CAPÍTULO 2
Hanna Windfel le ordenó por cuarta vez a la pequeña Eva que se quedara quieta. La madre también le pedía que no se moviera, pero era inútil: parecía que la niña tenía un ejército de hormigas en el cuerpo. Se dio cuenta de que sería prácticamente imposible tomarle una fotografía decente. Solo en contadas ocasiones perdía la paciencia con sus clientes. Sin embargo, aquella niña caprichosa e inquieta había terminado por sacarla de las casillas. En ese momento, poco le importó la buena reputación que se había ganado como una de las fotógrafas más prometedoras de la región. De nada le valía un equipo de última generación o la lente más sofisticada, si su objetivo insistía en salirse de foco. Era imposible trabajar de ese modo. La niña estaba sacando lo peor de Hanna, que prefería dejarlo para otra oportunidad. Colocó el trípode a un costado y se dirigió al rincón, donde la madre de Eva esperaba.
—Señora Sälen, hoy es imposible tomarle una foto a su hija. Si le parece, regrese el lunes a la mañana. No tarda en llegar mi próximo cliente. —Miró a la mujer detenidamente por primera vez desde que había entrado al estudio. No debía de tener más de veinticinco años y, según le había contado, Eva era la menor de sus tres hijos. Tenía una mancha de comida en el abrigo y ojeras en el rostro. Hanna la compadeció en silencio, siempre había pensado que lidiar con un hijo era una tarea difícil para cualquier mujer. No se imaginaba cómo se las arreglaría ella con tres, mucho menos si eran inquietos como Eva. La mujer la miró con mala cara y fue a buscar a su hija. La alzó en brazos, y la fotógrafa fue testigo de cómo de repente la pequeña Eva se quedaba quieta. Ya ni siquiera movía los brazos hacia arriba y hacia abajo como lo había estado haciendo los últimos veinte minutos. Rápidamente, buscó su cámara y le tomó una fotografía, sorprendiendo a la madre de la niña.
—Sé que deseaba una foto de su hija en solitario, pero se veía tan tierna que no pude contenerme. —Aprovechó para tomar una segunda fotografía de Eva aferrada al cuello de su madre—. Creo que por fin hemos logrado captar su verdadera esencia. —La niña metió un dedo en la oreja de su madre—. Eso es, perfecto. —Les sonrió mientras hacía una última toma.
La señora Sälen miró a Hanna de modo extraño: ella quería una bonita foto de su hija para mandarla a sus abuelos que vivían en Estocolmo. Lo último que deseaba era que sus suegros la vieran a ella con unas enormes ojeras en el rostro y manchas de papilla en el abrigo.
—Puede regresar el lunes si no está conforme con las fotos que tomé —le dijo viendo el desconcierto en los ojos de la joven madre—. Le haré un descuento especial si le parece.
La mujer negó con la cabeza.
—Muchas gracias, pero creo que llevaré a mi niña con otro fotógrafo. Adiós, que tenga buen día. —Apretó a la niña contra su pecho y abandonó el estudio a toda prisa.
Hanna soltó una carcajada a pesar de que acababa de perder a un cliente. Al menos, conservaría las fotos. Quizás algún día podría usarlas para montar su propia exposición.
Sacó el rollo de la cámara y lo metió dentro de una cajita de plástico. Lo revelaría esa misma tarde junto con los demás trabajos que tenía atrasados. Últimamente, no daba abasto, pero no podía quejarse: desde que había abierto el estudio, dos años atrás, le estaba yendo bastante bien. No era la única fotógrafa de la ciudad, aunque, seguramente, sí una de las más solicitadas.
La campanilla de la puerta sonó. Hanna buscó en su agenda el nombre del cliente que tenía cita a esa hora.
—Pase y póngase cómodo, por favor —dijo sin voltearse.
Cuando giró sobre sus talones, se llevó una gran sorpresa.
—¡Greta! ¿Eres tú?
La muchacha extendió los brazos. Con una sonrisa de oreja a oreja, le dijo:
—La misma que viste y calza.
Las amigas se fundieron en un abrazo que parecía no terminar jamás.
—¡Qué bueno verte! Me encontré con tu padre la semana pasada y no me dijo que vendrías.
