CAPÍTULO 8
Karl los había citado de urgencia. La gran mesa que ocupaba el centro de comandos estaba cubierta de papeles y carpetas. Tenían dos homicidios entre manos y era menester trazar un plan de investigación para poder obtener resultados pronto. Los padres de Mattias Krantz ya habían sido notificados de las circunstancias que habían rodeado la muerte de su hijo. La noticia no tardaría en filtrarse a la prensa y se propagaría más rápido que la peste por todo el pueblo. Lo menos que necesitaban, en ese momento, era que la gente cayera presa de la histeria colectiva. La trágica muerte de Kerstin había causado mucho revuelo y ahora se sumaba el crimen de su supuesto asesino.
Estaban todos: Stevic, la sargento Wallström, Frederic Grahn y un par de agentes que el mismo Karl había asignado al caso. Se trataba de Peter Bengtsson y Miriam Thulin, dos integrantes de la nueva camada, jóvenes, pero con muchas ganas de aprender y demostrar que, a pesar de la edad, tenían la habilidad necesaria para formar parte del equipo. Ambos miraban con admiración al inspector. Saber que él mismo los había seleccionado para trabajar en el caso los henchía de orgullo.
—Sabemos que la muerte de Krantz no se trató de un suicidio. Alguien nos quiso hacer creer que el muchacho no soportaba más la presión y decidió poner fin a su vida. No obstante, cometió varios errores, y eso, señores y señoras, es un punto a nuestro favor. —Karl apoyó los brazos sobre la mesa y prosiguió—: todavía no hemos podido probar que Mattias haya sido el responsable del secuestro, violación y homicidio de Kerstin Ulsteen, por lo tanto, esa será nuestra primera misión.
—Los del laboratorio prometieron que, en un par de días, nos enviarán los resultados de las manchas de sangre halladas en la cabaña —les informó Mikael. Estaba ubicado en uno de los extremos de la mesa, de espaldas a la puerta. A su lado, la agente Miriam Thulin lo observaba solapadamente. Había llegado a Mora proveniente de Malung, tras graduarse en la Escuela Superior de Policía hacía casi un año. Al ser novata, la habían puesto a trabajar en tareas administrativas y, de vez en cuando, había acompañado a los agentes más experimentados a intervenir en riñas callejeras o en alguna que otra pelea doméstica. Nunca un caso importante… hasta ahora. Ella sabía que estaba preparada para mucho más y, por eso, agradecía infinitamente la oportunidad que le brindaba el inspector Lindberg de sumarse a la investigación. Después de tanto tiempo mirando a Mikael de lejos, por fin, trabajaría junto a él. Peter le pateó el pie por debajo de la mesa. Le sonrió a su compañero y agradeció su oportuna intervención. No quería que los demás terminaran dándose cuenta de su marcado interés por el teniente Stevic.
—Debemos interrogar al compañero de apartamento de Mattias. Además, si logramos que nos dé su consentimiento para registrar el lugar, nos ahorraremos de tener que lidiar con el juez nuevamente. —Miró a Mikael—. ¿Te encargas tú, Stevic?
—Déjelo en mis manos.
—Llévate a uno de ellos contigo —le indicó, señalando a los agentes nuevos.
—Yo puedo ir con él —se ofreció Miriam al mismo tiempo que hacía un enorme esfuerzo para no ser demasiado obvia.
—Perfecto. —Karl aprobó la iniciativa sin percatarse de nada. Nina, en cambio, al ser mujer, descubrió de inmediato que la muchacha estaba encandilada con los encantos de su compañero.
Mikael la miró y Miriam no pudo evitar sonrojarse. Peter la observó atentamente. Al principio, ni siquiera le molestaba ese enamoramiento casi platónico que su compañera tenía por Stevic, pero ahora que trabajarían con él, temió que se convirtiera en una amenaza real. Le gustaba Miriam, aunque nunca se había atrevido a confesárselo.
Ingrid, la recepcionista, quien siempre parecía tener motivos para llevar una sonrisa pegada al rostro, entró y le entregó un sobre a Karl.
