CAPÍTULO 4

Todo había salido a pedir de boca. Más de un centenar de personas habían asistido a la reinauguración de la librería, mostrándole así su apoyo al emprendimiento y a su dueña. Sus tíos y primos fueron de los primeros en llegar; Greta se reencontró con varios excompañeros de la escuela que parecía que habían ido más para ver qué tal le estaba yendo, cosa que, de todos modos, no le importó. Karl llegó cerca de las seis en compañía de una mujer, lo que la sorprendió. Se la presentó. Entonces, supo que se llamaba Nina Wallström, que trabajaba con él en la comisaría y que ostentaba el cargo de sargento. Greta vio algo más que la inquietó: el modo en que la mujer se quedaba mirando a su padre. ¿Tendrían algo que ver? Desde la muerte de su madre, nueve años atrás, jamás lo había visto interesado en nadie. Trató de hacerse a la idea de que no había nada de malo en que Karl rehiciera su vida —era un hombre joven aún y de muy buen ver—, pero fue imposible. En su corazón, estaba demasiado vivo el recuerdo de Sue Ellen, y le costaba ver a otra mujer cerca de su padre.

Los observó durante toda la noche, parecían llevarse bien. Karl hablaba y hacía gestos con la mano, mientras ella sonreía a su lado. Greta se dio cuenta de que la mujer, de vez en cuando, se quedaba, en completo silencio, mirando al inspector Lindberg, quien, en cambio, no le prestaba mucha atención. Era una mujer hermosa, capaz de atraer muchas miradas masculinas. Sin embargo, su padre apenas la miraba a los ojos mientras hablaba. Buscó a la persona que, estaba segura, podría darle un poco de información.

—Señora Apelgren, me alegra que haya podido venir —dijo parándose junto a la anciana—. ¿Dónde está su esposo?

Pernilla se acomodó las gafas y sonrió.

—Debe de estar por ahí, alardeando de su nuevo modelo de avión —le dijo con cierto aire de fastidio.

Greta conocía perfectamente la afición de Oscar por el aeromodelismo. También sabía de la inclinación al chisme de la mujer y usaría eso a su favor.

—Señora Apelgren, ¿conoce usted a la mujer que ha venido con mi padre? —preguntó bajando el tono de voz considerablemente.

Pernilla se dio cuenta de que no quería que la escucharan, por lo tanto también le respondió en voz baja.

—Si lo que quieres saber es si la he visto en casa de Karl, la respuesta es no.

Alabó su capacidad de deducción.

—Es policía, trabaja con tu padre.

—Sí, lo sé. Acaba de presentármela.

—¿Y lo que quieres saber es si son algo más que colegas, verdad? —Pernilla nunca pensó que asistir a la reinauguración de una librería iba a resultar tan provechoso, aunque sabía muy bien que cualquier cosa podía ocurrir si se metía a un montón de personas que se conocían entre sí en un espacio reducido. De situaciones como esa, solían surgir los chismes más sabrosos.

—¿Qué cree usted? —retrucó Greta, ansiosa.

Pernilla desvió la mirada hacia donde se encontraban Karl y Nina hablando con un grupo de cuatro personas.

—No sabría qué decirte, querida. No soy muy propensa a los chismes, pero, si supiera algo, créeme que serías una de las primeras personas en saberlo.

Greta sonrió aliviada. Si de verdad hubiera un romance entre su padre y la tal Nina, ya se habría enterado. Es más, todos en Mora lo sabrían si estaba de por medio la afilada lengua de Pernilla. La anciana le recordaba mucho a Jane Marple, la protagonista de las novelas de Agatha Christie; personaje que Greta adoraba. Era en honor a ella que había bautizado a su lora.

—¿Qué me dices de ti, muchacha? —preguntó de repente la mujer posando sus vivaces ojos azules en ella.

Sabía que no tardaría en apuntarle.

—Estoy muy contenta con la librería.

—¿Y dónde ha quedado ese novio tuyo? ¿Por qué no está hoy aquí, acompañándote?

No quería ser descortés con la anciana, por eso agradeció infinitamente cuando Hanna la tomó de un brazo y se la llevó lejos.

—No me digas nada; por la expresión en tu cara deduzco que aparecí en el momento justo —dijo la fotógrafa sirviendo un poco de aquavit para su amiga.

