CAPÍTULO 10
En el acceso principal a la casa de los Ulsteen, colgaba una fotografía de Kerstin decorada con un festón negro. Greta contempló la imagen de la niña durante unos segundos. Era la misma que su madre había utilizado para armar los carteles de búsqueda. Llevaba el cabello rojizo atado con un moño y sonreía feliz.
Respiró hondamente y dio unos suaves golpes a la puerta. Pasó un rato antes de que le abrieran.
Jenny, la hermana pequeña de Kerstin se restregó los ojos, luego se quedó mirándola. Llevaba un pijama que le quedaba grande y tenía el pelo revuelto.
—Buenos días, Jenny. Busco a tu tío Martin, ¿se encuentra en casa?
La niña se encogió de hombros al tiempo que emitía un bostezo.
—No lo sé, yo acabo de despertarme —le dijo.
—¿Podrías fijarte si está? Le he traído unos libros que me ha encargado —le pidió espiando hacia el interior de la vivienda por encima de la cabeza de la niña.
Ella entró y subió corriendo las escaleras. Había dejado la puerta abierta y Greta no supo si debía esperar en el umbral o ingresar a la casa. Se decantó por la segunda opción. Reinaba el más absoluto de los silencios. Lo primero que notó, fue la cantidad de retratos de Kerstin que había encima de la chimenea y de los muebles. Toda la sala parecía un santuario. Observó a su alrededor. Desde una puerta entreabierta le llegó el aroma a café recién hecho. Sin embargo, no había señales de nadie cerca. Miró hacia las escaleras por donde había desaparecido Jenny un par de minutos antes. No parecía que fuese a regresar pronto.
Escuchó un murmullo de voces en la cocina. Decidió ir hasta allí, pero cuando entró se dio cuenta de que solo era la televisión encendida. Había un par de tazas encima de la mesa, una bandeja con bollos y la cafetera junto a la estufa. Apretó la bolsa de libros y se mordió el labio inferior. ¿Tal vez Jenny se había olvidado de ella? ¿Dónde estaban sus padres? Miró a través de la ventana que daba al patio trasero. El auto de los Ulsteen sí estaba.
—Me dijo mi sobrina que me buscabas.
A Greta casi le da un ataque cuando escuchó la voz masculina detrás suyo. No lo había visto venir. Se volteó de un sopetón.
—Buenos días, señor Ulsteen —dijo cuando el corazón bajó de su garganta—. Le he traído los libros que me encargó —levantó la bolsa con el logo de Némesis y se la mostró.
Martin Ulsteen hizo una mueca con los labios. Observó la bolsa con interés para luego prestarle atención a ella. Greta se sintió intimidada. Era un hombre de unos cincuenta años, alto y extremadamente delgado. La nariz en forma de gancho junto con las gafas de armazón grueso le daba todo el aspecto de un erudito. Sabía que era un lector voraz, tanto o más que ella, pero en realidad no lo conocía muy bien ya que se había mudado a la casa de su hermano cuando ella aún vivía en Söderhamn. Era bastante sucinto con las palabras y tenía un tic nervioso que hacía que abriera y cerrara el ojo derecho de una manera extraña. Le gustaban los libros de misterio, pero sobre todo, leía mucho sobre crímenes reales, por eso le traía obras de Anne Rule, una de las mayores referentes del género. En esta última ocasión le había encargado Peligro mortal y Un extraño junto a mí, donde la autora relataba su amistad con uno de los mayores asesinos en serie de la historia americana: Ted Bundy.
Greta lo miró a hurtadillas en tanto le entregaba los libros. Martin Ulsteen era un hombre soso y debilucho, inofensivo a la vista de los demás. Sin embargo, detrás de aquella apariencia normal, bien se podía ocultar un despiadado asesino.
«La gente simple, algunas veces, puede cometer los actos más inesperados».
Era una frase de miss Marple y extrañamente, no podía recordar a cuál de las obras de Agatha Christie pertenecía, aunque describía a la perfección lo que pasaba por su cabeza en ese instante. ¿Martin Ulsteen un asesino? Las apariencias podían ser engañosas y lo había vivido en carne propia. ¿Tendría razón su padre cuando repetía una y otra vez que las novelas de detectives eran una mala influencia para ella?
