CAPÍTULO 3
A la mañana siguiente, cuando su móvil sonó, se sintió esperanzada. Mucho más porque vio en la pantalla que quien llamaba era Leo.
—Hola, Leo. ¿Tienes alguna buena noticia para mí?
Su interlocutor tardó unos segundos en responder.
—Lo siento, Greta. No ha habido suerte. Han pasado un par de clientes para mirar el coche, pero cuando les dije que necesitabas, al menos, la mitad del dinero para desprenderte de él, se iban sin decir nada.
Ella se hundió en la silla donde estaba sentada. Aun sabiendo que vender el coche en tan poco tiempo era casi una misión imposible, había conservado la ilusión de poder lograrlo hasta el último minuto.
Le dio las gracias a Leo después de que él le dijo que había reparado la calefacción, y acordó pasar esa misma mañana a recoger el coche; ya no tenía caso venderlo.
Con parsimonia, se puso de pie y bajó a la cocina. Mientras calentaba agua para un café, cortó un poco de fruta para la lora. Su padre se había marchado temprano, había escuchado el auto salir de la cochera cerca de las ocho.
Buscó a Miss Marple y la llevó a la cocina: no tenía ganas de desayunar sola esa mañana. La sacó de la jaula, se la puso encima del hombro. El ave comenzó a jugar con su cabello, lo que logró arrancarle una sonrisa a Greta. La dejó sobre la mesa para colocar frente a la lora un plato con trocitos de manzana, melocotón y nueces.
Se preparó un abundante desayuno para sí misma consistente en café, exprimido de naranjas, pan crujiente y huevos revueltos. Se dio cuenta, sin embargo, de que no tenía demasiado apetito, por lo que solo bebió el café y comió una pieza de pan.
Miss Marple, en cambio, no tardó en vaciar el plato.
—Parece que tenías hambre hoy —le dijo acariciando el plumaje blanquecino de su pequeña cabeza. El primer día en Mora apenas había comido: cada vez que Greta revisaba el cuenco de semillas, lo encontraba lleno. Sin embargo, al parecer, el ave se estaba habituando a su nueva vida, quizá más rápidamente que ella.
Miss Marple pareció hacer caso omiso al comentario y comenzó a limpiarse el pico contra el borde del plato.
El teléfono sonó, y la lora alzó la cabeza.
—¡Hola! ¡Hola!
Ella se levantó de un salto y corrió hasta la sala.
—¿Sí?
—¿Greta?
Reconoció la voz de Matilda Hallman de inmediato. Se le hizo un nudo a la garganta.
—Sí, señora Hallman, soy yo.
—Te llamaba para decirte que te espero esta tarde para cerrar el trato y entregarte las llaves de la librería.
Tuvo que sentarse en el sillón. ¿Había escuchado bien?
—¿Sigues ahí? —le preguntó la señora desde el otro lado de la línea ante la falta de respuesta.
—Sí; es solo que me sorprende esta llamada. Su abogado fue muy tajante ayer con respecto a la venta y, lamentablemente, no pude conseguir el resto del dinero —le explicó.
—Ya no tienes que preocuparte por eso.
Greta se pasó una mano por el cabello. Una mezcla de sensaciones la invadieron: nerviosismo, alegría, pero, sobre todo, una gran confusión.
—¿Podría explicarme qué fue lo que ocurrió?
—Tu padre acaba de pasar por aquí y nos dio un anticipo que cubre la suma que a ti te faltaba. Con la entrega del resto del dinero, la librería pasará finalmente a tus manos.
Greta notó cuán feliz estaba Matilda Hallman; ella también quería estarlo. Sin embargo, no podía evitar sentirse un tanto molesta con su padre por la decisión que había tomado a sus espaldas. Cuando colgó, se quedó un rato largo sentada sopesando la situación. ¿Debía agradecerle a Karl por lo que había hecho o enojarse con él?
Había logrado quedarse con la librería. Quizás ese hecho fuera lo único que debería importarle, pero no podía pasar por alto que no le hubiese consultado. Por un instante, pensó que tal vez su intención había sido darle una sorpresa.
Se puso de pie y regresó a la cocina. Encontró a Miss Marple jugando con una de las espátulas que colgaban de la pared. Se acercó y se sentó en una de las banquetas. Apoyó ambas manos en el mentón; se quedó en silencio.
Miss Marple dejó de lado la espátula para acercarse a su dueña. Comenzó a picotearle la manga del sweater para llamarle la atención.
