CAPÍTULO 3
Hanna dejó el bolso encima de una de las tantas mesitas negras que en el restaurante Claras se habían dispuesto en la parte frontal del local, aprovechando la llegada de los turistas y el reinante clima benévolo de aquellos últimos días de mayo. Eran cerca de las ocho y parecía que la estrategia de los dueños había dado resultado. No conocía a la mayoría de los clientes que ocupaban las mesas vecinas. Echó un vistazo al interior del restaurante: lleno a tope. No le gustaba salir sola, pero era sábado y no pensaba quedarse en su casa agregando grasa a sus caderas y llorando con una mala película romántica en el Canal 4. Sacó el móvil del bolso y revisó si había algún mensaje. No había noticias de Greta todavía. Se había enterado del viaje relámpago a Söderhamn la noche anterior cuando la llamó para contárselo. No tenía dudas de que su amiga la estaría pasando fatal. Le habría encantado acompañarla, aunque conocía lo suficientemente bien a Greta como para afirmar que prefería pasar los malos tragos sola y lamerse las heridas cuando nadie más la viera.
La camarera se le acercó, y ella ordenó un vaso de vino blanco. Cuando volvió a quedarse sola, sus ojos recorrieron el lugar con interés. De repente, cruzó la mirada con un desconocido, seguramente uno de los tantos turistas que habían invadido Mora durante las últimas semanas. Él le sonrió. Ni lerda, ni perezosa, le devolvió la sonrisa. Vio que llevaba una cámara de fotos colgada del cuello. Era un modelo profesional, como las que solía usar ella en su trabajo. Alzó la copa de vino y la movió hacia donde estaba el sujeto en señal de saludo. Nunca había sido escrupulosa con los hombres, no empezaría esa noche. Su gesto logró el efecto deseado: el desconocido se acercó y pidió permiso para sentarse a la mesa.
—Soy Hanna —fue lo primero que dijo después de beber un sorbo del vino.
—Evert Gordon —respondió él sin dejar de sonreír. Luego llamó a la camarera y ordenó una cerveza.
—¿De dónde eres, Evert Gordon?
—Vivo en Estocolmo, pero nací en Kiruna.
«Un magnífico ejemplar del norte», pensó Hanna al tiempo que lo observaba. Cabello oscuro desordenado, ojos verdes casi ocultos debajo de unas espesas cejas y sonrisa de ganador.
—¿Qué te trajo a Mora?
Evert agradeció la cerveza a la camarera y dejó el porrón encima de la mesa.
—Necesitaba alejarme del bullicio de Estocolmo por un rato. Un amigo me habló de este lugar y no lo dudé ni un segundo.
Hanna señaló la cámara de fotos.
—Una Nikon Reflex SRL —comentó al tiempo que se acomodaba el cabello. Alabó la sabia decisión de haberse esmerado en su arreglo aquella noche—. Exposímetro incorporado; control de enfoque manual y visor de pentaprisma —agregó haciendo alarde de sus conocimientos.
—¡Vaya, me has sorprendido!
—Soy fotógrafa profesional.
Evert soltó una carcajada.
—No vas a creerlo, pero yo también lo soy. Trabajo para una agencia internacional de noticias en Estocolmo.
Hanna nunca había creído en eso que la gente llamaba «destino», pero empezaba a tener serias dudas. Evert era atractivo, le agradaba y, por si fuera poco, parecía disfrutar de su compañía tanto como ella. Que compartieran la profesión era un ingrediente que volvía aquel encuentro casual más sugestivo aún.
