CAPÍTULO 7
La dotación de bomberos había hecho hasta lo imposible para extinguir el fuego, sin embargo, la cabaña era pequeña, y las llamas, rápidamente, lo habían consumido casi todo. Cuando Karl y Nina llegaron al lugar, las tareas ya habían acabado.
Uno de los bomberos se les acercó. Cuando se quitó el casco, Karl lo reconoció de inmediato; era Lukas Strassman. Llevaba trabajando en el departamento de bomberos desde hacía más de veinte años.
—Inspector Lindberg. —Le dio un fuerte apretón de manos.
—Strassman, ella es la sargento Wallström.
El hombre la saludó con un ligero movimiento de cabeza.
—El siniestro fue provocado. Encontramos restos de un acelerador cerca de la ventana —les informó.
Karl masculló una maldición.
—¿Ha quedado algo en pie en el interior? —quiso saber Nina. Tal vez todavía podían rescatar algo.
—Muy poco, el fuego arrasó con la construcción demasiado rápido. Ni siquiera la lluvia consiguió apagarlo.
—¿Podemos entrar?
—Sí, nuestro trabajo ya terminó, ahora les toca a ustedes. Nuestro experto les enviará cuanto antes el resultado definitivo de las pericias.
—Perfecto, Strassman. Muchas gracias. —Karl se encaminó hacia la cabaña seguido de cerca por la sargento.
La construcción no debía de tener más de tres metros cuadrados de superficie y había quedado reducida a los cimientos. Un pedazo de techo colgaba de uno de los rincones. El olor era insoportable; Nina tuvo que taparse la boca con la mano.
—Ten cuidado dónde pisas —le advirtió Karl mientras se adentraban en el lugar.
La chimenea de piedra era prácticamente lo único que había quedado en pie. La parte inferior estaba cubierta de hollín. La parte de arriba, milagrosamente, no había sido alcanzada por las llamas.
—Es imposible que hallemos algún rastro —manifestó Nina desolada.
Alguien se había tomado demasiadas molestias en destruir la cabaña y cualquier evidencia que pudiese haber en su interior por una muy buena razón: aquel era el lugar donde había sido retenida Kerstin Ulsteen antes de ser enterrada en el bosque. Cada vez estaban más seguros.
Karl observó a su alrededor. Escombros, hollín y objetos chamuscados. Todavía había algo de humo que emanaba del suelo y de las paredes. Nina se apartó hacia el sector de la ventana donde había restos de lo que parecía ser un camastro de madera. Caminó por encima de una viga gruesa que el fuego no había alcanzado a consumir del todo.
Karl la siguió con la mirada, de repente el pedazo de techo que aún colgaba de la pared se desprendió. Como pudo, tomó a Nina del brazo y la tironeó con fuerza hacia atrás. Logró evitar una tragedia.
La sargento se quedó quieta entre los brazos de su jefe. Estaba aturdida, no solo por el estruendo del techo al chocar contra el suelo, sino por los fuertes latidos de su corazón.
Karl la apartó.
—¿Estás bien?
Nina asintió.
—Gracias, me… me has salvado la vida —le dijo mirándolo a los ojos.
—No fue nada.
Luego, se quedaron en silencio. La sargento aún tenía las manos apoyadas en el pecho de Karl. Respiraba con dificultad. No supo si era debido al susto o a su cercanía, pero le temblaba todo el cuerpo.
¿Sería aquel el momento que había estado esperando por años? Notó un brillo diferente en los ojos del inspector. Pero todo lo que pasó por su cabeza en ese momento, fue borrado de un plumazo cuando él la soltó.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Nina se volteó. El sol ahora golpeaba de lleno contra una de las paredes laterales de la chimenea. Se acercaron. Karl se arrodilló para ver mejor.
Eran cuatro manchas diminutas de color oscuro. Podía ser cualquier cosa, sin embargo, sus más de treinta años como policía eran suficientes para que se atreviera a afirmar que se trataba de sangre.
Miró a la sargento.
