PRÓLOGO
El perro, un excelente ejemplar de lebrel atigrado que respondía al nombre de Halcón, tiró con fuerza de la correa, y logró soltarse. Segundos después, salió disparado y se alejó del sendero.
Vetle Mørk, en cambio, se quedó paralizado con la mirada fija en la negra espesura del bosque que parecía haberse tragado a su perro. Se secó el sudor de la frente y miró hacia ambos lados. ¿Dónde diablos se había metido el maldito animal? Hacía rato que había anochecido, pero el pueblo estaba plagado de turistas y prefería que nadie lo encontrara allí. Si bien aquel sitio bastante solitario estaba apartado de la carretera, cualquier foráneo podría aparecer de un momento a otro. Se llevó una mano a la espalda y se estiró hacia atrás. Una mueca de dolor torció sus labios. La artritis que lo aquejaba desde hacía varios años, le arrancó un quejido. Observó atentamente a su alrededor. No había señal de Halcón por ninguna parte, lo que sea que lo hubiera atraído de aquella manera lo tenía muy entretenido. Era tarde y debía regresar al pueblo, no podía perder el tiempo con aquel perro tonto. Silbó con fuerza. Nada. Halcón seguía sin aparecer. Su auto estaba estacionado a un lado de la carretera, a cuatrocientos metros de donde se encontraba. Le tomaría unos cuantos minutos regresar hasta allí. Soltó un bufido, no tenía más remedio que salir en su búsqueda. Se calzó la escopeta en el hombro, encendió la linterna y se internó en el bosque siguiendo el rastro del perro.
No tuvo que caminar mucho. Lo encontró a unos cuantos metros junto a un árbol caído.
Halcón, con el hocico pegado al suelo, daba varios círculos alrededor del enorme tronco. Cuando sus delgadas patas comenzaron a escarbar el suelo soltando la tierra y apartando las ramas amontonadas, Vetle supuso que el perro había atrapado a su presa, quizá un conejo o un zorro.
Se acercó lentamente. El perro ni se inmutó, parecía que ni siquiera notaba que él estaba allí.
—¿Qué has encontrado, bribón? —Se inclinó para acariciar la cabeza de Halcón en señal de aprobación. Ya no estaba enojado, mucho menos si su fiel compañero aportaba la cena de esa noche.
El perro, excitado e inquieto, hizo caso omiso a su amo. Como buen cazador, lo que se ocultaba debajo de aquellas ramas secas era, en ese momento, su prioridad.
De repente, el hocico del perro se hundió en la tierra y olfateó. Comenzó a tironear hacia atrás con fuerza. La presa parecía estar inmóvil. Cuando Vetle apuntó con la linterna, descubrió, espantado, que no era un conejo… tampoco un zorro.
Entre los dientes afilados de su perro, colgaba un calcetín de color amarillo. Unos cuantos centímetros más abajo, asomaba un pequeño pie.
Vetle se levantó de un sopetón. Al hacerlo, la linterna cayó al suelo. Maldijo por su torpeza. Con manos temblorosas, la recogió y hurgó dentro del bolsillo de su cazadora en busca del teléfono móvil. Por fortuna, había señal, aunque estaba tan nervioso que tuvo que marcar el número de la policía tres veces antes de poder comunicarse por fin.
Halcón, mientras, continuaba olisqueando la presa.
—¡Necesito que vengan rápido! ¡Acabo de encontrar un cuerpo enterrado en el bosque! —Miró a su perro antes de posar sus ojos en el pie cubierto con el calcetín amarillo—. ¡Creo que es Kerstin Ulsteen!