Ella suspiró. Hacía una semana, ni siquiera sabía que regresaría a Mora.
—Fue una decisión de último momento; llegué ayer por la tarde.
La fotógrafa la miró seriamente.
—¿Qué hay de Stefan?
—Rompimos.
—¡Oh, Greta, cuánto lo siento! —se lamentó Hanna mientras acomodaba un mechón de cabello de su amiga tras la oreja.
—No tuve opción. Él no me dejó otra salida.
—Ven, mi próximo cliente no ha llegado aún. —La llevó de la mano hasta el sector donde se encontraba su escritorio y la invitó a sentarse—. Cuéntame qué pasó.
Le relató a su amiga cómo los últimos meses la convivencia con Stefan se había convertido en un infierno. La fotógrafa la miraba horrorizada, incapaz de creer que le estuviera hablando del mismo hombre que había conocido el invierno anterior.
—Debió de ser muy difícil para ti tomar la decisión de dejar todo —dijo comprensivamente Hanna.
—Sí, lo fue, pero no me arrepiento. La relación con Stefan se estaba tornando enfermiza. Me celaba sin ningún motivo. Antes de marcharme de Söderhamn, tuve que cambiar mi número de teléfono; me llamaba cada diez minutos para saber qué estaba haciendo, si estaba con alguien. Fue terrible, me di cuenta de que debía alejarme de él el día que se atrevió a cruzar el límite. —Se detuvo: de inmediato comprendió que, quizás, estaba hablando de más.
Hanna apretó su mano.
—Vamos, cuéntamelo, necesitas desahogarte con alguien —la instó a que continuara hablando.
—Una tarde se presentó en mi trabajo, sin previo aviso, como solía hacer en los últimos tiempos. Me vio conversando con uno de los profesores y se volvió loco. Me acusó de estar engañándolo a la vista de todos. —Hizo una pausa para respirar—. Me llevó hasta su auto por la fuerza y… y me arrojó contra el parabrisas. En ese momento, supe que ya no había vuelta atrás. —Se mordió el labio inferior cuando comprendió que estaba temblando.
La fotógrafa guardó silencio y apretó la mano de su amiga con más fuerza.
—No tiene caso seguir hablando de ese maldito; gracias a Dios has sabido salirte de esa relación a tiempo. Mejor dime qué piensas hacer ahora.
Greta experimentó un gran alivio. No le había contado sobre ese incidente a nadie, se lo había tragado todo ella sola. Creía que, con el tiempo, lo olvidaría, pero descubrió que contárselo a su amiga había evitado que el dolor siguiera creciendo dentro de ella hasta devorarla. Se sintió, de alguna manera, liberada.
—Por lo pronto, me quedaré con mi padre —respondió tratando de sonreír—. Está encantado de tenerme de regreso.
—¿Piensas trabajar de profesora?
—Lamentablemente, no será posible: las clases ya comenzaron hace bastante, y no hay ninguna plaza vacante hasta el próximo año.
—¿Qué harás entonces?
—Pues hay grandes posibilidades de que pueda hacerme cargo de la librería de los Hallman —respondió Greta.
—Supe que estaba en venta. Al parecer, los viejitos planean mudarse a Francia o algún lugar similar.
—Así es. La verdad es que me entusiasma mucho la idea de quedarme con la librería, aunque no hay nada concreto aún. Debo reunirme con ellos mañana para ver si cerramos el trato o no —dejó escapar un suspiro—. Sabes de mi pasión por los libros y cuánto aprecio esa librería en particular.
—¿Que si lo sé? Aún recuerdo las veces que me dejabas tirada porque preferías quedarte en casa leyendo una de tus novelas de misterio.
—Lo siento mucho, amiga —dijo Greta que sabía que Hanna, de cierta manera, había sufrido cuando ella la relegaba a un segundo plano para abocarse a la lectura.
—No te preocupes —respondió restándole importancia al asunto—. Estoy segura de que te venderán la librería a ti: no podría caer en mejores manos.
—Ojalá.
Ambas amigas cruzaron los dedos.
—Si compras la librería, tendrás que organizar una gran fiesta de reapertura para que todo el mundo sepa que tú eres la dueña ahora. Lo importante será retener a los clientes.