—Voy a ordenar que manden al perito para que tome una muestra —le dijo al tiempo que una sonrisa le afloraba en los labios.
Ella también sonrió. Tenían motivos para hacerlo. El autor del incendio no había logrado salirse con la suya: estaba cediendo terreno y ellos aprovecharían cada ventaja que les daba. Aquel importante hallazgo, plasmado en unas minúsculas manchas de sangre, podía llevarlos a la resolución del caso. O, al menos, de una parte de él.
Salieron y rápidamente el aire fresco del bosque penetró en sus pulmones.
Karl tomó el teléfono. No había señal, así que se alejó para buscar un lugar más abierto. Nina lo observó mientras él pedía que enviaran a un experto en recolección de pruebas.
Acababan de compartir un momento especial. Lo sabía. Quizás, aquel acercamiento era la señal que había estado esperando durante tanto tiempo. Cuando Karl terminó de hablar, se acercó y le preguntó:
—¿Almorzamos juntos?
Y el inspector Lindberg aceptó con gusto la invitación.
* * *
Mikael estaba a punto de ingresar a su despacho cuando divisó a Kjell Krantz parado en medio del pasillo. Se veía distraído. Tenía ambas manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y observaba todo a su alrededor sin prestarle realmente atención. Se imaginó a qué había ido.
Se acercó y le rozó el hombro.
—Señor Krantz, ¿se encuentra usted bien?
El hombre asintió.
—Me dijeron que viniese.
—Así es. Necesitamos que reconozca oficialmente el cuerpo de su hijo.
El teniente lo condujo hasta el área donde se encontraba la morgue. Entró primero y buscó al patólogo forense.
—Acaba de llegar el padre —anunció.
Frederic Grahn fue hasta una de las mesas y descubrió al cuerpo que yacía en ella. El rostro del muchacho tenía un enorme cráter en el lado derecho. Después de lavar el cadáver y practicarle la autopsia, se había esmerado por disimular aquel terrible detalle. Tenía un hijo casi de la misma edad y quería evitar que Kjell Krantz se quedara para siempre con aquella espantosa imagen de su hijo en la retina. Por eso, con una venda, había cubierto parte del rostro y la cabeza.
El padre de Mattias entró y se acercó. Cuando Frederic levantó la sábana, Kjell Krantz se desplomó encima del cuerpo helado de su único hijo.
El patólogo prefirió dejarlo solo, así que salió al pasillo. Se encontró con Stevic.
—Llevo veinticinco años en este trabajo, muchacho, y todavía se me forma un nudo en el estómago cada vez que alguien viene a reconocer a un familiar.
Mikael se mesó el cabello y comenzó a golpetear el suelo con uno de sus pies. Podía imaginarse perfectamente la escena que se estaba viviendo, en ese momento, dentro de la morgue, por eso, había preferido esperar al señor Krantz allí.
Unos minutos más tarde, el hombre apareció con el rostro desencajado y un temblor incontrolable en las manos.
El teniente lo tomó del brazo y lo condujo hasta su oficina. Lo instó a sentarse y le entregó una bolsa con las pertenencias de su hijo.
—Me gustaría que la revise para ver si falta algo.
Kjell tomó la bolsa. Con dedos temblorosos comenzó a ordenar lo que había en su interior encima del escritorio. Un reloj, una billetera, las llaves de la camioneta. Mikael notó que el hombre buscaba algo afanosamente con la mirada.
—Falta su navaja —le indicó—. Siempre la llevaba encima. Se la regalé cuando cumplió catorce años.
Según la autopsia, Kerstin Ulsteen había sido ultimada con un cuchillo pequeño, había muchas probabilidades de que fuera una navaja. Saber que Mattias tenía una en su poder y que, ahora, había desaparecido, iluminó el rostro del teniente. Poco a poco, las piezas del rompecabezas empezaban a encajar.
—¿Dónde está su teléfono móvil?
—No lo llevaba encima.
Kjell asintió con la cabeza.
Mikael se levantó y buscó el archivo del caso en el gabinete. Abrió la carpeta donde estaban los informes de balística y sacó una fotografía.