—Nunca habías sido tan oportuna —respondió con una sonrisa en los labios.

Después de ese pequeño respiro que se había tomado gracias a la fotógrafa, muchos de los invitados se acercaron para saludarla y felicitarla. Cerca de las ocho, cuando Greta pensó que ya nadie más asistiría a la fiesta, apareció un hombre joven íntegramente vestido de negro que, de inmediato, se puso a buscar a alguien con la mirada. Nina Wallström alzó una mano y le hizo señas de que se acercara. Greta supuso, entonces, que debía de tratarse de uno de los colegas de su padre. No lo conocía, era la primera vez que lo veía. En el tiempo que ella había estado ausente, seguramente, se habían sumado nuevos elementos en la comisaría.

Dejó la copa vacía encima de la mesa y se dirigió hacia el rincón donde el pequeño grupo se había acomodado.

Karl le sonrió cuando Greta se ubicó a su lado.

—La reinauguración es todo un éxito —comentó el inspector Lindberg pasando orgullosamente su brazo por encima del hombro de su hija.

Ella sonrió y, de pronto, cruzó la mirada con el recién llegado.

—No nos han presentado, pero es como si te conociera desde hace tiempo. Karl siempre está hablando de ti en la comisaría. Además, he visto tu fotografía en su escritorio. Me llamo Mikael Stevic, y es un placer conocerte por fin —dijo extendiendo su brazo hacia ella.

Greta le sonrió. Mientras sostenía su mano, trataba de recordar a cuál foto se refería. Solo esperaba que no fuera una de las que su padre solía tomarle en verano cuando ella aún era adolescente y en donde salía muy poco favorecida, con el rostro cubierto de acné y las mejillas coloradas.

—El placer es mío, Mikael.

No pudo continuar hablando con ellos, ya que Hanna se la llevó para que anunciara por fin y de manera oficial la creación del Club de Lectura. A Greta le costó dominar la ansiedad, pero, una vez que se plantó delante de todos para leer su discurso, los nervios se esfumaron como por arte de magia.

Para cuando la fiesta estaba terminando, se había inscripto al club una docena de mujeres. Hanna y su madre Monika estaban primeras en la lista; también Annete Nyborg, la vendedora de artesanías. Se sumaron Linda Malmgren, la esposa del alcalde; Mia Magnusson, esposa de Lars Magnusson, amigo de Karl; Mary Johansson, una mujer a la que Greta no conocía, ya que era nueva en la ciudad; Britta Erikssen, la esposa del pastor de la iglesia que se encontraba a dos cuadras de la librería; Selma Steinkjer, enfermera y según sus propias palabras «adicta a las novelas de misterio»; y una reportera de la televisión que conducía su propio programa en TV5, de nombre Camilla Lindman. También estaban su tía Ebba y sus dos primas.

No era un grupo extremadamente numeroso, pero no se podía quejar. Lo importante era que conocía a la mayoría de las integrantes, y eso era un punto a favor. Se reunió con ellas luego de que la fiesta terminó. Acordaron el horario de la primera reunión del Club de Lectura. El primer encuentro se haría en la librería, pero se planteó la posibilidad de organizar los siguientes en las casas de las inscriptas, decisión que todas aprobaron.

Greta subió a su vivienda cerca de las nueve, después de que todos se fueron. Ya no llovía. Cuando miró al exterior a través de su ventana, descubrió que había comenzado a nevar. Sonrió pensando que aquella primera nevada de la temporada solo podía augurar algo bueno. Fue hasta la sala y le echó un vistazo a Miss Marple antes de irse a la cama. Apenas apoyó su cabeza en la almohada se quedó profundamente dormida.

* * *

Greta observó impacientemente su reloj. De todas las mujeres que se habían inscripto al Club de Lectura, solo una no había llegado aún. Se trataba de Annete Nyborg, la vendedora de artesanías. No sabía si esperarla o no. Percibió cierto fastidio en el rostro de alguna de las concurrentes y comprendió que no tenía caso hacer esperar a las demás. Seguramente, habría surgido un imprevisto que le impediría a la muchacha asistir a aquella primera reunión. Observó a través de la ventana. La nieve había dado un poco de tregua las últimas horas, pero las temperaturas habían descendido bruscamente. El negocio de la vendedora de artesanías estaba a tan solo unos pocos metros de la librería. Por otro lado, el inicio del Club de Lectura se había pautado precisamente fuera del horario comercial para no interferir con la atención al público. Sería mejor llamarla y salir de dudas. Buscó en su ficha de inscripción el número de teléfono de la muchacha y lo marcó. No respondía, y estaba a punto de desistir cuando por fin atendieron.