Habían pasado casi dos meses desde su última salida con un hombre. Más que una cita, aquel encuentro arreglado por su padre había sido un castigo. Hylvid Windfel aún conservaba la esperanza de ver a su única hija establecida en un buen matrimonio, si fuese posible, con un esposo de su elección. Por esa razón, no había sido capaz de negarse cuando le pidió que conociera al hijo de un amigo suyo, según sus propias palabras, «un muchacho respetuoso, trabajador y fervoroso devoto». Ahl Mattsson resultó todo lo opuesto: un fresco que no paraba de hablar de su nuevo coche y que se había dedicado a mirarle el escote durante toda la cena. Obviamente prefirió guardarse esos detalles y, cuando su padre le preguntó cómo le había ido, se había limitado a decir las palabras que esperaba oír. No quería iniciar una nueva batalla en su contra, prefería seguirle la corriente, a pesar de que la hartaba que no entendiera que nunca sería la hija que él esperaba que fuera.
Decidió que no tenía caso seguir pensando en su padre y las expectativas que había puesto en ella. Tenía enfrente algo más interesante en que ocuparse. Mientras terminaban los tragos, charlaron de fotografía y cosas banales. El tiempo pasó volando, y Hanna aceptó gustosa que Evert la acompañase hasta su casa. Antes de despedirse, ella lo invitó a conocer su estudio y él le prometió pasar por allí lo antes posible. Esa noche, el «magnífico ejemplar del norte» había conseguido que se olvidara de Greta.
* * *
Söderhamn no había cambiado demasiado los últimos seis meses. A medida que el taxi avanzaba, todas las imágenes que guardaba en la memoria se agolparon frente a sus ojos como si estuviera viendo un viejo álbum de fotos. Desde Oscarsborg, la altísima torre erigida en 1895 en honor al rey Oscar II de Suecia, monumento emblemático de la ciudad, hasta la plaza que rodeaba al colegio donde impartía sus clases de Literatura. Cuando llegó a la intersección de Skolhusgatan con Kungsgatan, observó que la vieja hostería donde había pasado tantos buenos ratos estaba siendo remodelada nada más y nada menos que por Perex Bygg, un de las empresas constructoras más importantes de la región, señal de que la ciudad progresaba a pasos agigantados. Dejó escapar un suspiro cuando el taxi viró hacia Källgatan. Supo que no faltaba mucho. Unos metros adelante, la iglesia donde se oficiaba la ceremonia apareció ante sus ojos. Cuando el vehículo se detuvo, también lo hizo el corazón de Greta. Se apeó rápidamente y respiró profundamente, le llegó el característico olor del riachuelo que atravesaba la parte sur de la ciudad. Observó a su alrededor. Había unos cuantos autos estacionados en la calle, esperaba no haber llegado tarde. Se apretó el bolso contra el pecho y comenzó a andar. Atravesó el arco en forma de semicírculo que conducía hasta el acceso principal y entró. Por fortuna, la boda aún no se había iniciado. Se ubicó en el ala derecha, cerca del pasillo. Desde allí observó al novio que esperaba nervioso junto al altar. Descubrió que no lo conocía. Los cuchicheos se apagaron cuando el clavicordio entonó las primeras notas del Ave María de Schubert.
Maja hizo su entrada triunfal prendida del brazo de su padre. Estaba bellísima y, si Greta hubiese sido de la clase de mujeres que desde niña sueña con aquel momento, habría lagrimeado, pero ese rol le quedaba mucho mejor a su amiga Hanna. Cuando pasó a su lado, le sonrió y le rozó el brazo.
La novia llegó hasta el altar en donde la recibió su futuro esposo. Greta escuchó con atención las palabras del pastor, y sus doloridos pies, enfundados en unos zapatos de tacón alto, rogaban para que todo terminase de una buena vez.
Y todavía faltaba lo peor.
Oteó a su alrededor con disimulo mientras los demás prestaban atención a la feliz pareja.
Entonces lo vio.
