CAPÍTULO 25

El despacho de Karl le pareció más pequeño que nunca. Se miró las manos. Estaba sudando y supo que no era a causa del calor. Mientras el inspector se servía un poco de agua fría que acababa de traerle Ingrid, Mikael repasó en su cabeza una y otra vez lo que iba a decir.

Karl extendió el brazo y le indicó que se sentara. Con torpes movimientos, el teniente se dejó caer en la silla. Cruzó las piernas, luego los brazos para, finalmente, apoyarlos encima de la mesa. Comenzó a tamborilear los dedos, pero cuando se enfrentó a la mirada condenatoria de su jefe, se quedó quieto.

—Tú dirás.

Stevic se aclaró la garganta. Quería empezar por el principio. Sin embargo, lo que salió de su boca lo sorprendió más a él que al inspector.

—Greta y yo nos hemos estado viendo a escondidas. —Se maldijo en silencio por permitir que los nervios lo traicionaran.

Se hizo un silencio casi sepulcral. Karl se reclinó en la silla y, cuando Mikael se atrevió a mirarlo nuevamente a los ojos, no distinguió ninguna emoción en su semblante. Esperaba que la noticia no lo sorprendiera. Después de todo, si había enviado a Cerebrito a espiarlo, era porque sospechaba algo, pero no podía poner en evidencia al muchacho, así que fingió ignorar el hecho de que estaba al tanto de saberse espiado.

—¿No dices nada? —preguntó en cambio.

—¿Qué quieres que diga, Stevic? Creo que en todo este tiempo he repetido siempre lo mismo: que te mantengas alejado de mi hija. Obviamente, lo que te he dicho te entró por una oreja y te salió por la otra. —Se levantó de la silla y rodeó el escritorio. Lo intimidó plantándose a su lado, imponiéndole su presencia. Le complacía ponerlo nervioso: era lo menos que se merecía por haberse metido con quien no debía.

—No lo hice a propósito o para llevarte la contraria, Karl —dijo por fin—. No planeé involucrarme sentimentalmente con Greta. Tú mejor que nadie sabes que, al principio, solo fui quien secundaba y apoyaba sus teorías. Ella me buscaba a mí para compartirlas, porque tú preferías darle un sermón antes que escucharla.

—¡Así que ahora la culpa de que Greta haya caído en tus garras es mía! —exclamó Karl en tono burlón.

—Yo no he dicho eso. Solo estoy tratando de hacer que entiendas que lo nuestro fue surgiendo casi sin que nos diéramos cuenta.

—¿Has estado leyendo alguna de las novelas rosa y cursis de Ingrid, Stevic?

Mikael ignoró el comentario burlón.

—Karl, lo que siento por Greta es verdadero. ¿Acaso tú no sientes lo mismo por Nina?

—No pretendas analizar mi relación con Nina; es de tu romance con mi hija del que estamos hablando ahora —objetó—. Tu situación no es la mejor. Y, de ningún modo, voy a permitir que Greta salga lastimada por tu culpa.

—No voy a lastimarla; lo que quiero es empezar una nueva vida con ella —le aclaró—. Pia y yo vamos a iniciar los trámites del divorcio lo antes posible. Pronto seré un hombre libre.

Karl negó con la cabeza.

—Podrás ser un hombre libre, pero nunca dejarás de ser un mujeriego. Desde que llegaste a Mora, los rumores sobre tus incontables infidelidades recorrieron el pueblo de punta a punta. No soportaría que, el día de mañana, sea de mi hija de quien murmuren.

—Eso no va a suceder, Karl; te lo prometo.

—No prometas algo que luego no vayas a cumplir, hijo —le advirtió.

Se sorprendió. No recordaba la última vez que lo había llamado de esa manera afectuosa.

—Aunque te parezca imposible, he cambiado. Fue Greta quien hizo el milagro. No pido que creas en mí de un día para otro; lo único que quiero es que me dejes demostrarte que mis sentimientos por ella son sinceros. Estoy harto de que tengamos que escondernos como si estuviéramos haciendo algo malo.