—¿Sí?

—Annete, soy Greta Lindberg. Te llamaba para preguntarte si vas a venir a la reunión. Las demás integrantes ya han llegado, solo faltas tú.

—Greta, lo siento, se me hizo tarde. Salgo para allá en un par de minutos. Pueden empezar sin mí, si quieres.

—Está bien, no tardes, te espero. —Regresó a su sitio y se sentó en la silla—. Acabo de hablar con Annete, les pido disculpas en su nombre por el retraso. Podemos empezar mientras ella llega —les dijo con una sonrisa.

Sobre la mesita ubicada en el centro, había dejado una docena de ejemplares de la primera novela que leerían en el club. Invitó a las integrantes a que cada una tomara un ejemplar de Extraños en un tren, de Patricia Highsmith.

—Comenzaremos con un clásico dentro de las novelas de misterio —dijo cruzándose de piernas—. Como nuestro club es netamente femenino, me pareció divertido que leyéramos solamente autoras de novelas de misterio, pero, si alguna de ustedes quiere proponer a algún autor, podemos hacer una excepción.

Ninguna hizo comentarios, por lo que dedujo que su idea había sido bien recibida. Hanna le sonrió, brindándole su apoyo una vez más.

—Para aquellas que no han leído nada de Patricia Highsmith antes, les diré que Extraños en un tren fue su primera novela, publicada hace más de sesenta años.

—Yo he visto la película —acotó Mia Magnusson al tiempo que alzaba la mano derecha.

—Así es, Hitchcock la filmó un año después de que la autora publicara la novela. —Greta hizo una pausa para tomar aire—. La obra de Patricia Highsmith se caracteriza principalmente por un estilo sutil e ingenioso; en sus novelas no importa tanto la identidad del autor del crimen, sino las motivaciones psicológicas que lo llevaron a cometerlo; en esta novela en particular…

Fue interrumpida por el sonido de las campanillas que colgaban de la puerta de la librería y que anunciaba que alguien había llegado. Sonrió cuando comprobó que se trataba de la vendedora de artesanías.

—Disculpen la tardanza. Es que me entretuve más de lo esperado con un amigo y ni cuenta me di de la hora —dijo a modo de excusa, mientras se quitaba el abrigo y se sentaba en la única silla vacía que quedaba.

—Estuvimos esperándola por más de quince minutos —se quejó Linda Malmgren y observó a muchacha de arriba abajo detrás de sus modernas gafas de carey.

—La puntualidad es una virtud que muy pocos valoran —repuso Britta Erikssen, mientras se atusaba el cabello discretamente.

La mayoría de las asistentes también observó a la jovencita con cierto desdén, gesto al que ella respondió con una sonrisa.

Greta le hizo saber a la recién llegada cuál era el libro que habían elegido como primera lectura del club y, luego, volvió a dirigirse a las demás para continuar con su exposición. Una hora más tarde, incluso a pesar de que la charla se había vuelto amena, decidieron dar por terminada la primera reunión. La última en llegar fue una de las primeras en marcharse. Apenas puso un pie fuera de la librería, las demás comenzaron a hablar por lo bajo.

Hanna se acercó a Greta para decirle que pasaría al día siguiente a visitarla, lo que le impidió escuchar bien lo que estaban cuchicheando Selma Steinkjer y Britta Erikssen, aunque, sin dudas, estaban refiriéndose a la vendedora de artesanías. Le entregó su ejemplar de Extraños en un tren a la esposa del reverendo, y la mujer apenas le sonrió.

—La veré la próxima semana, Britta —le dijo guio hacia la puerta.

Se puso un elegante sombrero de fieltro y respiró profundamente.

—Espero que la próxima reunión termine a horario. Mi esposo seguramente no verá con buenos ojos que no esté todo en orden cuando llegue a casa —repuso con desagrado.