Suponía que estaría preparada para aquel momento, sin embargo, tuvo que reconocer a regañadientes que no lo estaba. No era sencillo volver a ver a Stefan después de lo que había sucedido entre ellos. Habían estado juntos durante tres años. Aún tenía demasiado viva en su mente la tarde en la que la había arrojado encima del auto frente a sus compañeros de trabajo. Un episodio violento que había borrado de un plumazo todos los buenos recuerdos compartidos. Había cambiado: al menos en el aspecto físico, ya no era el mismo. Descubrió que se había dejado crecer el cabello; lo tenía en un tono más claro, peinado hacia atrás. Llevaba un traje color azul y recordó cuánto le costaba a ella convencerlo de que se vistiera con elegancia cada vez que se les presentaba la ocasión. Stefan se mesó el cabello y, cuando se movió un poco hacia atrás, Greta advirtió que no estaba solo.
La mujer que lo acompañaba y que, en ese momento, lo tomaba de la mano era nada más y nada menos que Elin Rosenberg, quien enseñaba en el mismo colegio que ella. No supo ni siquiera cómo reaccionar. Ni en un millón de años se podría haber imaginado que su exnovio y su excompañera de trabajo terminasen juntos, sobre todo, porque Elin había sido testigo de los arranques de violencia de Stefan cuando iba a buscarla al colegio. Apartó la mirada de inmediato. No quería ser atrapada espiándolos. Debía escabullirse de aquel lugar sin ser detectada. Prometió no leer un solo libro durante todo un mes si algún dios caritativo se apiadaba de ella. Se retractó. Un mes era demasiado tiempo, cambió el trueque: dos semanas sin tocar un libro si conseguía salir de allí sin toparse con sus dos ex.
Lamentablemente para ella, ningún juramento iba a impedir que se encontrara cara a cara con Stefan Bringholm. Cuando la ceremonia terminó, no tuvo más remedio que acercarse a los recién casados para felicitarlos. El abrazo con Maja duró una eternidad y no pudo evitar que unas lágrimas cayeran por sus mejillas. Una mujer regordeta la arrancó de allí y Greta se vio rodeada rápidamente por los padres de la novia y algunos excompañeros que se acercaron a saludarla. Logró escabullirse en medio del tumulto. No hizo más que salir al pasillo cuando alguien le rozó el brazo.
—Greta, ¿pensabas marcharte sin saludar?
El simple roce de la mano de Stefan en su piel desnuda le provocó un escalofrío.
—No… por supuesto que no —le respondió, forzando una sonrisa. No le agradaba verlo, tampoco hablar con él.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.
Greta trató de adivinar cuál era exactamente su intención al acercarse a ella. La inquietaba pensar que la obsesión que había destruido su relación seis meses atrás no hubiese desaparecido. Si bien no había vuelto a molestarla desde que se había mudado a Mora, no podía bajar la guardia. Stefan era un hombre impredecible y seguramente continuaba siéndolo. La gente no cambia en tan poco tiempo.
—Me alegra que hayas venido —dijo al ver que ella se había quedado muda.
Greta lo miró. No le gustó lo que vio: Stefan parecía disfrutar de aquella situación. ¿Acaso volverlo a ver la afectaba más de lo que esperaba? O lo que era peor aún… ¿Stefan se habría dado cuenta? No iba a permitir que creyera que todavía sentía algo por él, porque no era verdad. Iba a abrir la boca cuando una voz femenina se lo impidió.
—¡Greta, qué sorpresa!
Elin la abrazó, ahogando a Greta con su abundante mata de cabello dorado. Acto seguido, se prendió a Stefan como quien toma posesión de algo que le pertenece.
—Hola, Elin.
—Qué bueno que hayas podido venir. Quise llamarte yo misma, pero… no sabía cómo te ibas a tomar lo nuestro —manifestó mirando de reojo a su flamante pareja.
Volvió a sonreír. Había perdido la cuenta de las veces que había tenido que fingir una sonrisa aquella noche.
—No te preocupes por eso, lo mío con Stefan pertenece al pasado —le dijo al tiempo que observaba cómo lentamente los invitados a la boda se iban retirando. Lo mismo deseaba hacer ella. Por fortuna, parecía que Elin quería lo mismo y, unos segundos más tarde, terminó por arrastrar a Stefan hasta el coche.