—¿Reconoce el arma?
—Sí, es la escopeta que solía usar Mattias para ir de caza. Una Premier M, calibre 12. La compró hace un par de años durante un viaje a Gotemburgo —le informó.
—¿Desde cuándo practicaba su hijo la cacería?
—Siempre le gustó. —Una sonrisa amarga afloró en los labios del hombre—. Jamás pensé que la usaría para quitarse la vida.
Mikael guardó silencio. Por expreso pedido de Karl, todavía no habían revelado al público que Mattias había sido víctima de un crimen. Mora todavía no se había recuperado del terrible final que había tenido la pequeña Kerstin. El pueblo estaba en pleno apogeo turístico; un nuevo homicidio sembraría el pánico, y la prensa, hambrienta de noticias frescas, comenzaría a meter las narices donde no debía y eso era justamente lo que querían evitar.
—Hace dos meses se decidió y se inscribió en un club de caza.
—¿Sabe cómo se llama?
Negó con la cabeza.
—¿Era de aquí?
—Creo que no, me dijo que los había contactado por internet. Yo no entiendo mucho de esas cosas, tampoco me gustaba estar preguntándole todo el tiempo.
—Ya veo. ¿Desde cuándo no vivía Mattias con ustedes?
Kjell Krantz observó las pertenencias de su hijo colocadas ordenadamente sobre el escritorio del teniente.
—Se mudó hace un año más o menos, pero planeaba regresar a casa pronto. No se llevaba bien con Simon.
Mikael frunció el ceño.
—¿Sabe por qué?
Se cruzó de brazos. Ya no temblaba.
—Me dijo que la convivencia se había vuelto insoportable, que el muchacho era demasiado quisquilloso.
Un agente había interrogado a Simon Dahlin cuando Mattias había desaparecido, pero no supo decirles nada y había mostrado poco interés por el paradero de su compañero. Su indiferencia parecía cobrar sentido. Rápidamente, el joven se colocó en primer lugar en la lista de personas a investigar. Anotó su nombre en un papel.
—¿Todavía creen que Mattias mató a esa niña? —Kjell lo miró. Había desdén en sus palabras.
El teniente cerró la carpeta y se recostó en la butaca. No iba a discutir el caso con él. Los padres del muchacho siempre habían proclamado su inocencia y sería otro golpe devastador enterarse de que habían estado equivocados todo ese tiempo. Tampoco podían ocultarle por mucho más tiempo que su hijo no se había suicidado. Alguien debía decirles lo que realmente había ocurrido. Frente al público y la prensa, habían pactado manejar la información con discreción. Sin embargo, los padres de Mattias tenían derecho a conocer la verdad.
—Señor Krantz, hay algo que debe saber con respecto a la muerte de su hijo.
El hombre dejó de lado su actitud desafiante.
—¿Qué es?
—Hay evidencias que nos llevan a creer que Mattias no se suicidó… que alguien lo mató.
Kjell Krantz movió la cabeza de un lado a otro, negando la terrible verdad que le acababa de ser revelada. Luego, comenzó a abrir y cerrar las manos nerviosamente encima del escritorio. Cuando lo miró, no solo había dolor en sus ojos, sino también un gran desconcierto.
—¿Asesinado? No entiendo…
—Las pericias señalan que él no pudo dispararse, alguien más lo hizo. ¿Tiene idea de quién pudo haber sido?
—Cualquier habitante del pueblo —respondió tajante.
—Señor Krantz…
—Es la verdad. Todos en Mora odiaban a mi hijo por lo que creían que había hecho. Ustedes se encargaron de fomentar ese odio pintándolo como un ser malvado y cazándolo luego como un animal. La persona que empuñó el arma en su contra no es la única culpable de su muerte —recalcó.
—Su hijo estaba involucrado en el homicidio de Kerstin Ulsteen, y usted lo sabe.
—Yo no sé nada. Jamás pudieron probarlo.
—Le regaló a la niña una pulsera pocos días antes de su desaparición —le recordó Mikael.