—No se preocupe, no volverá a haber retrasos.

Britta estuvo a punto de decir algo, pero Linda Malmgren se acercó a ellas y se metió en la conversación.

—¿Quién puede asegurarlo? ¿Usted? Yo no pondría las manos en el fuego por esa muchacha. —Sin dudas, no escatimaba nada a la hora de expresar su opinión—. Todos sabemos que anda en muy malos pasos. Desde que ha llegado a la ciudad, se ha ganado la fama de ser una coqueta y de meterse con hombres casados —dijo lo último en un tono más bajo de voz, como si temiera que alguna de las mujeres presentes la oyera.

—Linda, no debemos hablar mal del prójimo —terció Britta mientras apretaba con su mano derecha la cruz de plata que colgaba de su cuello.

Pero ella hizo oídos sordos al sermón de su amiga. Por su parte, Greta estaba segura de que, si no la despedía en ese preciso momento, seguiría hablando pestes de la pobre muchacha. A ella no le interesaba la vida personal de la vendedora de artesanías y creía que tampoco debería interesarles a las demás, pero, desafortunadamente, era algo que no podía controlar. Lo único que podía hacer era llamarle la atención a Annete si volvía a llegar tarde.

Despidió a la última de las mujeres y cerró con llave la librería. Le había prometido a su padre que cenaría con él esa noche y aún le quedaba toda la tarde de trabajo por delante.

* * *

—De verdad, creo que deberías hacerme caso.

Greta había estado escuchando la perorata de su amiga por más de media hora y se estaba cansando: que si no sales a ningún lado, que si te pasas todo el día metida en la librería, que te acuestas y te levantas demasiado temprano. Y la lista seguía.

—Hanna, entre la librería y el Club de Lectura no tengo mucho tiempo libre para hacer vida social —le dijo forzando una sonrisa. Esperaba que su amiga desistiera de su idea de llevarla de paseo. Sin embargo, sabía que, cuando Hanna se proponía algo, era difícil hacerla cambiar de idea.

—¿No has pensado en contratar a alguien para que te ayude?

Greta negó con la cabeza. Era imposible, ella no podía permitirse el lujo de contratar personal para la librería, debía arreglárselas como pudiera, al menos hasta que todo marchara sobre ruedas. Hacía un mes y medio que Némesis había abierto sus puertas, y sabía que no iba a ser sencillo ganarse la confianza de los clientes desde el primer día. Muchos en Mora aún parecían guardarle respeto o, quizá, fidelidad a los Hallman. Ella era joven y, aunque era bien sabido por todos que había nacido y que se había criado en Mora, la veían casi como si fuera una extraña. También era consciente de que convertir a Némesis en una librería temática y vender solo libros de misterio había sido una apuesta realmente arriesgada; aun así, estaba dispuesta a sacar su negocio adelante.

—Sabes bien que no puedo, amiga, quizá más adelante.

Hanna tomó un libro que estaba sobre el mostrador y comenzó a hojearlo.

—Me gustaría que pasaras el poco tiempo que tienes libre en algo más divertido que esto —dijo señalando el libro que sostenía en la mano.

Greta no iba a discutir con ella sobre ese asunto. Desde que tenía uso de razón, un buen libro siempre había sido su mejor compañía, por eso las pocas horas del día en las que podía descansar y relajarse, prefería pasarlas enfrascada en una buena historia de misterio y le molestaba que Hanna no pudiera entenderlo. Además, no se sentía con ganas de salir a socializar. Las pocas veces que abandonaba el calor de su pequeño hogar era para visitar a su padre o a sus tíos. Ese año, Karl y ella habían pasado la Navidad en casa de su tía Ebba. A pesar de haber estado rodeada por más de veinte personas, Greta no había podido evitar sentirse sola y no supo si atribuirlo a la ruptura con Stefan o al invierno que siempre la ponía de mal humor.

—Tal vez te alegre saber que estaba pensando en hacerle una visita a mi padre a la comisaría esta tarde. Quiero darle una sorpresa; prepararé algo rico y se lo llevaré.

El rostro de Hanna se iluminó.

—Bueno, algo es algo.