Greta suspiró aliviada cuando por fin se quedó sola. Se dio cuenta entonces de que no le había dado aún el regalo a Maja. Buscó a la madre de la novia y le pidió que le entregara el obsequio por ella, ya que no tendría ocasión de hacerlo más tarde. Había sido invitada a la pequeña recepción que se llevaría a cabo en el hotel Best Werner, pero no tenía ninguna intención de ir. Previendo que no se quedaría, había reservado una habitación en el Scandic Bollnäs debido a que su vuelo no salía hasta la mañana siguiente. La noche se prestaba para dar un paseo, así que decidió no ir de inmediato al hotel. Después de que la gente se fue dispersando, Greta recorrió unos cuantos metros hasta llegar a Kungsgatan, una de las arterias principales de la ciudad. El clima había cambiado, y el rocío de la noche mojaba las calles. Se arrebujó con el abrigo. Como cualquier sábado por la noche, el centro de Söderhamn estaba invadido de gente, pero no le importó. Necesitaba perderse en el bullicio de la multitud para olvidar el mal trago que había pasado. Se sentó en una banqueta y se quitó los zapatos. Buscó alivio a sus dedos apretujados dentro de las pantimedias de nylon, moviéndolos hacia arriba y hacia abajo. Unos adolescentes pasaron y la miraron con disimulo. Luego, uno de ellos, le lanzó un silbido de admiración. Aquel gesto le arrancó una sonrisa. Se recostó en la banqueta y contempló el cielo. No había estrellas y una enorme estela roja se desvanecía en el horizonte: llovería al día siguiente. Le resultaba extraño que pudiera pensar en cosas tan banales después de lo que había sucedido. Debía significar que lo que alguna vez había sentido por Stefan se iba evaporando como aquella mancha rojiza en el firmamento. Sin embargo, había algo que le molestaba. Tenía muy en claro que no le importaba que otra mujer se hubiera enredado con su ex. Lo que realmente le daba rabia era que él la hubiese reemplazado tan pronto. Creía que aquel sentimiento poco agradable estaba reservado solamente al espécimen masculino, pero comprobó que una mujer también podía sentirse herida en su orgullo. Envidiaba a Stefan. Él había sabido rehacer su vida, cuando ella, en cambio, en asuntos del corazón, se había vuelto un completo desastre.
Volvió a colocarse los zapatos y miró el reloj. Las diez en punto. Su estómago comenzó a rugir de hambre. Con parsimonia, se puso de pie: iría al hotel, cenaría algo liviano y terminaría su noche en Söderhamn haciendo lo que más le gustaba: leyendo un buen libro de misterio.
* * *
Otra noche para el olvido.
Mikael pateó las sábanas hasta arrojarlas al suelo. Se pasó ambas manos por el rostro y suspiró hondamente. Contempló el cielorraso verde musgo. Nunca le había gustado aquel color, pero Pia había insistido aduciendo que era el último grito de la moda y terminó saliéndose con la suya. Incluso había ido hasta Gävle, a la sucursal de IKEA más cercana para elegir una batería de cocina nueva y un par de cortinas que hicieran juego con las paredes. A él, en cambio, le parecía patético y deprimente. Se incorporó de un salto. No tenía sentido intentar conciliar el sueño, sabía que era una batalla perdida. Las últimas noches, el insomnio y él parecían llevarse de maravillas. Entró al cuarto de baño y se miró al espejo. Su aspecto había empeorado, no era raro que en la comisaría estuvieran preguntándole todo el tiempo cómo estaba. Abrió el grifo de agua fría y se mojó la cara. Se secó restregando con fuerza la toalla. Luego regresó a la habitación, pero no se acostó. Se dirigió hacia el gran ventanal y, olvidándose de que solo llevaba la parte baja del pijama, salió al balcón. Donde sintió primero la