CAPÍTULO 19

Greta no se sentía muy bien. Había pescado un resfrío terrible, y le dolía la cabeza, pero al menos, no tenía fiebre. El día anterior, después de haber pasado buena parte de la tarde con Josefine, finalmente habían acordado que la firma de libros se haría el siguiente sábado. Era más de lo que esperaba. Tendría tiempo suficiente para poder organizar todo, hasta el último detalle, sin prisas. Había hablado también con Hanna y había aceptado gustosa encargarse de todo lo que tuviera que ver con la publicidad. La idea era fotografiar a Josefine en algún escenario natural del pueblo y usar una de esas imágenes en el armado de los folletos y los carteles de promoción. Solo le faltaba ponerse en contacto con la editorial para pedir un buen número de ejemplares de la última novela de la escritora y cerrar el trato con una empresa de catering de Orsa.

Cuando había hablado con Hanna, le había dicho que aceptaba su invitación a cenar, y habían acordado salir esa noche. La verdad era que lo único que deseaba era meterse en la cama y dormir hasta la mañana siguiente. Sin embargo, sabía que su amiga pensaría que solo era una excusa para no decirle abiertamente que se arrepentía de su decisión. Y eso no era lo peor: Niklas le había pedido que pasara ella a recogerlo por la comisaría y, de paso, le hiciera de anfitriona a Josefine Swartz, quien, desde que se había enterado que el padre de Greta era inspector de policía, insistía en conocerlo, porque, según ella, buscaba inspiración para su próxima novela. Se dio un baño reparador y tardó más de lo previsto decidiendo qué ponerse. Finalmente, eligió unos pantalones de lino en tono chocolate y una blusa sin mangas verde esmeralda que resaltaba el color de sus cabellos. Usó un maquillaje suave y se peinó con una cola de caballo en lo alto de la cabeza. Prefirió no llevar joyas y se puso un poco de perfume en el cuello. Trató de no exagerar, porque estaba resfriada y no podía oler nada. En un bolsito de terciopelo metió el móvil y un par de pañuelos. Elegante, pero con la nariz roja y un poco inflamada, bajó a la cocina, se cercioró de que Miss Marple tuviera el cuenco lleno de semillas y se marchó, aprovechando que la lora estaba entretenida acicalándose el plumaje.

La cena era a las nueve, pero todavía debía recoger a Josefine. El Hotel Siljan estaba a solo tres calles, y no tardó más de cinco minutos en llegar. Cuando entró al lobby, Josefine la estaba esperando. Poco faltó para que Greta se echara a reír. La mujer se había vestido como si estuviese por asistir a una fiesta. Llevaba un vestido oscuro ceñido al cuerpo y, encima de los hombros, una estola de piel que la hacía lucir como si no tuviese cuello.

—Hoy almorcé con Niklas, y hemos estado sacando conclusiones sobre los homicidios de Kerstin Ulsteen y Mattias Krantz —le dijo la mujer apenas se acomodó dentro del Mini Cabrio.

Greta metió la llave en el encendido y la miró. Al parecer, estaba enterada de los trágicos acontecimientos que habían azotado al pueblo. No le costó mucho esfuerzo adivinar qué argumentos había utilizado Niklas para convencer a la escritora de ir a Mora. Como autora de novelas policiales, dos crímenes reales debían de ser, seguramente, una tentación muy grande para ella.

—¿Ha habido algún avance? —preguntó Greta con interés. Por la expresión de petulancia en su rostro, seguramente, sabía cosas que ella no.

—Sí. Han rastreado a uno de los contactos de Mattias en la red de pederastas. Un tal Ralph Bergman de Borlänge. Descubrieron que, poco antes de su muerte, Mattias le había enviado un video por correo electrónico. —Hizo una larga pausa, jugando con la paciencia de Greta, quien se moría por saber más—. Un video donde se ve la violación de esa pobre niña.

Greta se quedó atónita.

—¿De verdad?

Josefine asintió.

—Realmente creo que ha sido un acierto aceptar tu invitación, querida. Jamás pensé que en un pueblucho como este sucedieran hechos tan terribles.