Todos sabían lo que contenía. Estaban esperando los resultados de las pericias caligráficas desde hacía horas.
El inspector abrió el sobre bajo la atenta mirada de los demás. Leyó rápidamente el informe y, tras dejarlo encima de la mesa, manifestó:
—La letra es de Mattias, sin embargo, el experto cree que pudo haber sido obligado a escribir la nota.
Nina tomó el papel y también lo leyó.
—Dice que el trazo es vacilante e irregular. Señala también que hay una exagerada separación entre algunas de las palabras, característica que no presentaba la caligrafía habitual de Mattias.
—Los peritos han hallado una huella parcial en una esquina del papel. No se corresponde con la del muchacho, tampoco es la huella de Greta, quien reconoció que tocó la nota —aportó Frederic—. Los muchachos la han comparado con una huella hallada en la parte interna de la puerta de la camioneta: es la misma. Lamentablemente, la base de datos nacional no arrojó ningún resultado.
—Tiene que ser del asesino —intervino Stevic—. ¿Quién más podría haber tocado el papel?
Todos concordaron con él. Lamentablemente, hasta que no tuvieran un sospechoso con quien comparar la huella, no les servía de nada.
—El asesino obligó a Mattias a escribir la nota de suicidio porque que la necesitaba para completar su plan. Usó guantes para manipular la escopeta, ya que solo se hallaron las huellas de la víctima. En ciertos aspectos, parecía saber qué hacer exactamente para evitar dejar rastros, pero parece que también cometió errores —sostuvo Mikael—. No me cierra que sus huellas estén en el papel y en la puerta de la Toyota.
—Y esa es la clave para atraparlo. —Karl pareció no oír el último comentario del teniente. Se levantó de la silla y caminó hasta el expendedor de agua. Llenó el vaso y se lo bebió de un solo trago. Luego regresó a su sitio—. Bengtsson, tú te encargarás de rastrear el teléfono móvil de Mattias, no sabemos si está extraviado o se lo llevó el asesino.
El muchacho asintió.
Karl prosiguió.
—Si bien sabemos que Mattias Krantz se ganó el odio de todo el pueblo, alguien lo odiaba lo suficiente como para acabar con él. Centrémonos en quien tenía un motivo fuerte para matarlo.
Mikael se incorporó en la silla y carraspeó. Vino a su mente lo que le había mencionado Greta esa misma tarde después de salir de la iglesia.
—Quizá tengamos un posible sospechoso —comentó.
Rápidamente todas las miradas se posaron en él. El teniente soltó un nombre:
—Björn Ulsteen.
—¿El hermano de la víctima? —Karl frunció el entrecejo.
—Estuve en el funeral de Kerstin. —Se detuvo unos segundos. No quería dar el nombre de Greta, tampoco le gustaba mentir, pero, en ese momento, pensó que no le hacía mal a nadie si obviaba ese pequeño detalle—. Me acerqué a su familia para presentarle mis condolencias. Pude constatar que Björn siente mucha rabia hacia Mattias, y eso no es todo… —Volvió a hacer una pausa que solo logró exasperar a sus compañeros.
—¡Habla, Stevic! —lo exhortó el jefe.
—Dijo algo así como que el infierno era un lugar apropiado para que Mattias pagase por sus errores.
—¿Algo así? —preguntó Nina. Dudaba de que Mikael no recordara exactamente lo que Björn Ulsteen le había dicho hacía apenas un par de horas. Era evidente que ocultaba algo. Podía jurar incluso que Greta estaba involucrada en todo aquel asunto, solo que él no quería decírselo a su padre.
—La frase es casi idéntica a la de la nota —respondió.
—¿«Algo así», «casi»? ¿Qué sucede contigo, Stevic? —Quiso saber Karl—. Te veo algo distraído. Tu aspecto tampoco mejora.
Mikael se pasó la mano por el mentón. Debía rasurarse y recuperar horas de sueño, pero no tenía tiempo para ocuparse de él cuando había dos muertes que esclarecer. Prefirió guardar silencio y, cuando el teléfono del jefe empezó a sonar, suspiró aliviado. No quería dar explicaciones, mucho menos delante de los demás. La única que conocía su situación de «esposo abandonado» era Nina, y quería que las cosas continuaran así.