—No puedo jugar ahora, cariño —le dijo rascándole el pico—. Debo ir al taller de Leo a retirar el coche. ¿Te gustaría dar un paseo cuando regrese?
El ave se balanceó de un lado a otro como si estuviera danzando al ritmo de su propia música.
—¡Paseo, paseo, paseo!
Buscó un abrigo. Cuando fue por la jaula, vio que la lora ya se había metido dentro y se balanceaba inquieta sobre el trapecio de madera.
—Hasta luego, cariño.
Mientras ponía el cerrojo a la puerta, podía escuchar el parloteo de Miss Marple que la despedía con su habitual «¡hasta pronto, hasta pronto!».
* * *
Por la tarde, Greta fue a la casa de los Hallman y finiquitó la compra de la librería. Entregó el dinero que faltaba. Recibió las llaves y todos los documentos pertinentes que la acreditaban como dueña del comercio. Matilda Hallman sugirió que sería propicio cerrar el negocio con un brindis, y Greta no pudo negarse. Bebió una copa de punsch; al fin y al cabo, aquel acontecimiento lo ameritaba.
Regresó a su casa cerca de las cuatro y vio el auto de su padre estacionado en la entrada de la cochera. No habían tenido ocasión de hablar o verse durante el día. Agradeció la copa de licor que le habían ofrecido, porque la hizo sentirse con más valor para enfrentarlo.
Dejó el coche junto al de Karl y entró por la puerta que daba a la cocina. Había una cacerola con comida cocinándose; sonaba el estéreo. Su padre era fanático de los Beatles: adoraba cocinar escuchando sus temas. Pasó a saludar a Miss Marple; luego, se dirigió a la sala.
Encontró a su padre cómodamente tirado en el sofá: llevaba su delantal y tenía los ojos cerrados. Así, en aquella posición, se hacían más evidentes los kilos de más que se habían acumulado en su barriga.
Greta tosió con fuerza para que notara su presencia. Él abrió los ojos y le sonrió.
—La cena estará lista en un momento —le dijo incorporándose lentamente del sillón.
Ella, en cambio, no se movió de su sitio. Se cruzó de brazos y lo miró a los ojos.
—¿No tienes nada que contarme?
Karl también se quedó mirándola. La conocía demasiado bien como para percibir que ella estaba enfadada.
—Supongo que ya has hablado con los Hallman…
Avanzó hacia él, puso los brazos en jarra y lanzó un bufido.
—¡No tenías derecho a hacer una cosa así a mis espaldas! —le recriminó.
Karl se puso de pie y, al acercársele, notó el alcohol en su aliento.
—¿Has bebido?
—No me cambies de tema. ¿Por qué me ocultaste que les diste un anticipo del veinte por ciento para cubrir la cantidad que me faltaba para comprar la librería?
—Quise darte una sorpresa, cielo.
—Sabes que no me gusta que nadie se meta en mi vida; mucho menos cuando se trata de dinero. No debiste hacerlo, papá.
—¿Y dejar que perdieras esa oportunidad?
—Habría encontrado alguna otra salida —replicó, a pesar de saber que habría sido casi imposible, sobre todo cuando los Hallman tenían otro comprador en la mira.
—Sabes que eso no es así. —La tomó con suavidad por los hombros—. Dime, ¿qué es lo que realmente te molesta? ¿Que lo haya hecho o que no te lo contara?
No supo qué responderle en ese momento. La verdad era que, a esas alturas, le daba lo mismo.
—Me habría gustado haberlo sabido por ti, en vez de enterarme por Matilda Hallman —respondió—. Papá, ya no soy una niña. No necesito que salgas en mi rescate cada vez que las cosas no resultan como quiero.
Karl le sonrió.
—¿Te quedarías más tranquila si te digo que hice todo esto porque quiero ser tu socio?
Greta abrió la boca, dispuesta a decir algo, pero él no la dejó seguir hablando.
—No me vendría mal un ingreso extra. Cada vez falta menos para mi retiro, y me parece una excelente oportunidad. Eso sí, como socio minoritario, exigiré mi cheque cada fin de mes con el veinte por ciento de las ganancias —alegó mientras se ponía más serio.
—Papá…
—¿No te parece lo más justo? Seremos socios y compartiremos las ganancias; yo, en menor porcentaje, por supuesto.