—Hubo dos homicidios unos meses atrás. Conocía a las víctimas y también a la asesina —manifestó, sabiendo que atraería su atención.

—Sí, después de que Niklas me llamó, leí sobre ello en el periódico. Tu nombre aparecía ligado a las dos muertes.

—Ya le expliqué que conocía a las involucradas.

—No dice eso exactamente —replicó—. Mencionan que tuviste que ver con el esclarecimiento de ambos hechos.

—No fue tan así —dijo, quitándose mérito—. Fue la policía la que atrapó a la asesina.

—Tengo entendido que con tu ayuda. —La miró fijo, estudiando cada gesto de la pelirroja—. He conocido a muchas como tú.

—¿A muchas como yo?

—Sí. Eres la típica lectora que cree que, por adivinar quién es el asesino en una novela de misterio, puede resolver un crimen en la vida real. —Cuando vio que Greta estaba a punto de saltar, la detuvo—. No fue mi intención ofenderte. Te lo digo porque yo soy igual. Antes de ser escritora, fui lectora y hacía lo mismo que tú.

Todo lo que pensaba decirle se lo guardó.

—Los enigmas de ficción son maravillosos. Esa incertidumbre que nos acompaña a través de las páginas de una novela de misterio y que provoca que no queramos soltarla hasta no descubrir quién es el asesino, en muchas ocasiones, se ve ensombrecida por la realidad. Si acepté tu invitación, fue precisamente porque Niklas me contó de los dos crímenes. Ese muchacho me conoce demasiado bien, y no sé si eso es beneficioso o perjudicial para mí. —Sonrió relajadamente por primera vez—. Sabe que adoro meter las narices donde no debo.

La frase le resultó demasiado familiar a Greta. Aunque resultara increíble, se sentía identificada con ella.

—Podríamos aprovechar nuestra pequeña «habilidad» para tratar de desentrañar este caso, ¿no te parece?

Greta tuvo la sensación de que la escritora no estaba siendo del todo sincera. No dijo nada, solo le sonrió. Giró en Kyrkogatan y se estacionó frente a la comisaría.

—Presumo que Niklas le avisó a mi padre que usted vendría —manifestó apagando el motor del Mini Cabrio.

—Sí, el inspector Lindberg está al tanto de mi visita.

Se bajaron, y Greta estornudó. Cada vez que lo hacía, un dolor punzante parecía que amenazaba con partirle la cabeza en dos. Rogaba que la bendita cena terminase cuanto antes.

La entrada de Josefine Swartz al hall de la comisaría causó cierto revuelo. Sin dudas, cuando algunos agentes se acercaron, le pidieron un autógrafo y la felicitaron por su última novela, la mujer se sintió a sus anchas, acaparando la atención de todos. Tanto así, que Greta pasó desapercibida. Fue hasta el mostrador y saludó a Ingrid, quien parecía inmune al imán de la autora de misterio más reconocida de los últimos años.

—¿No vas a pedirle un autógrafo?

Ingrid miró la escena que se desarrollaba en el centro del hall, donde varios agentes continuaban arremolinándose alrededor de la recién llegada.

—No he leído ninguno de sus libros.

Greta conocía la afición de Ingrid por las novelas románticas; más de una vez le había reprochado que no las vendiera en su librería.

—Yo prefiero otro tipo de lectura. —Se inclinó, sacó un grueso volumen de debajo del mostrador y se lo enseñó—. Mis libros siempre tienen un final feliz en donde la chica termina con el chico, como debe ser —alegó.

La pelirroja sonrió. Tenía razón: no había finales felices en las novelas de misterio, y siempre moría alguien, aun así, no las cambiaba por nada del mundo.

Se incorporó de inmediato cuando divisó a Mikael saliendo de su oficina, seguramente, sorprendido por el bullicio que se había desatado con la llegada de Josefine.

Apretó el bolso con ambas manos cuando se dio cuenta de que caminaba hacia ella. Pasó por al lado de la ilustre visita, apenas le echó un vistazo. Su atención estaba en otro lado; en otra persona.