brisa helada fue en el rostro. Cerró los ojos durante un segundo mientras apoyaba ambas manos en el barandal. El apartamento tenía una vista privilegiada; desde allí se podía observar el lago Siljan y la zona de la costa completamente iluminada por grandes farolas. El panorama que se extendía frente a sus ojos era maravilloso y descubrió que nunca le había prestado realmente atención. ¿Cuántas cosas más en su vida habían corrido con la misma suerte? Pensó en Pia y en todas las ocasiones en las cuales la había hecho sufrir. Primero con sus incontables infidelidades, luego, con su falta de compromiso a la hora de enfrentar la realidad. Ahora, estaba pagando el precio por sus errores. Hacía ya veinticuatro horas que su esposa se había marchado y lo más patético de todo era que ni siquiera la extrañaba. Se maldijo una y otra vez. Siempre había estado convencido de que no la merecía, que Pia era demasiado buena para un sujeto como él. Después de tres años, sentía realmente que las cosas ya no tenían remedio. El aborto había sido solo la gota que rebasó el vaso y, Pia no se lo perdonaría jamás. Se estremeció de frío. Entró al apartamento y cerró el ventanal. Sus ojos se dispararon hacia la mesita de noche donde había dejado el teléfono móvil. Lo tomó y revisó la lista de contactos. Todavía tenía guardados los números de sus ocasionales amantes: Anna, Birgitta, Eva, Lena, Tilda… Todas continuaban allí. Podía apostar sin temor a equivocarse que habría bastado una sola llamada para que vinieran a hacerle compañía. De repente, vio un nombre que echó por tierra cualquier deseo de terminar con una antigua amante en su cama esa noche.
Greta.
Reprimió el acuciante impulso de marcar su número. No tenía derecho a hacerlo, seguramente ella estaría divirtiéndose en la boda de su amiga. Tal vez, en compañía de su exnovio. Se dejó caer en la cama con el teléfono en la mano. Antes de hacer un último esfuerzo por conciliar el sueño, hizo algo impensado: borró de la memoria los números de Anna, Birgitta, Eva, Lena, Tilda y sus demás conquistas.
* * *
El avión aterrizó en el aeropuerto Siljan a las seis y media. Greta se dirigió hasta el área del estacionamiento y sonrió al ver su Mini Cabrio apartado en un rincón. A paso firme, atravesó los metros que la separaban de su querido auto. Se sentía maravillosamente bien estar de regreso. Desactivó la alarma y luego se subió rápidamente. Una vez dentro, encendió la radio y sintonizó una estación de música. El aire de Mora le había cambiado notoriamente el humor. Canturreó uno de los viejos éxitos de Roxette y se echó a andar. Tomó por Vinäs Byväg y se desvió por la autopista 26. Giró hacia Flugsnapparevägen y, cuando se dio cuenta de hacia dónde se estaba dirigiendo, aminoró la velocidad. Aquel era el barrio donde vivían Mikael y su esposa. ¿Por qué diablos había llegado hasta allí? A punto de virar en U, la asaltó un pensamiento. Sabía exactamente dónde estaba el edificio. Le había tomado los datos a Pia la vez que se había presentado en la librería, un par de meses atrás. En realidad, sabía la dirección de memoria: Lärkvägen 18. Buscó el número hasta que finalmente lo encontró. Detuvo el auto y observó el edificio. Era imposible adivinar en cuál apartamento residían. Había luces encendidas en dos de ellos. Esperó un rato, quizá con la débil ilusión de que él se asomara por el balcón. Se regañó por su conducta, estaba comportándose como una tonta. Era temprano aún y lo más probable era que Mikael estuviese durmiendo plácidamente al lado de su esposa, como debía ser.
Era una realidad que no debía olvidar.
Mikael: sinónimo de prohibido, se dijo para reforzar el concepto.