Sabía que su padre estaba haciendo aquello para congraciarse con ella, para que no sintiera que le estaba facilitando las cosas, sirviéndole todo en bandeja de plata. Aun así, le complacía la idea. Ella sería la accionista mayoritaria con el ochenta por ciento de la sociedad y, por lo tanto, quien tomaría todas las decisiones.
No iba a permitir que él se metiera en el gerenciamiento de la librería. Depositaría cada mes un cheque con su dinero, pero jamás lo dejaría meter mano en el negocio. Primero, muerta.
* * *
—¿Cuándo crees que puedes tener todo listo para la reapertura?
—No lo sé, en dos semanas, con suerte. Por fortuna, conozco el manejo del negocio bastante bien. Sin dudas, los dos años que trabajé en la librería me ayudarán a sacarla adelante sin mayores problemas. Solo debo organizarme un poco, ponerme al día.
Greta y Hanna se habían encontrado para almorzar y comentar las últimas novedades.
—Perfecto. Yo puedo encargarme de la promoción y de confeccionar las tarjetas de invitación. Puedo tomar una fotografía de la fachada de la librería para ilustrarlas, ¿qué te parece?
A Greta le gustaba el entusiasmo de su amiga; sin embargo, no podía olvidarse de que una buena campaña de publicidad iba a costar mucho dinero.
—No quiero agobiarte con tantas tareas; sé que tienes mucho trabajo en el estudio. Puedes tomar la fotografía de la librería, porque en eso tú eres la experta, pero con respecto al trabajo de promoción, seré yo quien se haga cargo. Tengo un par de ideas rondando en mi cabeza.
Se las comentó a su amiga. Finalmente, decidieron que trabajarían juntas en la publicidad. Hanna se encargaría de todo lo que tuviera que ver con la imagen, y Greta, de la parte que más le concernía: las letras. La creación de un eslogan, el diseño de la campaña y demás.
La fotógrafa había insistido en no cobrarle ni una corona por su trabajo, pero ella se negó rotundamente.
—Hagamos un trato —propuso su amiga—: me pagarás solo por la fotografía y la impresión de los volantes; lo demás será mi regalo de bienvenida.
—No puedo permitir eso.
—¡Por supuesto que lo permitirás! ¡Greta Lindberg, ni te atrevas a decirme que no! —Alzó una mano y le apuntó con el dedo índice en un gesto amenazador.
Sabía que llevaba las de perder; a tozuda, nadie le ganaba a la fotógrafa.
—¿Has pensado en un nombre? Ya no podrá llamarse «Librería Hallman».
Lo había estado pensando la noche anterior mientras trataba de conciliar el sueño y había hallado el nombre perfecto.
—Sí, se llamará Némesis.
Hanna sonrió.
—Es el título de uno de los libros de Agatha Christie, ¿verdad?
—Es una de sus últimas novelas publicadas —respondió—. Creo que el nombre le quedará como anillo al dedo. Mi idea es convertir a Némesis en una librería temática.
—Me parece estupendo. —Alzó su copa de vino y la chocó con la de su amiga—. ¡Por Némesis!
—¡Por Némesis! —repitió Greta con una sonrisa en los labios.
* * *
Greta trascurrió los siguientes días entre la casa de su padre y el local. Su decisión de convertir Némesis en una librería temática no había resultado tan sencilla como había imaginado, y temía no llegar a tiempo para la reinauguración que había sido pautada para el veintinueve de ese mes. Uno de los proveedores que trabajaba con los Hallman le había prometido conseguirle un contacto que le proveería una importante colección de novelas de misterio, cosa que había acelerado un poco las tareas. Por fortuna, también había logrado reubicar todo el stock de libros de otros géneros en varias librerías de la región.
Igualmente, después venía todo lo demás: armar el catálogo, elegir los libros que se expondrían en el escaparate, hacer un nuevo inventario y muchas cosas más. Por otro lado, rondaba en su mente la idea de organizar un club de lectura para mujeres; pensaba que sería una buena manera de promocionar la librería y de asegurarse una venta mensual de ejemplares. Cuando trabajaba para los Hallman, había ayudado a organizar un par y se creía capaz de llevar adelante un club de lectura por su propia cuenta. Por eso, sabía que lo mejor era mudarse al pequeño apartamento ubicado encima de la librería. Había hecho las averiguaciones pertinentes y sabía que estaba desocupado, que hacía bastante tiempo que los Hallman no se lo rentaban a nadie. Les preguntaría si estaban dispuestos a arrendárselo a ella. La idea no le caería bien a su padre, que estaba encantado de tenerla en casa, pero debía ser práctica. No podía estar yendo y viniendo varias veces al día de una punta a otra de la ciudad; no tenía sentido cuando estaba disponible el apartamento sobre la librería. Se comunicó con Matilda. Rápidamente, llegaron a un acuerdo. Esa misma noche le daría la noticia a su padre; le prepararía su plato favorito con la esperanza de que él entendiera el por qué de su decisión.