—Greta, ¿cómo estás?

Ella se llevó la mano a la nariz.

—Con un resfriado de muerte, pero bien.

Él frunció el entrecejo.

—Deberías haberte quedado en casa —le advirtió—. Cualquiera podía encargarse de traer a la señora Swartz a la comisaría.

—Señorita —lo corrigió, bajando el tono de la voz.

La miró, algo confundido. Greta se puso en puntas de pie.

—Es señorita —le susurró, cerca del oído.

Después de que ella se apartara, aprovechó para contemplar su aspecto. Estaba demasiado arreglada para una simple visita a la comisaría. No quería imaginarse el motivo de tanto esmero; temía que no le gustara lo que descubriese.

—Josefine me comentó que ha habido grandes avances en la investigación, que encontraron un video con la violación de Kerstin —dijo de repente. Cuando se quedó sin saber qué decir, preguntarle sobre el caso logró apaciguar, al menos por un rato, esa tensión que se le acumulaba en el estómago cada vez que lo tenía cerca.

—Sí. Supongo que ella se habrá enterado por Kellander —respondió algo molesto—. No es prudente comentar los detalles del caso con personas ajenas a la investigación. Eso no te incluye a ti, por supuesto —agregó, clavándole la mirada.

Greta sintió el calor subirle por las mejillas. Prefirió creer que se debía al resfriado.

—El video dura exactamente catorce minutos y luego se corta abruptamente. —Dudó si debía mencionarle los escabrosos detalles o no, pero, como la tal Josefine ya estaba al tanto, creyó que era justo que también los conociera. Greta tenía tanto interés como ella en los pormenores del caso—. Aparece Kerstin atada en una cama, desnuda. Lo único que lleva puesto son sus calcetines amarillos. Alguien se le acerca, completamente vestido de negro. Nunca se le ve el rostro ya que el lugar está poco iluminado y le da la espalda a la cámara.

—¿Se ve el lugar al menos? ¿Es la cabaña de Mattias?

—Un experto ha peritado el video. Basándose en las medidas de las paredes y en la posición en la que se halla la cama, afirmó que es imposible que se haya filmado allí.

—Entonces la cabaña solo fue un lugar de paso, porque Kerstin sí estuvo allí —alegó Greta.

Mikael asintió, pero no pudieron seguir hablando del caso. Las sospechas que había preferido ignorar un rato antes se confirmaron cuando Niklas Kellander entró en escena.

Se puso al lado de Greta y le dio un beso en la mejilla.

—¿Hace mucho que llegaste?

—No, hace unos minutos.

—¿Nos iremos en tu auto o en el mío?

Se hizo un incómodo silencio entre los tres.

—Prefiero usar mi coche. —Se apartó de ambos de inmediato—. ¿Mi padre está en su oficina?

—Creo que sí. —Fue Mikael quien le respondió.

—Bien, será mejor que le presente a Josefine. Es tarde, seguramente esté cansado y quiera irse a su casa —dijo, conociendo los hábitos de su padre. Se alejó dejando a los dos policías solos y condujo a la escritora hasta el despacho de Karl. Nina se encontraba con él.

Apenas pusieron un pie dentro. El inspector Lindberg, que se caracterizaba por su mesura, prácticamente, se deshizo en elogios hacia Josefine Swartz. Greta se sorprendió cuando sacó un ejemplar de Misterio en la montaña del cajón del escritorio y le pidió que se lo firmara. Quien también estaba sorprendida era Nina, que, desde que la excéntrica mujer había puesto un pie dentro del despacho, había quedado relegada a un segundo plano.

Rápidamente y, como lo había hecho segundos antes con los demás, Josefine se ganó también la atención del inspector Lindberg. Greta se acercó a Nina.

—No conocía esta faceta de mi padre —le dijo—. Parece un niño con juguete nuevo.