—Acaban de avisarme que mañana en primera plana publicarán que la muerte de Mattias no fue un suicidio. ¡Al diablo con la libertad de prensa! —maldijo Karl arrojando el móvil sobre la mesa—. Lo único que conseguirán es prevenir al asesino y puede que se cuide antes de cometer un nuevo error.
Nadie dijo nada: estaban habituados a las artimañas de la prensa para conseguir una primicia o esa noticia exclusiva que los pusiera en lo más alto. Pocas veces se detenían a pensar que con su trabajo lo único que hacían era entorpecer el de la policía.
—Bien, Nina y yo iremos a la casa de los Ulsteen. —Miró a la sargento—. Esperaremos hasta mañana, esa familia ya ha tenido suficiente por hoy.
—Me parece bien —respondió ella—. También deberíamos indagar entre los contactos laborales de Mattias. Sabemos que no solo iba a domicilio a reparar ordenadores. Quizá alguien del local donde trabajaba en Ryssa sepa en qué andaba últimamente.
Mikael dijo que él se encargaría de ir hasta Ryssa después de ocuparse de Simon Dahlin, y Karl le dio el visto bueno.
Lentamente, la oficina se fue desocupando. Los últimos en salir fueron Peter y Miriam. Él la siguió hasta su escritorio, pero la joven pareció no darse cuenta. Tomó su abrigo y se lo colocó a toda prisa. Faltaba media hora para las siete. Echó un vistazo hacia el pasillo, Mikael no tardaría en venir por ella. Fue entonces que reparó en su compañero. Él la miraba con insistencia.
—¿Qué quieres? —le preguntó de mala gana mientras se recogía el cabello en una coleta.
—Nada, solo desearte suerte —mintió. Le habría gustado estar en su lugar, no porque su tarea fuese más importante que la suya, sino porque no podía digerir que estaría a solas con el teniente Stevic.
—Gracias —respondió.
El rostro de Miriam se iluminó. Peter supo de inmediato que no era precisamente por su causa.
Mikael Stevic se acercó, le preguntó si ya estaba lista, y ella se fue con él.
Se quedó contemplando la puerta de acceso hasta que se cerró. Malhumorado, se fue hasta el escritorio y conectó el software de última generación para rastreo de dispositivos electrónicos que la comisaría había adquirido gracias a la gestión de uno de sus superiores.
Rápidamente, el trabajo logró que se olvidara de todo lo demás.
* * *
El auto se adentró en Kråkberg cuando ya empezaba a anochecer. Bordeado por el lago Orsa y el campus Bjäkenbackens, estaba formado por más de sesenta granjas y se había convertido en los últimos años en uno de los sitios más visitados del pueblo. El área de Beach Trip, donde Mattias había vivido el último año de su vida, rápidamente comenzaba a llenarse de nuevas construcciones. Muchos residentes de Mora elegían aquel lugar para levantar sus casas de verano, otros, en cambio, decidían establecerse allí de forma permanente. Mikael iba concentrado en el camino y le prestaba poca atención a su acompañante. Sin embargo, la muchacha parecía empeñada en entablar una conversación con él. Cuando se dio cuenta de que solo ella estaba hablando, decidió hacerle algunas preguntas para no parecer antipático.
—¿Miriam, verdad?
La joven asintió.
—¿Dime, cuánto hace que te graduaste?
—Casi quince meses —respondió como si decirlo de aquella manera la hiciera verse mayor.
—Yo salí de la Escuela Superior de Policía hace doce años; me estoy volviendo viejo —dijo en son de broma.
—No diga eso, es usted joven aún, teniente Stevic.
La miró con el ceño fruncido, fingiendo enojo.
—¿Aún?
Miriam se sonrojó.
—Quiero decir que…
—No te preocupes. —Soltó una carcajada—. A propósito, nada de «teniente Stevic», solo Mikael —le pidió.
—¿No eres de Mora, verdad?
Se sorprendió lo rápido que ella dejaba de lado las formalidades.