Greta asintió a pesar de que la adquisición de la librería no era más que un sueño por el momento. Percibió el entusiasmo de su amiga, pero no podía pensar en una gran fiesta de inauguración todavía. No solo porque la compra no se había concretado, sino porque todo su capital se evaporaría una vez que la librería fuera suya.
—No veo la hora de que llegue mañana para poder reunirme con los Hallman —dijo incapaz de ocultar su ansiedad.
—Todo saldrá bien, ya verás —respondió la fotógrafa, dándole la seguridad que a ella le faltaba.
Lamentablemente, no pudieron seguir conversando mucho más, porque el cliente, que se había retrasado, llegó y esperaba ser atendido.
Greta se marchó, le había hecho bien la charla con su amiga que siempre había sido una mujer divertida y alocada. Se habían conocido en el kindergarten y rápidamente se habían convertido en amigas inseparables. Greta solía ser un poco tímida de niña, sin embargo, habían convertido al carácter extrovertido de Hanna, había sabido dejar la timidez atrás. Incluso se había atrevido a cometer algunas travesuras con ella. Recordaba una en particular. Había sido durante el receso de verano, cuando Greta había pasado una temporada en casa de los Windfel. Ambas tenían catorce años y, juntas, se sentían invencibles. Una tarde, aprovechando la ausencia de la familia de Hanna, las chicas habían invitado a la casa a uno de sus vecinos para mirar una película. Peter era un muchacho muy poco agraciado que, por si fuera poco, tenía fama de fisgón. Por supuesto, se había sorprendido al recibir una invitación de las muchachas a las que solo se atrevía a mirar de lejos. Tanto Hanna como Greta sabían de la afición del muchacho a espiarlas mientras ellas tomaban sol en la terraza, por lo que decidieron darle una lección. La idea había sido de Hanna, pero Greta estuvo de acuerdo desde el principio. El pobre de Peter se quedó paralizado cuando, en mitad de la película, Hanna apagó el televisor y se levantó la camisa para mostrarle los pechos. Unos segundos después, Greta hizo lo mismo. El rostro cubierto de acné de Peter Levanger se tiñó de un rojo intenso y solo pudo balbucear un par de palabras antes de huir despavorido. Aquella había sido solo una de las tantas travesuras que habían tramado juntas, y la recordaba con mucho cariño.
Al abandonar el estudio de Hanna, decidió que iría a dar un paseo por el centro de la ciudad. La temperatura había caído considerablemente. Se esperaba la primera nevada para los siguientes días. Atravesó la calle principal y, al pasar por el restaurante de Claras, volvió a invadirla la nostalgia. Cuando era niña, solía ir allí a cenar con sus padres religiosamente cada viernes por la noche. En muchas ocasiones, Sue Ellen y ella terminaban cenando solas, porque Karl había recibido alguna llamada de la comisaría. Ese era precisamente uno de los motivos que habían alejado a Greta del sueño de su padre de que se convirtiera en mujer policía. Las largas horas fuera de casa, las imprevistas ausencias y la incertidumbre de no saber qué podría llegar a suceder cada vez que había que investigar algún caso habían contribuido notablemente para que eligiera una carrera menos movida. Sin contar, por supuesto, que odiaba usar uniforme y quedarse hasta tarde escribiendo tediosos reportes como solía hacer Karl cuando aún era agente.
Continuó con su recorrido. Algunas de las personas con las que se cruzaba la saludaban con un ligero movimiento de cabeza y una sonrisa afable. Apenas recordaba a la mayoría de ellas, pero ya tendría tiempo para socializar. De vez en cuando, miraba por encima de su hombro; temía, quizá, que Stefan se hubiera atrevido a seguirla hasta allí. Ya no podía llamarla, pero nada le impedía intentar buscarla. Había regresado a Mora procurando tranquilidad y esperaba encontrarla.
Decidió que, antes de volver a la casa, subiría hasta el mirador para contemplar la ciudad desde las alturas. Hacia allí se dirigió a paso acelerado para paliar el frío.