—Yo tampoco —concordó la sargento incapaz de ocultar sus celos. Bastaba ver a la tal Josefine para darse cuenta de que era una mujer de armas tomar. Se había parado al lado de Karl, demasiado cerca para su gusto, y, mientras le firmaba el libro, le sonreía descaradamente. La miró de arriba abajo: debía de tener por lo menos cincuenta años y varias cirugías estéticas encima. Y lo peor de todo no era que hubiese acaparado a Karl, sino que él estuviera embobado con ella.

Se miraron con Greta y, sin mediar palabra, salieron al pasillo.

—¡Vaya mujercita! —farfulló Nina.

—Niklas me había advertido que era algo especial, pero creo que se quedó corto. —A Greta tampoco le agradaba la escena que acababa de presenciar.

—Karl está fascinado con ella y no es para menos. ¿Has visto el vestido que lleva? Me pregunto cómo demonios hizo para ponérselo.

Estaba celosa, y comprendía esa reacción. Si ella, como hija, sentía celos de la mujer que había encandilado a su padre, podía imaginarse por lo que estaba pasando Nina. Se solidarizó con ella.

—Papá jamás se tomaría a una mujer así en serio —le dijo para tranquilizarla.

La sargento agradeció el comentario.

—Nina, mi padre me ha contado lo de ustedes. —Respiró hondamente. No pensaba tener esa conversación con ella esa noche, pero parecía ser la ocasión más oportuna.

—Greta…

—Déjame hablar a mí.

Ella asintió.

—Quiero que sepas que me costó mucho hacerme a la idea de que rehiciera su vida al lado de otra mujer. —Se acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja—. Creo que lo sabes mejor que nadie y te pido perdón si alguna vez fui antipática contigo. En el fondo, tenía miedo de que me robaras el cariño de mi padre. Reconozco que soy una tonta, pero después de haber perdido a mi madre, no concebía la idea de que alguien más ocupara su sitio. Él se merece ser feliz y, si esa felicidad está a tu lado, yo no voy a ser un obstáculo entre ustedes. —Volvió a respirar hondamente, ahora se sentía más aliviada.

Nina pareció experimentar el mismo alivio.

—Greta… —Le puso la mano en el hombro—. Es muy importante para mí contar con tu beneplácito. Quiero a tu padre y respeto tu relación con él. Jamás interferiría yo tampoco entre ustedes, mucho menos, pretendo ocupar un lugar que no me corresponde. Lo único que anhelo es convertirme en tu amiga.

Greta asintió con la cabeza.

—Iremos con calma, ¿te parece?

—Es lo mismo que me pidió tu padre —manifestó. Se daba cuenta, una vez más, de cuánto se parecían. Vio que Niklas se acercaba.

—Podemos irnos cuando quieras, Greta.

—¿Y Josefine?

—Supongo que no le costará conseguir que alguien la lleve de regreso al hotel —respondió, temiendo que a Greta se le ocurriera invitarla para que los acompañase.

—No me he despedido de ella —dijo yendo con la intención de regresar al despacho de su padre.

—Déjala, ni cuenta se dará.

—Bien, entonces mejor nos vamos. Hanna y Evert deben de estar esperándonos. —Le sonrió a la sargento y dejó que Niklas la condujera hacia la salida. No vio a Mikael por ningún lado. Ni siquiera había notado cuándo se había ido.

* * *

En la azotea, el teniente rumiaba su rabia. Había subido hasta allí porque de repente había sentido la necesidad de respirar aire puro. El ambiente dentro de la comisaría lo estaba sofocando. Metió las manos en los bolsillos de sus pantalones vaqueros y contempló el horizonte. Nunca había fumado, pero no le habría hecho asco a una buena calada. No soportaba ver a Greta en compañía de otro hombre. Respiró hondamente hasta llenarse los pulmones de aire. No era celoso, ni su esposa, ni sus amantes jamás le habían reprochado que lo fuera. Ahora, en cambio, se sentía consumido por los celos de una manera casi irracional.

Le hervía la sangre tan solo de imaginarse a Greta cerca del tal Kellander.

Llevaba las de perder, lo sabía. Era Niklas el yerno que soñaba Karl para su hija, y jamás permitiría que él le pusiera un dedo encima.