—Gracias por venir a dejarme los libros. No debiste molestarte —le dijo Martin, sonriéndole.
Greta observó como los labios de su interlocutor se movían hacia arriba, dibujando dos arcos demasiado pronunciados en las mejillas huesudas. «Ni siquiera tiene una sonrisa bonita» pensó.
—No es molestia —respondió—. Supongo que no tendría ánimos de pasar por Némesis después de lo de su sobrina. —En ese momento, recordó que cuando se acercó a la familia de Kerstin en la iglesia, él no estaba. Ni lerda ni perezosa, comentó—. A propósito, no lo vi en el funeral de Kerstin ayer…
Martin Ulsteen se dirigió hacia la estufa y se sirvió café.
—¿Te apetece una taza? —le ofreció en cambio, evitando responderle.
—No, gracias.
Se sentó y la dejó a ella de pie, junto a la mesa. Parecía que ya no volvería a hablarle. Greta no supo qué hacer. Cualquier persona en su lugar ya se hubiese marchado, después de todo, había cumplido con su tarea de entregarle los libros y no tenía nada que hacer allí. Aun así, no se movió ni un centímetro.
—No estaba en el pueblo —dijo de repente—. Regresé ayer por la noche, cuando mi sobrina ya había sido sepultada. —Le clavó la mirada.
Greta asintió.
—Debió ser duro para usted no poder despedirse de ella.
Él se acomodó las gafas y luego dejó la taza de café en el platito. No había tocado los bollos.
—Kerstin era una niña adorable, demasiado inocente para este mundo de porquería en el que vivimos. —Apretó los puños con fuerza encima de la mesa—. El maldito desgraciado merecía morir. No es justo que siguiera respirando cuando mi sobrina se enfría en su tumba…
Había mucho dolor y resentimiento en su voz. Era natural. Alguien les había arrancado a Kerstin de la manera más cruel y sus vidas nunca más volverían a ser las mismas. Greta incluso creyó ver un par de lágrimas en su rostro. Cuando Martin se quitó las gafas para restregarse los ojos, se dio cuenta de que, efectivamente, sí estaba llorando. Sin pensarlo dos veces, se acercó y le puso una mano en el hombro.
—Lo siento mucho —le dijo solidarizándose con él.
No respondió, solo se colocó de nuevo las gafas y agachó la cabeza.
En ese momento, Lisa Ulsteen atravesó la puerta que daba al patio. Llevaba un canasto con ropa y se sorprendió de verla.
—Greta, ¿qué haces aquí? —Le dedicó una rápida mirada a su cuñado.
—He venido a traer los libros que el señor Ulsteen me encargó —explicó.
—¿Dónde está Jenny? —Buscó a su hija pequeña con la mirada.
Martin se encogió de hombros.
—Fue ella quien me abrió —intervino Greta—. Subió las escaleras y ya no volví a verla.
La mujer asintió y luego comenzó a acomodar la ropa que acaba de recoger del tendedero.
—Desde que Kerstin desapareció, se pasa todo el día en su habitación. Duerme en su cama y se orina en ella casi todas las noches. —Le mostró una sábana con diseños florales para subrayar sus palabras.
—¿Eran muy unidas?
—Se llevaban poco más de dos años, pero andaban todo el día juntas —le contó con la voz temblorosa—. Se niega a ir a la escuela y cuando queremos hablar con ella, se queda callada…
Martin, desde su sitio, las escuchaba en silencio. En un momento dado, desapareció de la cocina, dejando a las dos mujeres solas.
—Tal vez le vendría bien hablar con alguien ajeno a la familia. ¿Me dejaría intentarlo? —Ni siquiera supo de dónde había salido aquello. Esperaba que no de su afán por inmiscuirse donde no debía.
—Como quieras, aunque no creo que sirva de nada. Björn dice que debemos llevarla a un especialista, pero no me gusta la idea.
—¿Puedo subir? —preguntó antes de arrepentirse de su propuesta.
Con la anuencia de su madre, Greta se dirigió escaleras arriba y buscó a Jenny.
La última puerta del pasillo estaba entreabierta. Tenía pegada la imagen de un unicornio coloreado con lápices y un cartel que rezaba: «Rincón de Kerstin. Prohibido entrar sin permiso».