—No, nací y crecí en Gotemburgo. Hace dos años y medio me trasladaron aquí. ¿Y tú de dónde eres?
—De Malung. Toda mi familia es de allí —manifestó con cierto aire de nostalgia.
—¿Los extrañas?
—Un poco —confesó—. Me gusta este lugar y, además, Malung no está tan lejos. Los voy a visitar a menudo. ¿Tienes familia en Gotemburgo?
Mikael viró en la esquina de Täppvägen y se detuvo.
—Hemos llegado.
Miriam se quedó con ganas de saber más de él.
El teniente miró a través de la ventanilla. El apartamento, como casi todos los de aquella zona, constaba de una planta y estaba dividido en dos partes. La luz en la calle era escasa, sin embargo, el enorme foco que colgaba del porche era suficiente para alumbrar el lugar. Se bajó del auto y espero a que Miriam hiciera lo mismo. Luego se dirigieron hacia la vivienda. Se oía música en el interior, y Mikael de inmediato reconoció la canción: Nobody’s fault but mine de Led Zeppelin. El muchacho tenía buen gusto. Subieron las escalinatas y la cabeza de la agente Thulin chocó con unas campanillas que colgaban del arco de acceso. Repentinamente, la particular voz de Robert Plant dejó de cantar.
Golpeó a la puerta. Nadie respondió. Miriam se acercó hasta una de las ventanas y espió hacia el interior.
—No se ve a nadie.
—Sabemos que está —dijo el teniente.
Se dirigió a la parte lateral del apartamento, pero tampoco allí había movimiento alguno. Regresó a la puerta y golpeó con más fuerza. Nada. Entonces escucharon un ruido proveniente del patio trasero. Raudamente se trasladaron hasta allí y descubrieron una claraboya abierta.
—¡Allí! —señaló Miriam.
Simon Dahlin huía en dirección norte a toda velocidad.
—¡Quédate aquí y pide refuerzos! —le ordenó Mikael antes de echarse a correr detrás del sospechoso.
Le llevaba unos cuantos metros de ventaja, y su condición física no era la mejor. Se quitó la chaqueta y la arrojó al suelo. No recordaba cuándo había sido la última vez que había participado en una persecución. Pronto, Simon se adentró a campo traviesa saltando alambrados y esquivando fardos de heno. Cada vez se alejaba más, y él corría más lento. Un dolor punzante en el lado derecho lo obligó a detenerse. Los refuerzos no tardarían en llegar, pero era su deber atraparlo. Era a él a quien se le había escapado. Se llevó la mano al abdomen y apretó con fuerza mientras se echaba a correr nuevamente. Vio cómo el muchacho subía una loma y, entonces, tuvo una idea. No iba a conseguir atraparlo si seguía corriendo detrás de él; debía cambiar de estrategia. Se desvió hacia la izquierda y terminó metiéndose en el patio de una casa. Varios perros ladraron alarmados. Siguió la misma dirección, atravesando patios y saltando por encima de las cercas. Si tenía suerte, lograría interceptar al sospechoso en Hållarnäsvägen. Corrió por la acera; mientras lo hacía, no apartó la vista de la loma por donde, estaba seguro, aparecería su presa. Contaba con que no se hubiera desviado de su trayecto. Se oyó el sonido de las sirenas de la policía, y un perro comenzó a aullar. Siguió corriendo y, a medida que subía a la loma, se le hizo más difícil sostener el ritmo. ¿Dónde demonios se había metido Dahlin? Transitó unos cuantos metros más y entonces lo vio. El muchacho se sorprendió e intentó regresar por donde había venido. No era su mejor opción. Una de las patrullas se había colocado estratégicamente al final de la loma. Tampoco tuvo tiempo de ponerse a pensar qué hacer. Mikael se le tiró encima y lo derribó. El muchacho forcejeó con él, pero no le sirvió de nada. El teniente le puso los brazos detrás de la espalda y se arrodilló sobre él para inmovilizarlo.
—¿Por qué huías? —Le costaba respirar y estaba exhausto, pero la satisfacción de haberlo atrapado, no se la quitaba nadie.
No recibió respuesta.