Un cliente entró en la librería, y Greta agradeció su oportuna aparición. No tenía deseos de seguir escuchando a su amiga enumerar las razones por las cuales debía trabajar menos y divertirse más. Hanna se marchó pocos minutos más tarde porque tenía una cita en su estudio de fotografía.

A la una de la tarde, Greta cerró Némesis y subió a la casa. Colocó una buena porción de semillas en el cuenco de Miss Marple y puso manos a la obra. Su desempeño en la cocina dejaba mucho que desear, pero haría su mejor esfuerzo para prepararle a su padre unos deliciosos panecillos dulces de hojaldre rellenos de crema de vainilla. Era una receta que le había enseñado su madre y la recordaba de memoria a pesar de que hacía tiempo que no la preparaba.

Una hora y media después, tenía, al menos, una docena de pastelillos recién horneados. Les puso la crema por encima y los colocó dentro de un tupperware. Debía darse prisa si quería regresar a tiempo para abrir la librería, por lo que se dio una ducha rápida. Se vistió con unos abrigados pantalones de pana color verde musgo y un sweater de cuello alto color rojo que resaltaba el tono cobrizo de su cabello. Un par de guantes de lana, una bufanda de punto y una gorra completaban su atuendo. Se despidió de Miss Marple con una caricia en el pico y abandonó su apartamento cerca de las tres de la tarde.

Afuera, se había levantado una fuerte ventisca; había estado nevando toda la semana y los gruesos copos de nieve dificultaban la visión. Se subió a su Mini Cabrio; una vez dentro, encendió la calefacción. Se frotó las manos enérgicamente para entrar en calor mientras rezaba para que su auto arrancara. Metió la llave en el encendido: de inmediato escuchó el suave rugido del motor. Sonrió complacida. Avanzó lentamente por Millåkersgatan y dobló en Vasagatan, para abandonar la zona comercial de Mora. Continuó unas pocas cuadras más hasta llegar a Kyrkogatan. Estacionó su auto en uno de los espacios libres frente a la comisaría y permaneció unos segundos dentro del vehículo contemplando el viejo edificio de muros de ladrillo y tejado color terracota. Experimentó cierta nostalgia a medida que avanzaba por la enorme playa de estacionamiento. Hacía por lo menos cinco años que no pisaba aquel lugar. Subió la escalinata con el recipiente de dulces en la mano. Un oficial con uniforme azul salió en ese momento y abrió la puerta para ella. El hombre la saludó con un ligero movimiento de cabeza antes de irse; Greta le respondió con una sonrisa. Cuando entró a la recepción, la recibió un silencio casi sepulcral. Atravesó el largo pasillo y observó que no había nadie detrás del mostrador. Si no recordaba mal, la recepcionista, que se llamaba Ingrid, leía novelas románticas a escondidas cuando nadie la veía. La buscó por todos lados, pero no había señales de ella.

—¡Mira a quién tenemos aquí!

Se dio media vuelta de inmediato. Reconocería esa voz en cualquier parte.

—Doctor Grahn, ¿cómo está?

Frederic Grahn era el jefe del laboratorio forense y trabajaba en aquella comisaría desde que ella era una niña. Se acercó y la abrazó mientras que, con disimulo, miraba los dulces que la muchacha llevaba en su mano derecha.

—Supe por Karl que has abierto una librería. Lamento no haber podido ir a la fiesta de inauguración, pero no me encontraba en la ciudad en ese momento.

—No te preocupes.

—¿Y qué tal te está yendo? —preguntó.

—Bastante bien; la gente de Mora ha sido muy amable conmigo. Némesis, por suerte, está creciendo día a día.

—Veo que la afición por Agatha Christie no te abandona; a propósito, ¿tienes todavía a esa lora parlanchina? ¿Cómo se llamaba?

Greta sonrió.

Miss Marple. Sí, todavía la tengo, cumple diez años el próximo verano —le informó.

Frederic soltó una carcajada y recordó una anécdota que había protagonizado Miss Marple unos años atrás durante una visita a la casa de Karl. Greta escuchó con atención el relato y, cuando el forense le preguntó qué era eso tan oloroso que llevaba en la mano, no tuvo más remedio que ofrecerle uno de los pastelillos. Él alabó sus dotes culinarias, lo que le valió otro pastelillo más antes de regresar a la morgue. Un par de oficiales entraron a la comisaría. Estaba a punto de preguntarles por su padre, cuando la puerta de una de las tantas oficinas que ocupaban el extenso pasillo se abrió.