Ingresó sin llamar. Jenny estaba recostada en la cama y se volteó apenas la vio. Greta se acercó y se sentó a su lado. Observó la habitación con atención. Una gran plancha de corcho llena de fotografías y dibujos ocupaba buena parte de uno de los muros. Había una rinconera llena de muñecas y al otro lado de la habitación, un espejo enorme que las reflejaba a ambas.
La niña continuaba sumida en el silencio.
—Jenny, sé como te sientes. Yo perdí a mi madre hace más de diez años y aún la extraño.
Ella se giró y la miró.
—Querías mucho a Kerstin y te duele su ausencia —le dijo acariciándole el cabello—. Se siente un vacío aquí muy grande —se señaló el pecho.
Jenny asintió tímidamente.
—Es absolutamente normal. ¿Pero sabes una cosa? Kerstin siempre seguirá viva en tu corazón. Aprenderás a vivir con su recuerdo y poco a poco, el dolor se irá haciendo más pequeñito.
—La extraño mucho —dijo la pequeña al borde del llanto—. Por eso me encierro aquí, para estar más cerca de ella.
A Greta se le hizo un nudo en la garganta. Se puso de pie y comenzó a moverse por la habitación.
—Dime, ¿qué le gustaba hacer a tu hermana? —La niña necesitaba hablar, la sentía muy angustiada.
—Dibujar —respondió al tiempo que se sentaba en la cama.
Greta fue hasta el tablero y contempló los dibujos de Kerstin.
—Son muy buenos.
Había varias fotografías en donde se veía a la niña muerta en compañía de Jenny y de otras amiguitas de su misma edad. En todas ellas, Kerstin resaltaba de las demás. Recordó cuando iba a la librería usando gorritos de tela que combinaban a la perfección con el resto de su vestimenta. Era una niña coqueta que le sonreía todo el mundo y alguien se había aprovechado de su simpatía para acercarse a ella y hacerle daño. Apartó aquel pensamiento de su mente.
—¡Qué bonita está aquí! —le mostró a Jenny una fotografía donde su hermana posaba recostada en un árbol. Notó que incluso llevaba un poco de colorete en las mejillas y un broche en la solapa de su vestido.
—Quería ser modelo o actriz cuando creciera…
Greta sonrió con amargura. Los sueños de Kerstin nunca se harían realidad. De repente, cuando apartó la mirada de las fotos y los dibujos, vio un pequeño trofeo encima de la cómoda. Se acercó y lo tomó. La figura de bronce representaba a Odín en su caballo, usando yelmo y escudo. En la parte inferior, tenía inscripta una leyenda en nórdico antiguo y fue imposible saber qué decía.
—Ese es un regalo de Björn —le indicó Jenny poniéndose a su lado—. Lo ganó hace unos años en un torneo de tiro.
Dejó el trofeo en su sitio.
—¿Tu hermano es bueno con las armas?
—Sí, aprendió a disparar cuando era niño. Es el mejor en toda Dalarna —dijo con orgullo.
—Seguro que lo es.
Consiguió convencer a Jenny de salir al patio y se quedaron allí un buen rato, sentadas en la hierba, hojeando las revistas de moda de Kerstin. Antes de marcharse, Martin se le acercó para pagarle por los libros.
—Gracias de nuevo por tomarte la molestia de venir hasta aquí. Quizá me pase la semana que viene por Némesis para ver qué novedades has traído.
—No fue nada. —Contó el efectivo para verificar si debía darle el vuelto y lo metió en el bolsillo del pantalón. Iba a decirle que lo esperaba en la librería cuando quisiera, pero el hombre ya se estaba alejando en dirección a la casa.
Mientras conducía de regreso a Némesis, no dejaba de darle vueltas a lo que había descubierto. Podía no significar nada. Björn, como muchos otros en el pueblo, era aficionado a las armas y sabía disparar bien. Sin embargo, ese inquietante detalle más las palabras que había dicho en la iglesia, eran suficiente para, al menos, comenzar a dudar.