—¡Responde! —Le puso la mano en la nuca y apretó con fuerza hacia abajo.
—Creí… creí que me buscaban por lo de anoche —balbuceó con el rostro pegado al suelo.
—¿A qué te refieres?
—Discutí con una chica en un bar… la golpeé y me amenazó con denunciarme a la policía.
Miriam Thulin llegó acompañada de dos agentes. Mikael levantó al muchacho del suelo y se los entregó. Rápidamente, Simon Dahlin se vio esposado y dentro de una patrulla.
—Después de todo lo que corrió, dejaremos que pase la noche en uno de nuestros exclusivos calabozos. —La verdad era que, quien necesitaba con urgencia descansar, era él, pero no lo reconocería frente a los demás—. La agresión que él mismo acaba de confesar es motivo suficiente para retenerlo al menos durante veinticuatro horas. Lo interrogaré mañana temprano.
—Buen trabajo —le dijo Miriam.
Intentó sonreír, pero sintió que le dolían hasta los músculos de la cara. Regresaron a Täppvägen en una de las patrullas, y Mikael le dijo a la muchacha que se fuera con ellos hasta la comisaría e hiciera todo el papeleo. Él lo único que deseaba era irse a su apartamento, darse una ducha y dormir hasta el otro día. Confiaba que el cansancio que traía en el cuerpo lo ayudaría a conciliar el sueño esa noche.
* * *
El martes temprano Greta decidió por fin comenzar con la rutina de footing que venía posponiendo desde hacía varios días. Se despertó a las siete y se vistió con el conjunto deportivo que había comprado el verano anterior y que aún no había estrenado. En el cinturón se colgó una riñonera, metió dentro el teléfono móvil y una botella de agua mineral. Trató de hacer el menor ruido posible para no despertar a Miss Marple. La noche anterior ninguna de las dos había dormido bien. Greta lo solucionó con un tazón de leche tibia y una buena novela de intriga que tenía pendiente. La lora, en cambio, se la pasó dando vueltas por todo el apartamento porque no quería quedarse en la jaula. Parecía que, de un tiempo a esa parte, Miss Marple se había mimetizado con ella al punto de compartir sus noches de insomnio. Su apego se había vuelto casi exagerado, sobre todo después de que la había dejado en casa de su padre. No pudo con su genio y le echó un vistazo antes de irse: la muy bandida dormía plácidamente. Con sigilo se dirigió hacia la puerta y, una vez fuera, bajó las escaleras a toda prisa. Las calles estaban casi desiertas a no ser por algunas personas que, como ella, aprovechaban aquellas horas tempranas para iniciar sus tareas cotidianas. En un rato más, arrancaría la actividad comercial y la avalancha de turistas echaría por tierra la quietud de aquellos primeros momentos del día. Se levantó la capucha de su atuendo y saludó a la señora Schmidt, quien, como cada mañana, salía a barrer la acera.
La mujer le devolvió el saludo agitando la mano. Siguió por Millåkersgatan durante tres cuadras y luego se desvió hacia la izquierda hasta Spanskvägen. Unos cuantos metros más adelante, bajó al carril lateral usado por los ciclistas para correr con más tranquilidad. Le faltó el aire en varias ocasiones. Había estado llevando una vida bastante sedentaria desde que se había mudado a Mora y ahora pagaba las consecuencias. Necesitaba descansar, le dolían las piernas y, si no se detenía, probablemente no podría dar un paso más. Sacó la botella de agua mineral del bolso y la bebió a borbotones. Se pasó una mano por el cuello sudado y trató de volver a respirar con normalidad. Era hora de regresar, debía darse un baño y desayunar antes de abrir la librería. Esa mañana le enviarían el pedido que había hecho a Estocolmo y no recordaba a qué hora le había dicho Lasse que llegaban las cajas a la estación.
Dio media vuelta y se echó a andar, esta vez, más despacio. Se cruzó con varios vecinos que a esa hora ya se dirigían a sus lugares de trabajo, los saludó de lejos y continuó la marcha.
Cuando llegó al apartamento, solo tuvo tiempo para darse una ducha rápida y tomarse un café. Lasse llegó unos minutos antes de abrir Némesis.