Sin embargo, como había previsto, Karl no tomó muy bien el hecho de que se marchara de la casa. Ni siquiera un suculento plato de guiso de pescado había logrado sacarle una sonrisa durante la cena.
—Papá, es lo mejor. Tengo que preparar todo para el día de la reapertura y me resultaría mucho más cómodo si no tengo que regresar por las noches aquí —le explicó tratando de que él comprendiera.
—Me había acostumbrado a tenerte de nuevo en casa, cielo —le dijo tomando su mano por encima de la mesa—. ¡Incluso me acostumbré al parloteo de Miss Marple!
—Esta vez es diferente: me mudo solo a la otra punta de la ciudad. Nos veremos todos los días —le aseguró con una sonrisa en los labios.
Karl se llevó una mano a la barbilla y contempló a su hija. Le gustaba el entusiasmo que se le reflejaba en los ojos azules, tan parecidos a los de su madre. Le pesaba la idea de que ya no viviría con él, pero, al menos, tenía la certeza de que Greta había encontrado en Mora la serenidad que había perdido.
—Lo sé, hija, y me hace feliz que estés llevando tan bien todo el asunto de la librería. Me siento un inútil por no poder ayudarte. Es que, en la comisaría, no tenemos un minuto de respiro.
—No te preocupes, Hanna me ha dado una mano enorme. No sé que habría hecho sin ella —dijo mientras se servía un poco más de vino blanco en la copa.
—Némesis será todo un éxito, ya lo verás. Yo he corrido la voz en la comisaría y la mayoría de mis colegas me ha prometido que asistirá a la fiesta de inauguración.
—Gracias, papá. Es muy importante para mí contar con tu apoyo.
Tras la cena, ambos lavaron la vajilla. Mientras Greta secaba los platos, le contaba a su padre sobre su idea de crear un club de lectura en la librería, iniciativa que Karl aprobó de inmediato. Una hora después, ella subió a su habitación. Era tarde y estaba agotada, pero, aun así, encendió la laptop y trabajó un par de horas hasta que el sueño la venció.
* * *
El día veintinueve llegó tan rápido que Greta apenas tuvo tiempo para comprarse un vestido nuevo y un par de zapatos que hicieran juego. Hanna le había dicho que tenía que estar radiante, y, en su guardarropa, no había nada que entrara en esa categoría. La inauguración de Némesis había estado en boca de todos los últimos días.
Eso era gracias a la campaña de publicidad que había llevado adelante junto a su amiga y a los elogios que había esparcido Karl entre sus allegados que, debido a su trabajo, conformaban más de la mitad de la ciudad. No había nadie en Mora que no conociera al inspector Karl Lindberg. Ahora, a través de las recomendaciones de su padre y de los elogios de Hanna, Greta también se había hecho conocida. La publicidad extra era más que bienvenida; sin embargo, le generaba cierta incomodidad saber que estaba en boca de todos.
Fue hasta la ventana y echó un vistazo al exterior. Había estado lloviendo desde temprano en la tarde. Esperaba que eso no afectara la asistencia del público a la fiesta que estaba pautada para las cinco y media. Se puso el vestido de punto que había comprado para la ocasión y se sentó en el tocador para peinarse el cabello. Se tomó un respiro antes de maquillarse: contempló su imagen en el espejo. La vida había pasado demasiado rápido para ella los últimos días, pero haberse mantenido ocupada había sido una bendición. Aún no podía relajarse; lo haría después de esa noche.
Se calzó los zapatos nuevos; se dirigió a la sala para beber un vaso de aquavit, porque los nervios le habían resecado la garganta. Le gustaba su nuevo hogar. Era un apartamento pequeño, con pisos y muros de madera que le daban un aire acogedor. Se había mudado hacía apenas unos días, pero ya lo había decorado a su manera para sentirlo más suyo. Miss Marple también parecía sentirse a gusto. No chillaba tanto por las mañanas, le gustaba recorrer toda la casa cuando Greta la sacaba de la jaula apenas llegaba de la librería.