—¿Y qué prueba eso? Que mi hijo solo fue amable con ella. Había estado en su casa reparando un ordenador, seguramente allí supo que le gustaban y decidió comprársela. Eso no demuestra nada —replicó.
—Señor Krantz, ¿conocía la existencia de una cabaña que su hijo solía usar cuando iba al bosque a cazar?
La conversación se había convertido en un interrogatorio.
—Sí, la conozco.
—Alguien la incendió. El fuego fue provocado y la intención de su autor era eliminar cualquier evidencia que pusiera a Kerstin Ulsteen en el lugar —le informó al tiempo que estudiaba su reacción—. ¿Dónde estuvo usted entre las ocho y las diez de la mañana?
—¿No estará insinuando que yo lo hice?
—No insinúo nada, limítese a responder, por favor.
—Conozco mis derechos, teniente, y no diré más nada sin la presencia de un abogado.
—Señor Krantz; lo único que buscamos es descubrir la verdad.
—Lo que la policía quiere es seguir ensuciando el nombre de mi familia. Primero hostigaron a mi hijo, ahora sospecha que tuve que ver con el incendio en su cabaña. ¿Es que ustedes nunca se cansan? Deberían estar buscando al asesino de Mattias y no perder el tiempo conmigo. —Se puso de pie y apartó la silla hacia atrás—. No tengo nada más que hacer aquí. ¿Cuándo podremos disponer del cuerpo de mi hijo?
—Pediré que lo liberen hoy mismo —indicó Mikael sin poder disimular su frustración.
—Es lo menos que puede hacer —rebatió el hombre antes de salir de la oficina dando un portazo.
Mikael se quedó con un mal sabor de boca. Kjell Krantz continuaba cubriendo a su hijo aun después de muerto, y eso le daba un motivo para querer incendiar la cabaña. Se recostó contra el respaldo de la butaca y estiró los brazos por detrás de la cabeza. Karl y Nina todavía no habían regresado del bosque; esperaba que ellos hubiesen tenido mejor suerte, aunque lo dudaba.
Sus ojos entonces se posaron en el papel en el que un rato antes había estado tomando apuntes.
Simon Dahlin.
Con un bolígrafo rojo, dibujó un círculo alrededor del nombre y lo remarcó varias veces.
* * *
En la iglesia no cabía ni un alfiler. Todo el pueblo había querido estar presente en la despedida de la pequeña Kerstin Ulsteen. Hasta el reverendo Ville Erikssen, subido a su púlpito, parecía estar conmovido. Le temblaba la voz, y aquellos que estaban sentados cerca de él fueron testigos de cómo el hombre había derramado algunas lágrimas mientras pronunciaba el sermón.
Greta estaba en una de las primeras filas porque había llegado temprano. De vez en cuando, espiaba hacia la puerta de acceso esperando ver a Hanna. Habían acordado ir juntas, pero la rubia no aparecía.
Observó las rosas blancas atadas delicadamente con un lazo rojo en el extremo de las banquetas. Frente al altar, el féretro donde yacía Kerstin estaba cubierto de más rosas.
—Nos consume la pena… —El reverendo alzó los brazos hacia el cielo—, la pena de haber perdido a alguien cercano, y nos cuesta comprender que tendremos que vivir sin nuestra amada Kerstin. Su muerte fue un golpe devastador para todos, una prueba difícil de superar. Encomendamos su alma al Señor y, en nuestra angustia, acudimos a él en busca de resignación. Sabemos que Él es la resurrección, que Él es la vida.
Las palabras del reverendo eran acompañadas por el llanto de las personas más cercanas a la niña.
—Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del espíritu, espíritu es. Solo en espíritu podremos caminar junto a Él. Todo aquel que lo siga vivirá incluso después de la muerte.
Alguien rozó el brazo de Greta: pensó que era Hanna. Cuando se volteó, vio a Pernilla Apelgren a su lado. La anciana le sonrió, y ella cortésmente le devolvió la sonrisa.