—A los ojos de los demás, sigues casado —le recordó.

—Entonces, mañana mismo le digo a Pernilla Apelgren que llevo meses separado y que Pia inició los trámites del divorcio. Te aseguro que, en cuestión de horas, todos en Mora sabrán que soy un hombre libre.

Su comentario logró arrancarle una sonrisa. Por primera vez, Mikael notó que Karl, por fin, se relajaba.

—Sé que cualquier cosa que diga o que haga para evitar que Greta y tú sigan juntos será en vano. Está visto que mi opinión les importa muy poco. —Colocó una mano en el hombro del teniente—. Conozco demasiado bien a mi hija y no voy a arriesgarme a que se enoje conmigo por algo que ya di por perdido hace mucho tiempo. Reconozco mi derrota, Stevic. Tú ganas. —Lo señaló con el dedo—. Pero óyeme bien: si me llego a enterar de que Greta derrama una sola lágrima por tu culpa, será mejor que encuentres un buen sitio donde esconderte, porque te buscaré y ¡te cortaré las pelotas! ¿Lo has entendido?

Mikael se puso de pie. Sus músculos tensionados agradecieron el cambio de postura.

—Alto y claro, inspector —respondió incapaz de simular su sensación de alivio.

—Ahora hablemos de algo más agradable —dijo. Había dejado a un lado el tono amenazante—. La semana que viene es el cumpleaños de Greta y le estamos preparando una fiesta sorpresa. ¿Cuento contigo?

—Por supuesto.

* * *

Greta no podía consigo misma. Desde que había abandonado la comisaría, consciente de que Mikael, por fin, hablaría con su padre, se sentía presa de los nervios. En más de una oportunidad, Lasse tuvo que intervenir en alguna venta, porque ella había dicho el precio equivocado o no encontraba alguno de los títulos.

—Prima, ¿por qué no subes a tu departamento y te tomas un té de tilo?

Ella negó con la cabeza.

—No, Lasse prefiero quedarme aquí. Necesito estar ocupada para no pensar en lo que está sucediendo en este momento entre Mikael y mi padre.

—Como quieras —respondió y se alejó para atender a un cliente que acababa de entrar a la librería.

Greta se dispuso a responder el último correo electrónico de Josefine Swartz, pero, antes de sentarse a escribir, su teléfono móvil empezó a sonar.

No reconoció el número.

—Diga.

—¿Greta?

—Sí. —La voz masculina le pareció familiar.

—Soy Willmer Ivarsson; te llamaba porque Anne-lise está en el hospital. Se descompensó esta madrugada y tuvimos que traerla de urgencia.

—¿Ella se encuentra bien?

—Sí. El trabajo de parto duró casi dos horas. Nuestra Daila nació a las siete y media de la mañana. Ambas están bien y, como sé que tú y Anne-lise se han hecho muy amigas, quería avisarte. La han sedado para que descanse, pero ya puede recibir visitas.

—¡Qué alegría! ¡Felicidades!

—Gracias, Greta. Ahora mismo tengo a la pequeña Daila frente a mí y no me canso de mirarla: es un angelito. ¡Se está mordiendo el dedo! —exclamó al borde de las lágrimas.

Greta se rio.

—Eso hacen todos los bebés, Willmer —le aseguró—. De todos modos, quiero ver a ese ángel particular con mis propios ojos. Estaré en el hospital en una media hora.

—Perfecto, a Anne-lise le encantará verte. Hasta dentro de un rato, Greta.

—Hasta luego. —Cortó.

Le avisó a Lasse que iba a salir. Subió al apartamento por las llaves del Mini Cabrio y partió a toda prisa hacia el Lasarett.

* * *

Cuando Karl y Mikael regresaron a la sala de comandos, todos dejaron lo que estaban haciendo para observarlos con atención. Nadie notó nada fuera de lo normal, aunque sabían que, durante los casi treinta minutos que habían estado encerrados en el despacho del inspector, el punto neurálgico de la conversación había sido Greta y su romance con Stevic.