Mikael Stevic avanzó hacia ella dando grandes zancadas, llevaba unos papeles en la mano y se detuvo junto a la joven.

—Hola, Greta, es bueno verte de nuevo —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Ella no supo por qué se puso nerviosa de repente. Le devolvió la sonrisa y le preguntó por su padre.

—No se encuentra, pero no debe de tardar en regresar. ¿Te gustaría esperarlo en su oficina?

Ella asintió en silencio y dejó que él la acompañara. Descubrió que su padre ya no ocupaba la oficina del fondo, sino otra más cerca al área de interrogatorios. Cuando Mikael le abrió la puerta, se encontró con un espacio bastante diferente al que solía ocupar Karl en el pasado. La nueva oficina era más grande. A diferencia de la anterior, tenía dos enormes ventanales por donde se colaba algo de luz. El mobiliario consistía en un escritorio de roble, dos sillas forradas en cuero negro y un mueble repleto de carpetas y archivos empotrado en uno de los muros. Lo primero que hizo al acercarse al escritorio fue echarle un vistazo a la fotografía que Karl tenía de ella. Como había temido, se trataba de una imagen poco agraciada de cuando tenía trece años. Se sentó en un sillón, dejó el tupperware sobre del escritorio. Entonces se dio cuenta de que no le había ofrecido un pastelillo al teniente Stevic.

—¿Te apetece probar uno? —Abrió el recipiente. En seguida, el aroma a vainilla inundó el lugar.

Mikael no lo dudó. Tenían muy buen aspecto; además, los dulces eran una de sus debilidades. Ella lo observó detenidamente mientras él comía. Era de contextura fuerte: mucho más alto que ella. En realidad, muchos hombres lo eran, ya que ella no alcanzaba el metro sesenta y cinco de estatura. Él tenía el cabello rubio perfectamente recortado y ojos claros. Calculó que no superaría los treinta y cinco años. Vestía de manera informal, no llevaba el típico uniforme azul que usaban los oficiales de menos rango, por lo que supuso que no era solo un agente. Cuando terminó el bocado, él la miró a los ojos, y Greta desvió su atención hacia otro lado.

—No puedo creer que mi padre tenga esta fotografía mía aquí, a la vista de todos —comentó mientras daba vuelta el retrato hacia ella.

Mikael sonrió y se sentó encima del escritorio, en uno de sus extremos.

—Yo creo que es una imagen muy tierna. ¿Qué edad tenías?

—Trece —respondió con un gran esfuerzo por sonar serena. No le gustaba mucho hablar de sí misma, mucho menos con un extraño.

—Pues permíteme decirte que eras encantadora; has cambiado mucho desde entonces, pero el encanto sigue intacto. —Le sonrió y la miró directamente a los ojos.

Greta tragó saliva. Si le disgustaba hablar de ella con extraños, más le incomodaba ser halagada por uno. Su vida social y el contacto con el género masculino habían sido prácticamente nulos los últimos meses. No estaba acostumbrada a recibir la lisonja de los hombres, excepto de su padre y de su tío Pontus, por supuesto.

Mikael se dio cuenta de que la hija de Karl se había puesto nerviosa; incluso percibió el rubor en sus mejillas. Lucía realmente adorable y poco quedaba de la muchachita de la fotografía, desgarbada y con el rostro cubierto de pecas y de acné. Había crecido; los años habían sido benévolos con ella. El cabello rojo seguía igual, las pecas ya no se notaban demasiado y el acné solo había dejado un par de cicatrices en el mentón. Pero, sin dudas, lo que resaltaba de ella eran sus ojos, de una tonalidad azul oscura, enmarcados por espesas y largas pestañas.

Se habría quedado toda la tarde contemplándola, pero, cuando escuchó la voz de Karl proveniente del pasillo, se levantó de un golpe del escritorio y se sacudió las migas del pastelillo de los pantalones.

El inspector Lindberg abrió la puerta del despacho y se sorprendió al encontrar a su hija sentada en su silla y a Stevic de pie junto al escritorio.