—El día del juicio está llegando —prosiguió el reverendo—. El día en que todos seremos juzgados por nuestros pecados. Cuando las acciones malvadas de quien nos arrancó a la pequeña Kerstin salgan a la luz, su alma será castigada. —Se bajó del púlpito y se acercó al féretro. Se inclinó y tomó un puñado de tierra de un recipiente de barro y volvió a echarla en su interior. Repitió aquel ritual tres veces mientras pronunciaba—: tierra a la tierra, cenizas a las cenizas y polvo al polvo hasta que nos levantemos nuevamente.
Luego, llegó el momento de cantar una plegaria. Pernilla le ofreció compartir el libro de cánticos.
«Las estrellas sobre las nubes aún brillan en tu hora más oscura…».
Greta aprovechó para echar un vistazo a su alrededor. Era imposible calcular cuánta gente había. Era evidente que los turistas que habían invadido el pueblo las últimas semanas también se encontraban allí. Muchos rostros desconocidos. ¿Sería alguno de ellos el asesino?
«En la oración del Señor encontrarás coraje, paz y poder…».
Se dio cuenta de que faltaban los padres de Mattias Krantz. Supuso que estarían haciendo duelo por la muerte de su propio hijo.
«Vive y muere por lo que amas, aprécialo y defiéndelo, entonces te levantarás».
Lentamente, los dolientes comenzaron a peregrinar hasta el altar para darle el último adiós a la pequeña Kerstin. Pernilla la tomó del brazo y la instó a imitar a los demás. Cuando estuvieron frente al féretro, tomaron una rosa blanca y la dejaron sobre el cuerpecito de la niña. Parecía un ángel, con el cabello color rojizo cayéndole sobre los hombros y el rubor en sus mejillas pálidas. Greta contempló a los acongojados padres. Lisa y Jens Ulsteen apenas podían sostenerse en pie. Björn, su hijo mayor, parecía ser el más fuerte de los tres. Le sorprendió no ver a Martin Ulsteen, el tío de la niña. Era un asiduo cliente de Némesis y se imaginó que lo vería allí, acompañando a los demás. No podía irse sin saludarlos, por eso, se acercó y apretó la mano de Lisa entre las suyas.
—Lo siento mucho.
Ella no la miró. Greta se dio cuenta de que ni siquiera la había escuchado.
—El asesino de mi hermana debe de estar quemándose en el infierno ahora mismo —murmuró Björn incapaz de ocultar su rabia—. Es un buen sitio para pagar por los errores.
Greta no dijo nada. Las palabras que acababa de pronunciar el hermano de Kerstin se asemejaban bastante a las de la supuesta nota de suicidio que había hallado en la camioneta de Mattias. Parecía ser una coincidencia, nada más. Sin embargo, mientras atravesaba el pasillo del brazo de Pernilla, no pudo dejar de pensar en ello.
De repente, un leve tirón en la manga de su camisa la sacó de sus cavilaciones. Pernilla le hizo señas para que mirase hacia la entrada. Entonces vio a Mikael junto a la puerta, tratando de hacer malabares para poder atravesar la gran masa de gente que lentamente comenzaba a abandonar la iglesia.
—Creo que te busca a ti. —La anciana todavía seguía prendida de su brazo.
—¿Por qué dice eso? El teniente Stevic puede estar aquí por otra razón —objetó. Casi sin darse cuenta, aminoró los pasos.
Pernilla sonrió y le dio unos golpecitos en la mano, gesto que sorprendió a Greta. Le incomodaba mucho que la mujer, experta en difundir chismes por todo el pueblo, fuese capaz de leer en su rostro lo que ella se empeñaba, y mucho, en disimular.
La repentina aparición de Mikael no podía ser más inoportuna.
Cuando se acercó a ellas, trató de actuar lo más natural posible.
—Hola, Greta. Señora Apelgren, ¿cómo está usted? —saludó al tiempo que les sonreía.
Greta se dispuso a abrir la boca, pero la anciana le ganó de mano.
—Teniente, por favor, no me diga «señora». Me hace ver más vieja de lo que soy en realidad.