Apretó el volante y se rio de sí misma. No tenía sentido estar allí. Reanudó la marcha, pero se vio obligada a desviarse del camino porque las calles estaban cortadas por refacciones. Giró en Morkarlbyvägen y siguió hacia la zona boscosa. Al llegar a Oxbergsvägen, se detuvo para permitirles el paso a unos pastores que arreaban ovejas. Echó un vistazo alrededor mientras esperaba. No muy lejos de allí, distinguió un vehículo estacionado entre un montón de árboles.
Era una camioneta verde.
Había visto una igual la noche anterior cuando había estado en la comisaría. ¿Sería la Toyota Tacoma que había usado Mattias Krantz para escapar? Sabía por su padre que, a pesar de que habían montado un operativo de búsqueda a nivel nacional, no habían podido dar con él. ¿Qué hacía entonces su camioneta en las afueras del pueblo y en un lugar donde transitaba tanta gente? Era algo que iba a averiguar de inmediato. Se estacionó a un costado del camino y se bajó del auto. Comenzó a andar despacio, no sabía con qué podía encontrarse. Lo primero que notó fue que las dos puertas estaban cerradas. Ahora que estaba más cerca, terminó de convencerse que aquella era la camioneta de Mattias. Mismo modelo, mismo color. Alcanzó a ocultarse detrás de un árbol cuando distinguió la silueta de alguien en el asiento del conductor. No se movía o, al menos, eso le pareció. ¿Qué debía hacer? Mattias era un prófugo y podía atacarla. Buscó con la mirada al grupo de pastores en caso de que necesitara auxilio, pero ya estaban demasiado lejos. Esperó unos segundos para ver qué hacía el ocupante del vehículo. Seguía sin moverse.
Algo no andaba bien.
Respiró hondamente. Sabía que estaba por cometer una insensatez, sin embargo, decidió aproximarse. Se dirigió hacia el lado del conductor con sumo cuidado, sus ojos no se apartaron ni un segundo de la silueta que seguía inmóvil.
Se detuvo en seco; le fue imposible dar un paso más. Había sangre regada por todo el interior de la cabina. No supo qué hacer, comenzó a temblar sin control y el corazón le saltó tan fuerte dentro del pecho que creyó que se le saldría por la boca. Jamás había visto tanta sangre en su vida. Ninguna escena relatada en los tantos libros de misterio que devoraba se podía comparar con la imagen que tenía delante de los ojos. Como pudo, se acercó hasta la puerta del vehículo. A pesar de la sangre y del enorme agujero en su rostro, reconoció a Mattias Krantz. El muchacho se había descerrajado un tiro con una escopeta. Por un segundo, creyó ver que la mano que sostenía el arma se movía. Sin pensarlo dos veces, abrió la puerta. Él podía seguir con vida. La sangre estaba por todas partes, y el olor era tan penetrante que estuvo a punto de vomitar. Comprobó de inmediato que la mano nunca se había movido, había sido solo fruto de su imaginación: Mattias Krantz estaba muerto.
No había nada que pudiera hacer por él. Su rostro era ahora un amasijo de sangre y carne. Apartó la vista de inmediato. Al hacerlo, notó que en el piso de la camioneta había un papel. Buscó un pañuelo y se agachó para recogerlo. La sangre también lo había alcanzado, no obstante se las arregló para leer su contenido:
Es hora de pagar por mis errores.
Aquellas últimas palabras no solamente explicaban lo que había sucedido en el interior de la camioneta, también podían dar un cierre definitivo al asesinato de Kerstin Ulsteen. O, al menos, eso parecía. Regresó la nota suicida a su sitio y se alejó. Observó la escena durante un largo instante: sentía que algo se le escapaba, pero no aguantaba quedarse allí un segundo más; estaba descompuesta por la impresión y no era el momento para detenerse a sacar sus propias conjeturas. Debía llamar a la policía de inmediato. Sacó el móvil: le temblaban las manos. Respiró hondamente e intentó calmarse para conseguir marcar el número de la comisaría. Mientras esperaba a ser atendida, no pudo apartar los ojos del cuerpo sin vida de Mattias Krantz.