—¿Necesitas que te traiga algo? —le preguntó al tiempo que sacaba las llaves del Mini Cabrio del interior de una cajita en la mesa de entrada.
—¡No! —Le gritó saliendo de la habitación en dirección a la sala—. Solo asegúrate de que esté todo el pedido completo.
Lasse se quedó mirándola. Greta aún no se había peinado, estaba abrochándose la camisa y no llevaba zapatos.
—¿Se te han pegado las sábanas?
—¡Qué va! Se me ocurrió salir a correr y mi lamentable condición física no me permitió volver tan rápido como hubiese querido —reconoció sin tapujos. Se levantó un poco la camisa y le mostró el rollo que tenía en el abdomen—. Culpa a la cocina de la señora Schmidt y a las horas que paso tirada en el sofá leyendo novelas de misterio.
Él sonrió. No entendería jamás esa absurda manía que tenían las mujeres de bajar de peso porque la grasa se acumulaba en sus caderas o porque se aproximaba el verano. Sus hermanas, todavía adolescentes, se la pasaban contando calorías y haciendo actividad física a toda hora. Siempre les decía que, si heredaban las piernas gruesas y el trasero chato de su madre, de nada les serviría tanto esfuerzo. Por supuesto, Tammi y Julia, después de semejante crueldad, decidían no hablarle por semanas.
Contempló a Greta mientras se ponía unas sandalias. Podía tener un par de kilos de más, pero eso no le quitaba ni un ápice de belleza. Era una pena que siguiera sola. Al principio, cuando apenas había regresado a vivir a Mora, no le había caído bien porque pensaba que solo era una entrometida, pero Greta fue la única que le tendió una mano cuando más lo había necesitado. Y eso había hecho que empezara a verla con otros ojos. La quería mucho. Más que una prima, era una hermana, y estaba seguro de que ella sentía lo mismo por él.
—¿Qué miras tanto? Llegarás tarde a la estación —lo amonestó Greta peinándose el cabello.
—Es temprano, además la estación está solo a cuatro calles de aquí —le respondió. Ella lo miró furibunda—. ¡Está bien, ya me voy! Hasta dentro de un rato, prima.
Greta terminó por fin de arreglarse y bajó a la librería. Lo primero que hizo fue encender el ordenador y leer las noticias. El asesinato de Mattias Krantz ya ocupaba la portada del periódico local. No se sorprendió. En un lugar como Mora era imposible esconder una verdad semejante. Lo leyó rápidamente, esperando que nadie hubiese mencionado su nombre. Pero no tuvo esa suerte: el autor del artículo le había dedicado un párrafo entero.
«El cuerpo sin vida de Mattias Krantz, principal sospechoso del homicidio de Kerstin Ulsteen, fue hallado hace dos días por Greta Lindberg, una de nuestras vecinas más reconocidas, hija del inspector Karl Lindberg y dueña de la librería de la calle Millåkersgatan. Según fuentes extraoficiales, la señorita Lindberg regresaba de un viaje a Söderhamn cuando cerca de las siete de la mañana del domingo se topó con la terrible escena. Quienes la conocemos, sabemos que Greta tiende a involucrarse en hechos similares. No olviden que puso su vida en peligro hace unos meses cuando, gracias a su intervención, la policía logró atrapar a la asesina de Annete Nyborg y Camilla Lindman. ¿Será capaz ahora de descubrir quién mató a Mattias Krantz?».
No le gustaba que hablaran de ella de aquella manera. La pintaban como una especie de detective aficionada propensa a meterse donde no la llamaban. Era lo que pensaba su padre… ¿compartirían su opinión los demás? Después de leer aquel artículo, no dudaba de que todos en Mora pensasen lo mismo.
Cerró la página y, cuando alzó la vista, descubrió que ya había varios clientes esperando ser atendidos. Nunca se apiñaban en la puerta tan temprano, mucho menos un martes por la mañana. Casualmente, eran vecinos del pueblo. Se preguntó cuántos de ellos habían leído la noticia en el periódico esa mañana.
Apostaba que todos.