* * *
Nina miró a Karl. El inspector conducía en silencio, con el ceño fruncido. La sargento observó su reloj: faltaba poco menos de una hora para el mediodía. El día anterior, habían pasado un buen rato almorzando juntos, conversando sobre su vida fuera de las cuatro paredes de la comisaría, dejando completamente de lado, los asuntos de trabajo. En un momento dado, estaba contándole sobre su última relación seria, que para variar, había terminado en un rotundo fracaso. Fue cuando la charla se había vuelto confidencial, más de amigos que de inspector a sargento, que estuvo a punto de confesarle lo que sentía por él, sin embargo, se echó atrás en el último instante. Ya no podía esconder sus sentimientos. Era una mujer hecha y derecha, que nunca había medido las consecuencias a la hora de jugársela por alguien. Debía tomar el toro por las astas de una vez por todas. Fue esa misma resolución lo que le hizo decir:
—¿Qué te parece si almorzamos juntos?
Karl apartó la vista del camino por un instante. Era evidente que no se lo esperaba, menos aun cuando habían compartido el almuerzo el día anterior.
—La verdad es que no tengo mucho apetito.
La sargento no se iba a rendir tan fácilmente.
—Vamos, te hará bien distraerte. ¿La pasamos bien ayer, no?
—Sí —reconoció.
—Entonces, ¿qué dices? Esta vez invito yo.
No tuvo que pensarlo demasiado. Si bien no estaba de buen humor después del encontronazo con su hija, la compañía de Nina siempre lograba relajarlo.
—¿A dónde vamos? ¿A Claras?
—No, te voy a llevar a un sitio que te va a encantar —respondió con tono misterioso.
Él insistió en saber hacia donde iban exactamente. La intriga aumentó cuando Nina le pidió que pasara por una sucursal de ICA. Bajó, dejándolo en el auto y regresó unos veinte minutos más tarde cargando una bolsa.
—¿Me vas a decir ahora que estás tramando?
La abrió y le mostró lo que había dentro. Karl solo alcanzó a ver una botella de vino, dos barras de pan y unos cubiertos de plástico.
—¡Un picnic! —exclamó soltando una risotada.
Ella asintió.
—¿Te parece inapropiado?
Puso ambas manos en el volante.
—En lo absoluto. Hace mucho tiempo que no voy a uno. El último, creo que fue durante un verano. Greta tendría unos diez u once años. Nos arrastró a su madre y a mí al patio trasero de la casa. Había improvisado un mantel con la lona que usábamos para cubrir el auto. —Una sonrisa cargada de nostalgia surcó sus labios—. Hanna la había ayudado a preparar todo y a Sue Ellen casi le dio un ataque cuando vio la lasaña que había cocinado para la cena servida en unos platos de cartón.
Nina se imaginó la escena y no pudo evitar sentir algo de envidia. Notaba que Karl aún hablaba de su esposa muerta con mucho sentimiento. Aquel detalle, le hizo replantearse su intención de confesarle lo que sentía por él. Estaba tan absorta en sus pensamientos que ni cuenta se dio que Karl había puesto el auto en marcha nuevamente.
El destino elegido fue el lago Siljan y Karl celebró su idea. Se ubicaron debajo de uno de los abetos que bordeaba la orilla. Si bien estaba lleno de turistas, lograron conseguir un lugarcito lo bastante apartado como para disfrutar del almuerzo con tranquilidad y fuera del alcance de miradas curiosas. Era precisamente el ambiente que necesitaba Nina para abrirle por fin su corazón.
El almuerzo no consistió en gran cosa: queso Camembert, acompañado por ensalada de huevo, atún y jamón cocido. El vino, un bourgueil que la sargento había escogido especialmente para la ocasión, recibió desde el primer sorbo, los elogios de Karl. Después de beber dos vasos, Nina se sintió con el coraje suficiente como para soltarle todo lo que se había callado durante los últimos cinco años.
Lo contempló durante unos cuantos segundos. Él estaba prestándole atención a un grupo de muchachos que jugaban al fútbol. Se había quitado la chaqueta y aflojado el nudo de la corbata. Tenía el cabello revuelto debido a la brisa que soplaba. Lucía despreocupado y jovial. Dejó escapar un suspiro. No entendía por qué después de diez años, todavía seguía solo. El inspector Lindberg poseía todo lo que cualquier mujer pudiera desear: una carrera brillante y una reputación intachable. Inteligente y con un buen sentido del humor, a pesar de que no lo demostrara seguido. Era un padre cariñoso que se desvivía por su hija y, aunque muchas veces discutiera con Greta, la adoraba. Nina siempre había soñado con encontrar un hombre como él, por eso cuando lo conoció supo que ya no buscaría más.