—¿Alguna novedad?

—Estaba esperando a Stevic para ir a la propiedad de los Metzgen —respondió Nina que interrogaba con la mirada a su compañero.

—Miriam y yo empezamos a investigar a Louise y Patrik Rybner, aunque no hemos avanzado mucho todavía —le informó Cerebrito—. Confirmé que en el mes de marzo de 1987, Louise Speldman, de dieciséis años de edad, dio a luz a una niña en un parto fuera del hospital de acuerdo a los registros del Lasarett. La bebé nació muerta, según consta en el certificado de defunción. Lo que no aparece por ninguna parte es el nombre del padre. No está en ninguno de los certificados ni registros que hemos hallado. Patrik Rybner queda descartado ya que no vivía en Suecia en esa época.

—¿No podría ser Metzgen? —sugirió Miriam—. Tal vez dejó embarazada a la muchacha para luego quitarle a su hija.

Era un indicio que no iban a subestimar. Bastaba una prueba de adn para saber si estaban en lo cierto.

—Yo me puse en contacto con los de Tránsito, y los Rybner no tienen un utilitario. Ambos se manejan con el mismo auto: un Seat Ibiza plateado.

Karl, al igual que el resto, esperaba poder conectar al matrimonio con el vehículo que se había usado para cometer el crimen, pero parecía que los tropiezos en la investigación, en vez de disminuir, cada vez eran más.

—Todo lo que consigan averiguar sobre los Rybner lo quiero expuesto en la pizarra esta misma tarde —ordenó dirigiéndose principalmente a Bengtsson y a Thulin. Luego miró a Nina y a Stevic—. Hablen con Felicia Nielsen. Si se rehúsa, le leen sus derechos y la traen a la comisaría para que declare.

No había tiempo que perder, así que después del impasse obligado que se habían tomado mientras el inspector y el teniente conversaban, se abocaron cada uno a cumplir con las tareas encomendadas.

Durante el trayecto hasta la casa de los Metzgen, Nina acribilló a preguntas a su compañero. Mikael no tuvo otra opción más que relatarle lo que había ocurrido entre las cuatro paredes del despacho de Karl.

—Te sientes aliviado, ¿no? —A Nina le costaba contener la risa. Mientras más se imaginaba la escena entre ambos, más ganas le daban de reírse.

Él desvió la vista del camino por un segundo y la fulminó con sus ojos azules.

—¡Fue el momento más estresante de toda mi vida! Creo que ni siquiera se compara al día en que debí rendir el examen para teniente.

—Bueno, ya está, ahora puedes relajarte y disfrutar de tu relación con Greta sin tener que esconderte de nadie.

Stevic coincidió con ella.

—Greta debe de estar caminando por las paredes, apenas me desocupe, la llamaré.

—Ya estás pensando en dar el próximo paso, supongo. Me refiero a irse a vivir juntos.

—Todavía no. Quiero esperar a que Pia presente los papeles de divorcio. Me dijo que lo haría apenas llegara a Falun. Mañana la llamaré para ver cómo marcha ese asunto. Le prometí a Karl que haría las cosas bien, así que no quiero meter la pata.

—No lo harás. Y, si por casualidad lo haces, sabes que puedes contar conmigo para que te saque las papas calientes del fuego cuando sea —bromeó.

Llegaron a la casa de la familia Metzgen cerca del mediodía. Se anunciaron con el ama de llaves. La mujer les dijo que Felicia se encontraba descansando después de haber pasado la noche en el hospital junto a su hija.

—Lo siento, pero tenemos que hablar con ella —insistió Mikael.

A regañadientes, los dejó pasar y los acompañó hasta el salón.

—Le avisaré a la señora. ¿Desean tomar algo mientras esperan?

—No, gracias —respondió la sargento.

—Estamos bien así —agregó Stevic.

Nina se sentó, él prefirió permanecer en pie.