—¿Vieja? Si es usted una mujer de muy bien ver aún —la elogió—. Si la hubiese conocido antes, se la habría robado a su esposo —bromeó.
El comentario provocó que la anciana se ruborizara.
Greta sonrió divertida. Sin dudas, el encanto de Mikael alcanzaba límites insospechados.
—Bueno, será mejor que me marche. Mi Oscar debe de estar esperándome en casa. —Miró a la más joven—. Greta, querida, te dejo en muy buenas manos —se encargó de enfatizar lo de «en muy buenas manos».
Ahora, quien se ruborizó, fue ella. Reanudó el camino bajo la atenta mirada del teniente.
—¿Cómo ha ido? —preguntó una vez que salieron de la iglesia.
—Fue muy triste. Imaginaba que vendría mucha gente, todos en el pueblo se involucraron con lo que pasó desde el mismo momento en que Kerstin desapareció. Creo que nadie quiso perder la oportunidad de despedirse de ella —manifestó con un dejo de tristeza en la voz.
Él asintió.
—Me habría gustado estar, pero no podía dejar el trabajo tirado.
—Yo aproveché que no abro hasta las cuatro —respondió yendo hacia la librería.
—¿Puedo acompañarte?
Greta se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
Los primeros metros los recorrieron en absoluto silencio. Cuando estaban por llegar, parecía que Mikael no tenía ganas de marcharse.
—¿No vas a preguntarme por la investigación? —Sabía que la innata curiosidad de la muchacha le permitiría quedarse al menos un rato más a su lado.
No le respondió; en cambio, se acercó hasta el escaparate de una tienda de ropa y fingió mirar con interés uno de los maniquíes.
Mikael la observó a través del cristal. Sus ojos se encontraron, y ella le sonrió.
—No creo que a papá le guste saber que hablas conmigo del caso.
—¿Y desde cuándo ese pequeño detalle te ha detenido?
Greta se dio la vuelta y lo miró. Odiaba reconocer que tenía razón. Jamás le había hecho demasiado caso a las reprimendas de su padre, no iba a empezar ahora.
—¿Ha habido alguna novedad? —preguntó mientras reanudaban la caminata.
—Hemos enviado a analizar unas manchas de sangre que Karl y Nina hallaron en la cabaña de Mattias.
—¿El incendio no lo destruyó todo?
—No, afortunadamente todavía quedaba algo en pie.
—Eso es bueno.
Él asintió.
—¿Han podido comprobar si Mattias escribió la nota?
Mikael adoraba responder a sus preguntas. Sin embargo, sabía que, al hacerlo, se estaba jugando el pellejo. Karl no le perdonaría que, una vez más, se le fuera la lengua delante de su hija y desobedeciera sus órdenes. No quería a Greta metiendo las narices en el caso, aunque ella siempre terminaba saliéndose con la suya, como en aquella ocasión.
—No todavía, los resultados estarán listos en un par de horas.
Ya estaban frente a la librería.
—Hace un momento, en la iglesia, me acerqué a darle el pésame a la familia de Kerstin. ¿Sabes qué me dijo su hermano?
Mikael abrió bien los oídos.
—Que el infierno era un buen sitio para que Mattias pagara por sus errores.
—¿Te dijo eso?
—Sí. Puede ser una casualidad…
—¿Crees en las casualidades?
Negó con la cabeza.
—Yo tampoco.
El teléfono móvil del teniente sonó. Él respondió y cortó unos segundos después.
—Debo irme.
Greta recordó entonces la llamada que había recibido esa mañana de una mujer llamada Sofie.
—Gracias por acompañarme.
—Ha sido un placer. —Tuvo ganas de invitarla a salir, pero se abstuvo a último momento.
Greta se quedó observándolo hasta que lo vio desaparecer en la esquina. Soltó un suspiro y miró el reloj. Faltaba todavía más de media hora para abrir Némesis. Extrañaba el Club de Lectura; necesitaba ocuparse con alguna actividad hasta que comenzaran las reuniones nuevamente.
Subió corriendo las escaleras y entró al apartamento. Como siempre, la recibió el parloteo de Miss Marple.