—Karl —le dijo atrayendo su atención.
Él la miró y le sonrió. Se le marcaban unas cuantas arrugas alrededor de los ojos.
—Tengo que hablar contigo… es importante.
—¿Se trata del caso? —La sonrisa había dado paso a un gesto de preocupación.
—No, es personal.
Karl se incorporó. De repente parecía inquieto, como si presintiera lo que estaba por venir.
—Te escucho.
Nina jugó con el anillo que le había regalado su hermana menor la Navidad pasada. Los nervios la estaban traicionando. ¡Caramba, tenía cuarenta y ocho años! ¿Por qué se sentía entonces como una adolescente?
—Nunca fui mujer de andar con rodeos, así que voy a ser directa contigo. —Se aclaró la garganta y lo miró a los ojos—. Karl, ya no puedo seguir así. Me gustas y creo que yo también te gusto. Nos conocemos desde hace casi seis años… creo que es hora de poner las cartas sobre la mesa y hablar con franqueza. Somos jóvenes aún y podemos intentarlo, ¿qué dices? —Sabía que había hablado atropelladamente y que quizá lo había asustado, pero tenía que escupirlo todo antes de volver a arrepentirse.
Karl guardó silencio durante unos segundos, hecho que solo logró exasperar más a la sargento.
—¿Te asusté? —preguntó por fin después de darle tiempo para pensar en lo que acababa de confesarle.
Se peinó el poco cabello que le caía sobre la frente hacia atrás. Miró la botella que aún contenía un poco de vino. Se habría tomado otro vaso con gusto, pero desistió de hacerlo.
—No me asustaste, aunque reconozco que sí estoy sorprendido. En mis tiempos, era el hombre el que se le declaraba a la mujer.
—Eso era antes —repuso ella levantando las rodillas—. ¿Te sorprende que te haya dicho lo que siento por ti o realmente no sospechabas nada?
No iba a mentirle. Ella acababa de abrirle su corazón y se merecía lo mismo de su parte, aunque no solía ser muy elocuente cuando se trataba de exponer los sentimientos.
—Siempre sospeché que sentías por mí algo más que el afecto que se le puede tener a un compañero de trabajo. —Hizo una pausa—. Sin embargo, preferí ignorarlo.
—¿Por qué?
Él se removió en su sitio, y Nina pensó que saldría huyendo de un momento a otro.
—Me habré acostumbrado a mi vida de soltero —dijo por fin—. Aunque, después de diez años, comienzo a pensar que la verdadera razón por la que no quiero atarme a nadie, es porque terminaría irremediablemente comparando a mi difunta esposa con cualquier mujer que tuviese a mi lado. No quiero eso para ti. Me gustas mucho, y creo que eres una mujer excepcional, pero no sé si estoy preparado para una relación seria todavía —se sinceró—. Desde la muerte de Sue Ellen, me he dedicado en cuerpo y alma a mi hija y al trabajo.
Nina sentía que acababa de chocar contra un muro de concreto.
—¿Es por Greta? ¿Crees que no va a aceptarme? —objetó la sargento.
—No es por ella. Si quisiera rehacer mi vida, no le permitiría jamás que interfiriera, aunque por supuesto prefiero contar con su apoyo —aclaró.
Ella no dijo nada, pero no estaba dispuesta a rendirse. Siempre había sabido luchar por lo que quería y, en ese momento de su vida, ganarse el corazón del inspector Lindberg era su mayor objetivo.
—Te gusto y me conformo con eso… por ahora.
—No creo que sea buena idea mezclar la vida personal con el trabajo; si no resulta… podríamos arrepentirnos después.
—Estoy dispuesta a correr el riesgo; ¿lo estás tú?
No dijo nada, aunque no hizo falta. Nina le rozó la mano, Karl la apretó entre las suyas y la miró profundamente. En ese momento, el grupo de muchachos que estaba jugando al fútbol pateó el balón hacia ellos y terminó volteando la botella de vino sobre la hierba.
Karl la soltó y, mientras recogían todo para irse, Nina no podía dejar de sonreír.