel. La había amenazado solo unos pocos días antes de que la muchacha fuera hallada muerta. Con cuidado, colocó las cartas en su sitio y cerró el cajón. Luego, una vez en el piso de abajo, comenzó a sacar las pertenencias de Astrid de una de las cajas. Mientras lo hacía, no podía dejar de pensar en lo que acababa de descubrir. En primer lugar, ya no era un rumor o un chisme malintencionado: Annete de verdad había tenido un amante. Lo segundo, y más perturbador: él la había amenazado justo antes de que ella muriera.