—Papá, estaba esperándote. —Greta se puso de pie y fue hasta su padre para saludarlo con un beso en la mejilla—. Te he traído unos pastelillos.

—Están deliciosos —intervino Mikael.

Karl le lanzó una mirada reprobatoria; luego, abrazó a su hija.

—Me alegra que te hayas decidido a venir por fin. —La soltó para ir a ocupar su silla, después se dirigió al teniente—. ¿No tienes nada que hacer? ¿Qué hay de la investigación que te encomendé?

—Me estoy ocupando —respondió él. Era más que evidente que al jefe no le había caído en gracia haberlo encontrado a solas con su hija. No tuvo más remedio que despedirse de la muchacha y regresar a su oficina.

—Papá, me parece que fuiste un poco duro con él —opinó Greta.

Karl frunció el entrecejo.

—Stevic está de servicio y le encomendé una tarea importante. Si quería comer pastelillos, podría haber ido a la cafetería de enfrente. —Metió la mano dentro del tupperware y comió, a su vez, uno—. ¡Mmmm! ¡Iguales a los que hacía tu madre!

Ella hizo caso omiso al severo comentario sobre Mikael y agradeció que hubiera comparado sus pastelillos con los que horneaba Sue Ellen.

Karl era respetado y admirado dentro de la fuerza policial. Había comenzado como un simple agente y, después de muchos años de sacrificio y con varias medallas en su haber, lo habían ascendido a inspector. Desde ese glorioso momento, que había compartido con su esposa y su única hija, habían pasado ya más de quince años.

El inspector recibió una llamada desde Estocolmo, y Greta aprovechó para despedirse. Al salir de la oficina, se encontró con Ingrid, la recepcionista, quien la retuvo durante unos minutos más. Finalmente, pasadas las tres de la tarde, atravesó corriendo el estacionamiento y se subió a su Mini Cabrio en dirección a la zona comercial. Condujo con cuidado, porque las calles estaban cubiertas de nieve, y, aunque ella llevaba cadenas en los neumáticos, no estaba de más ser precavida. De vez en cuando observaba el reloj. El horario de apertura de la librería era a las cuatro, por lo que estaba bien de tiempo. Cuando dobló en Millåkersgatan, le sorprendió ver a su primo Lasse de pie junto a la puerta de la tienda de artesanías. Estaba debajo del toldo para cubrirse de la nieve y balanceaba el cuerpo de un lado a otro seguramente para paliar el frío.

Estacionó el coche justo frente a la tienda. Se acercó a su primo y le tocó el hombro. Lasse se dio vuelta de inmediato, sorprendido de verla.

—¿Qué haces aquí?

—Hace más de media hora que estoy intentando entrar a la tienda, y Annete no responde.

—¿La has llamado a su casa?

—Ella vive aquí al lado —le indicó señalando una vivienda de dos plantas ubicada junto a la tienda.

—Supongo que habrás golpeado a la puerta.

—Por supuesto, fue lo primero que hice cuando vi que no me abría.

—¿Suele retrasarse? —preguntó Greta; recordaba las veces que la muchacha había llegado tarde a las reuniones del Club de Lectura.

—Jamás, siempre es puntual. Yo llego un rato antes. Ella me abre la puerta, pero hoy no lo ha hecho…

—Ven, probemos en la casa a ver si responde.

Lasse siguió a su prima. Después de golpear a la puerta durante cinco minutos, no obtuvieron respuesta.

—¿Estará enferma?

Él negó con la cabeza.

—Esta mañana estaba perfectamente bien. Debió de pasarle algo.

—No pienses eso, a lo mejor se echó a dormir una siesta y se quedó dormida.

—Conozco a Annete, nunca dejaría su negocio; se preocupa demasiado por él. A esta hora ya habría venido a abrirme.

—¿Tú no tienes llave?

—Nunca quiso dármela.

No sabía qué pensar. En su opinión, la muchacha simplemente se había quedado dormida o se había entretenido con alguien, pero su primo parecía estar realmente preocupado por ella.

—No sé qué decirte, primo. Creo que deberías irte a casa; ella seguramente se pondrá en contacto contigo más tarde para darte una explicación.