* * *
El teniente Mikael Stevic llamó a la puerta de su jefe y, tras esperar prudentemente unos segundos, entró. Guardó silencio mientras escuchaba atentamente la conversación que estaba sosteniendo Karl Lindberg con alguien de Estocolmo. La división de Delincuencia Organizada estaba detrás de un pez gordo, y los habían contactado a ellos, porque tenían información de que el sujeto manejaba una red de tráfico de armas en toda la zona central del país. Se sospechaba que Mora estaba dentro de su rango de acción. Por tal motivo, habían pedido la intervención de las fuerzas locales.
—Bien, Martin, mantenme informado. Adiós y gracias. —Karl dejó el móvil sobre el escritorio y observó a Stevic.
—¿Alguna novedad? —preguntó y se sentó en la silla frente a él.
—Los de Delincuencia Organizada han pedido que actuemos con cautela, que investiguemos y mantengamos vigilado al sospechoso. No podemos hacer nada más al respecto. Ellos mandan —comentó con cierto aire de fastidio.
—Me dijo Nina que querías hablar conmigo.
—Quiero pedirte un favor y no tiene nada que ver con el caso que tenemos entre manos. Necesito que te pongas en contacto con la policía de Söderhamn y preguntes por un sujeto llamado Stefan Bringholm. Quiero saber todo de él, si tiene antecedentes criminales, alguna denuncia en su contra, cualquier cosa.
A Mikael el nombre ni le sonaba, pero sospechaba que se trataba de algún asunto personal.
—¿De qué se trata, Karl?
El hombre se recostó en la silla y observó a su interlocutor. Conocía a Mikael desde hacía dos años, cuando se había incorporado a la comisaría, recomendado por un amigo suyo de Gotemburgo. Al principio, no le había caído nada bien el hecho de que hubiera sido enviado porque tenía conocidos en la fuerza. Sin embargo, pronto tuvo que cambiar de idea: era eficiente como pocos y se había ganado a pulso un nombre dentro de la policía. Lamentaba que en el ámbito personal no se manejara de la misma manera.
—¿Puedo pedirte absoluta reserva?
—Por supuesto —respondió cruzándose de brazos.
—Es el ex de mi hija. Greta acaba de romper con él. El sujeto siempre me dio mala espina, y no quiero llevarme una sorpresa.
El teniente se quedó mudo. Sabía quién era Greta. Muchas veces se había quedado mirando la fotografía que Karl tenía sobre el escritorio: una muchachita de cabello rojo y pecas en el rostro. Nina le había dicho que era la hija del jefe y que vivía en Söderhamn.
—Me ocuparé del tema hoy mismo —le aseguró.
—Gracias, Mikael. Y recuerda que esto es extraoficial: nadie en la comisaría tiene por qué saberlo.
Asintió. Él no tenía hijos, pero podía comprender la preocupación de Karl. Al salir de la oficina, se dirigió a su escritorio y lo primero que hizo fue ponerse en contacto con la policía de Söderhamn.
* * *
Llegó a la cita con los Hallman diez minutos antes de lo pautado. Estaba ansiosa; no podía disimularlo. Matilda Hallman la hizo pasar a su casa y le ofreció una taza de café. Greta solo aceptó un vaso de agua. Después, apareció su esposo, acompañado por un hombre que vestía un traje algo anticuado y movía las manos debido a un tic nervioso.
—El señor Hägglund nos acompañará —le informó Leif Hallman con una sonrisa en los labios—. Es nuestro abogado.
Greta trató de no inmutarse ante la mención de la palabra «abogado», pero le fue imposible. Ella pensaba discutir la venta de la librería con los Hallman en un plan menos formal.
—Señorita Lindberg —dijo Henning Hägglund con su voz de barítono—, mis clientes me han comentado que usted no cuenta con el capital completo para afrontar la compra de la librería.
Ella tragó saliva; sin embargo, no se iba a dejar amilanar: lucharía por cumplir su sueño.
—Así es; le dije a la señora Hallman, cuando hablamos por teléfono, que solo puedo cubrir el ochenta por ciento del dinero. Ella me dio a entender que existía la posibilidad de llegar a un acuerdo para saldar el resto. —Miró a Matilda y la mujer le sonrió—. Comprendo —dijo el abogado sin siquiera mover una pestaña.
Se preguntó si los Hallman iban a abrir la boca alguna vez; al parecer, preferían dejar todo en manos de su representante.
—¿Hay algún inconveniente? —Quiso saber a lo que se estaba enfrentando.