Se peinó el cabello hacia atrás. No se acostumbraba a llevarlo corto aún.

Escuchó la puerta abrirse. Se giró sobre los talones y vio a Miriam acercándose.

—Pensé que te habías ido —le dijo, volteándose nuevamente para contemplar el paisaje.

Ella se puso a su lado.

—No, quería hablar contigo antes de irme. —Era la primera vez que lo tuteaba—. La policía de Uppsala acaba de enviarme el informe que le pedí sobre Martin Ulsteen.

La miró.

—Te escucho.

—Después de que salió de la cárcel, en el 96, desapareció de los sitios que solía frecuentar. Al parecer, un pez gordo en el negocio de las drogas de nombre Robert Endre se la tenía jurada. Había corrido el rumor de que Martin era un soplón y de que le había pasado información a la policía. Incluso fue atacado en prisión; se cree que por uno de los secuaces de Endre. Cuando salió, no le quedó otra que ocultarse para salvar el pellejo. Hace un par de años, Endre murió en un enfrentamiento con la policía. Su organización fue desbaratada y, al ver que su vida ya no corría peligro, Ulsteen decidió salir de su agujero y venirse a vivir a un lugar tranquilo como Mora.

—¿Eso es todo?

—Sí. Aparentemente, se ha mantenido limpio desde entonces.

—¿Has podido verificar su coartada la noche del crimen de Mattias?

—La triangulación satelital indicó que su teléfono se encendió cerca de la hora que creemos que Mattias fue asesinado, en el área donde se encuentra la casa de los Ulsteen. Es imposible que hubiese estado en dos lugares tan alejados al mismo tiempo.

—¿Y qué demonios hacía ese hombre hablando por teléfono a las cinco de la mañana?

—Al parecer, era cliente asiduo de una línea erótica. Ya sabes…

No hacía falta que le explicara más. Así que el sombrío Martin Ulsteen se divertía con otras cosas además de las novelas policiales. Frunció el ceño. Otro callejón que no los llevaba a ningún lado.

La muchacha lo miró. Era evidente que estaba molesto y no era solamente por lo que acababa de decirle. Había algo más. Se acercó un poco más a él.

—¿Estás bien? —Le tocó el brazo.

Stevic la miró. Apenas podía distinguir las facciones de su rostro, aunque sí notó los labios entreabiertos. De pronto, la mano de Miriam subió por su antebrazo y llegó hasta el pecho.

—Miriam…

Ella se detuvo. Le había costado mucho decidirse a dar aquel primer paso y no quería asustarlo.

—Perdón —balbuceó. Quiso retirar la mano, pero Mikael la sujetó de la muñeca. Lo miró directamente a los ojos. No supo si era deseo o furia lo que vio en ellos. Pero, cuando la atrajo hacia él, dejó cualquier escrúpulo de lado y comenzó a frotarse suavemente contra su cuerpo. Aquel gesto logró enardecerlo más. La tomó firmemente del cuello y la besó.

Fue un beso arrebatador que la dejó sin aliento. Presa de la excitación, una de sus manos llegó hasta la cremallera de los pantalones del teniente.

Entonces, Mikael abrió los ojos y vio que la mujer que tenía en sus brazos no era quien imaginaba. Asió a Miriam de los hombros y la apartó.

—Lo siento…

La joven se llevó una mano al pecho, como si así pudiera calmar los latidos de su corazón desenfrenado.

—¿Por qué? —preguntó cuando logró recuperar el aliento.

—Porque sería un error.

—No para mí.

—No sabes lo que dices. —Se volteó hacia la cornisa, dándole la espalda.

Miriam se quedó detrás, contemplándolo en silencio durante unos cuantos minutos. Se dio cuenta de que él necesitaba estar solo, por eso, se marchó con la cabeza gacha. Todavía le temblaba el cuerpo.

Mikael miró por encima del hombro cuando oyó cerrarse la puerta que daba a la azotea. Maldijo por la estupidez que acababa de cometer y pateó una lata de cerveza vacía, estrellándola contra la pared.