Lasse la miró vacilante. Parecía no estar dispuesto a marcharse.

—Lamentablemente, no puedo quedarme más: tengo que abrir la librería. Podemos llamar a un taxi si quieres.

—No quiero irme a casa, Greta. Prefiero esperar.

—Está bien, pero no puedes quedarte aquí con este frío. Ven conmigo.

Finalmente, logró convencer a su primo de que no tenía caso esperar a la intemperie y se lo llevó con ella. Abrió la librería justo a tiempo. Le dijo a Lasse que podía subir a la casa para tomar algo caliente, si lo deseaba; sin embargo, él rechazó la invitación.

Las horas pasaban. Cada cinco minutos, el muchacho marcaba el número de su jefa sin obtener respuesta. Cuando Greta cerró Némesis, aún no se sabía nada de ella. No quería preocuparse, pero no podía evitarlo, sobre todo después de escuchar repetir a su primo por enésima vez que Annete nunca habría dejado abandonada la tienda, que no era de ella ausentarse durante tanto tiempo sin avisarle.

Por eso, decidió que lo mejor sería llamar a la policía. Quizá fuera una falsa alarma, pero necesitaba quitarse la duda. Además, estaba segura de que a Lasse le iba a dar algo si no actuaba pronto.

Hizo la llamada y pidió hablar con su padre. Una voz femenina le anunció que ya se había retirado; entonces, preguntó por Mikael. Él sí estaba. Cuando le explicó el motivo por el que llamaba, Greta creyó que no le iba a hacer caso. Lo más probable era que se estuviera precipitando, pero no podía dejar las cosas así. Se preparó para una respuesta negativa; después de todo, estaba segura de que la policía tenía mejores cosas en las que ocuparse. Sonrió complacida cuando el teniente le dijo que, en unos minutos, estaría allí.

Y así fue. Él pasó por la librería, y, luego, se dirigieron hacia la tienda de artesanías en compañía de Lasse.

—No tienes la llave, ¿verdad?

El muchacho negó con la cabeza. Mikael se acercó a la casa y llamó a la puerta. Nadie respondió. Giró sobre los talones y se subió el cuello de la chaqueta. La nieve caía en ese momento con menos intensidad, pero hacía un frío de mil demonios. Dejó escapar un suspiro que se condensó en el aire.

—Oficialmente, no hay nada que yo pueda hacer. Si vine hasta aquí, es porque noté que estabas intranquila —dijo mirando a Greta.

—Lasse dice que Annete jamás dejaría tirada la tienda. Llámalo intuición u olfato, pero creo que algo no anda bien.

El policía frunció el ceño. De verdad quería ayudarla, pero sabía que podía meterse en problemas si lo hacía. No había una denuncia formal de desaparición ni tampoco tenía una orden de allanamiento para echar un vistazo al interior de la casa.

—¿De verdad no hay nada que se pueda hacer? —insistió ella cruzándose de brazos. Se le estaban congelando los pies, quería irse de allí, pero, al mismo tiempo, algo se lo impedía.

—Si actúo, estaría quebrantando la ley. Deberías ir a la comisaría y presentar una denuncia por desaparición.

—No tiene caso, ambos sabemos que no empezarían a buscarla hasta que no pasasen al menos veinticuatro horas.

—Algo le ha sucedido a Annete, estoy seguro —terció Lasse al borde de la desesperación.

—Está bien. Solo espero que esto no tenga consecuencias graves.

Greta sabía que se refería a la posibilidad de recibir una sanción por lo que estaba a punto de hacer, pero ella estaba dispuesta a hablar con su padre para abogar por él, llegado el caso.

Mikael asió el pomo de la puerta. Se sorprendió cuando giró sin ningún problema.

—Está abierto. —Por precaución sacó un arma y entró. Los primos lo siguieron a una corta distancia.

Mikael encendió la luz del pasillo y avanzó hacia el interior de la casa. Todo parecía estar en orden. Subió a la planta alta, antes les pidió a los otros que se quedaran en la sala. Unos minutos después, Mikael bajó las escaleras con paso cansino: ya no llevaba la pistola en la mano. Greta vio la expresión de su rostro y comprendió que sus temores no habían sido infundados después de todo.

—¿Qué sucede?

—Annete Nyborg está muerta.