—Nosotros no lo llamaríamos «inconveniente» —repuso el abogado—. La verdad, señorita Lindberg, es que ha aparecido otro comprador que ofrece pagar la totalidad de la suma para quedarse con la librería.
No contaba con eso. Las palabras del antipático hombre barrieron con sus ilusiones en un solo instante. Miró nuevamente a la señora Hallman.
—Matilda, pensé que habíamos llegado a un acuerdo. Usted misma me dijo que prefería venderme la librería a mí —le recordó.
—Es verdad, querida; si fuera por mí, te entregaría las llaves hoy mismo. Pero negocios son negocios.
Greta sabía que la mujer hablaba por su esposo. Leif Hallman siempre había tenido una visión de ave rapaz para los negocios, el dinero había sido una de sus máximas prioridades en la vida y, por supuesto, no iba a desaprovechar la ocasión de hacerse con una buena cantidad. Nada que ver con su esposa, quien ponía siempre los sentimientos por delante.
—¿Podría pedirles un plazo de, al menos, veinticuatro horas para poder conseguir el resto del dinero? —preguntó en un último intento por quedarse con la librería. Ignoraba de dónde iba a sacarlo, pero necesitaba ganar tiempo.
Matilda y su esposo se miraron a los ojos durante unos segundos. Greta se mentalizó para recibir una negativa, cuando Leif le consultó algo al oído a su abogado.
—Está bien, señorita Lindberg. Mis clientes aceptan darle veinticuatro horas para presentarse con la totalidad del dinero de la venta —le comunicó Henning Hägglund con un rictus en los labios.
Se marchó de la casa de los Hallman con una disyuntiva entre manos. Había logrado que, por lo menos, la esperaran antes de vender la librería al otro comprador interesado. Sin embargo, ¿cómo conseguiría el resto que le faltaba?
La única solución que se le ocurría era pedir un préstamo. No tenía tiempo que perder, así que regresó nuevamente a la zona comercial. Llegó a la intersección de Köpmangatan y Kyrkogatan, donde se erigía el moderno edificio de unas de las sucursales del Swedbank y se apeó del automóvil. Esperaba reunir las condiciones para que le otorgaran el préstamo.
Treinta minutos más tarde, salió del banco con una expresión de bronca en el rostro. Su solicitud había sido rechazada. Según las propias palabras del gerente, ella no era solvente para afrontar un crédito de esas características. Y lo peor era que sabía que tenía razón: sin un empleo y nada que ofrecer como garantía, se había tenido que marchar con el rabo entre las piernas.
Se había levantado un fuerte viento. De un manotazo, se enrolló la bufanda alrededor del cuello. Se acercó al auto y lo observó. Se mordió los labios. No tenía otra salida. Se subió al Mini Cabrio. Sacó el móvil del bolso. Buscó entre su lista de contactos; estaba segura de que entre todos aquellos números aún conservaba el de Leo Nilssen. Habían estudiado juntos en Sanktmikael, y él regenteaba el taller mecánico que había sido de su padre. Leo se sorprendió con la llamada. Acordaron verse de inmediato. Greta era plenamente consciente de que no sería nada fácil conseguir vender el auto en menos de veinticuatro horas, pero debía hacer el intento.
Cuando cerca del mediodía llegó a su casa en taxi, Karl se sorprendió.
—¿Qué le ha sucedido a tu coche? —le preguntó mientras se ponía el delantal de cocina.
Ella le contó lo sucedido. En menos de cinco minutos, Karl se enteró del acuerdo con los Hallman, de la visita al banco y de que había decidido vender el auto para juntar el dinero que le hacía falta.
Greta no esperaba que él se quedara callado después de escuchar su relato. Sin embargo, no se inquietó cuando su padre permaneció en silencio.
—Leo prometió hacer todo lo posible para tratar de vender el coche hoy mismo, pero debo ser realista: es casi como esperar un milagro.
Karl le sonrió y le arrojó a su hija un delantal de cocina.
—No pienses en ese asunto, ahora, mejor ayúdame a preparar el almuerzo.
Mientras condimentaba las albóndigas, ella no pudo dejar de pensar que el reloj corría y que tenía tan solo unas cuantas horas por delante para conseguir cumplir su sueño.