Miró su reloj, aún tenía un poco de tiempo, así que lo dedicó a repasar su discurso. Había sido Hanna quien había insistido con que debía dar uno; sobre todo, para anunciar oficialmente la creación del Club de Lectura: acontecimiento que, según su amiga, sería todo un éxito. La noticia todavía no se había dado a conocer, y Hanna ya había conseguido al menos media docena de posibles candidatas para que se inscribieran al club.
Estaba tan concentrada que se sobresaltó al oír unos golpes en la puerta. Se había puesto de acuerdo con la fotógrafa para aparecer juntas, ya que su padre iría acompañado por algunos de sus colegas, directamente desde la comisaría.
Se acercó a la jaula de Miss Marple y le rozó el pico.
—Deséame suerte, cariño.
—¡Suerte, Greta; suerte, Greta!
Apagó las luces —menos la de la sala para que la lora no se sintiera tan sola—, luego se dirigió hacia la puerta. Allí se encontró con Hanna y su madre. A Greta le dio mucho gusto saludar a Monika Windfel después de tanto tiempo.
Mientras bajaban a la librería, se enteró de que Monika planeaba inscribirse en el Club de Lectura junto con su hija. Además, un par de sus amigas también pensaban hacerlo.
Miró nerviosamente el reloj. Faltaban quince minutos para las cinco y media. Contempló el resultado de su obra con placer. Némesis parecía cobrar vida propia frente a sus ojos, poco y nada quedaba del estilo que había caracterizado a la librería de los Hallman por más de tres décadas. Greta había empezado por cambiar el amarillo de los muros por un color menos chillón, algo más acorde al ambiente que quería que los clientes disfrutaran cuando fuesen a adquirir un buen libro de misterio. Había organizado los estantes de manera que fuera más sencillo dar con un ejemplar en particular y, en un sector apartado, había mandado a colocar tres sillones Chesterfield color tabaco para que los lectores se sentaran a disfrutar de la lectura. Un enorme candelabro de principios del siglo XX que había conseguido en un mercado de pulgas pendía del techo y ayudaba a crear toda aquella atmósfera de misterio. Era justo lo que quería, lo que había soñado desde que se había enterado de que la librería estaba a la venta.
Había encargado un pequeño buffet para agasajar a los concurrentes, que estaba distribuido en cuatro mesas en la parte central del amplio local.
Greta se acercó a la ventana que daba a la calle y contempló las gruesas gotas de lluvia golpeando contra el cristal. Pegó un salto cuando una joven se asomó desde el exterior y dio unos golpecitos en la ventana.
Corrió hacia la puerta y le abrió.
—Sé que es temprano aún, pero acabo de cerrar el puesto de artesanías que tengo a unos pocos metros de aquí y no me quería perder la reapertura de la librería —explicó la muchacha mientras se sacudía el cabello mojado—. Mi nombre es Annete Nyborg —se presentó, extendiendo su brazo hacia ella.
La correspondió con un apretón de manos y una sonrisa. Había pasado varias veces por el puesto de artesanías las últimas semanas, pero nunca se había detenido para conocerlo. La muchacha no parecía tener más de veinticinco años y poseía una belleza bastante particular: cabello oscuro y ojos color avellana. Cuando se quitó el abrigo, un collar con una pequeña y brillante esmeralda engarzada alumbró el lugar. A simple vista, parecía real, pero no creía factible que una vendedora de artesanías pudiera comprarse una joya de aquella envergadura. Seguramente, se trataba de una pieza de fantasía, aunque la muchacha parecía orgullosa de portarla.
—Pasa, mi nombre es Greta Lindberg y soy la dueña de Némesis.
—Sé quién eres, tu primo Lasse me ha hablado mucho de ti.
—¿Conoces a Lasse?
—Sí, trabaja conmigo. Me dijo que quizá venga más tarde.
Greta esperaba que, si Lasse asistía con sus padres, su tía Ebba no le reclamara que no la hubiese ido a visitar. Condujo a la recién llegada hacia la parte trasera y le presentó a Hanna y a Monika.
Annete le contó que había asistido a aquella fiesta porque quería inscribirse al Club de Lectura. Le preguntó si aún quedaban vacantes. Greta creyó percibir que la muchacha sonreía con cierto alivio cuando le respondió que había un sitio para ella en el club.