Cuando empezaban a creer que tendrían que valerse del poder que les otorgaba la ley para que Felicia Nielsen accediera a responder a sus preguntas, la mujer entró al salón y se acomodó en el sillón frente a la sargento.

—Detectives, les ruego que sean breves. Mi hija acaba de dar a luz y solo he venido a la casa para darme un baño y descansar antes de regresar al hospital.

—Señora Nielsen, me temo que eso no será posible —manifestó el teniente—. Hemos venido a interrogarla en relación a un hecho ocurrido hace veinticinco años.

El semblante de la mujer se transformó.

—No entiendo… —balbuceó. Miró primero a Stevic y luego a la sargento.

—Tenemos razones de peso para creer que usted y su esposo se robaron a una niña recién nacida valiéndose de la confianza de su paciente. Hablo de Louise Rybner, quien, en esa época, se llamaba Louise Speldman.

Felicia no dijo nada.

—Sabemos que su esposo recibió un anónimo poco antes de morir. Si la carta que llegó a sus manos contenía una amenaza, por su propio bien, será mejor que hable, señora Nielsen. Puede llamar a su abogado si lo desea.

—No es necesario, sargento.

—La escuchamos.

Se aclaró la garganta y sus dedos delgados se aferraron con fuerza al apoyabrazos del sillón.

—Conocí a Louise en el verano del ochenta y seis. Llegó a mi consulta con un embarazo de cinco semanas. Era una muchachita asustadiza de dieciséis años que ni siquiera podía imaginarse la gran responsabilidad que tenía por delante. Sus padres habían muerto en un accidente y vivía con una abuela en Färnäs. Me contó que se puso de novia con un chico de su escuela y, a los dos meses, quedó embarazada.

—¿Le dijo el nombre del muchacho? —la interrumpió Nina.

—No, nunca lo supe, tampoco me importaba. El caso es que a pesar de ser solo una niña, deseaba a ese hijo con todas sus fuerzas. —Hizo una pausa. Tenía la mirada ausente, como si estuviera viendo a través de una ventana todo su pasado—. Yo también deseaba ser madre con todas mis fuerzas y no conseguía quedar embarazada.

Mikael pensó en Pia y en su obsesión por tener un hijo.

—Un par de meses más tarde, Malte decidió hacerme unos estudios para comprobar que no había nada malo conmigo y para quitar de mi cabeza cualquier miedo infundado. Pero se equivocó. —Una sonrisa cargada de amargura le curvó los labios—. El diagnóstico fue rotundo: hipoplasia uterina. El sueño de convertirme en madre se tornaba cada vez más lejano.

—Entonces planearon quedarse con la hija de Louise —alegó el teniente.

—Sí; como ustedes bien saben, soy una de las pioneras en Suecia en lo que a parto humanizado se refiere. Ella era apenas una niña, carecía de recursos económicos… ¿qué futuro podía ofrecerle a su hija? Fue sencillo convencerla de que recibir a su hijo lejos de una fría sala de partos era lo más adecuado. La granja de su abuela, en las afueras de Färnäs, fue el lugar elegido. Louise era una muchachita influenciable y confiaba ciegamente en mi esposo y en mí. Le explicamos que el objetivo de un parto humanizado era crear un vínculo emocional e inmediato con su hijo. Con su consentimiento, le pedimos a su abuela que no estuviera presente durante el alumbramiento. Solo seríamos Louise, Malte y yo.

—¿Entonces su esposo estuvo de acuerdo desde el principio?

—Sí. Él urdió el plan conmigo. Cuando descubrimos que sería casi imposible que yo pudiera tener un hijo, decidimos no decir nada. Es más, los exámenes me los hizo él, sin ningún intermediario y bajo un nombre falso, para no exponerme a mí como paciente. Louise parecía ser la solución a nuestros problemas. Poco después, anunciamos a nuestra familia y amigos que, por fin, estaba embarazada.

—Fingió su embarazo.

—Así es, sargento Wallström. Todo marchaba sobre ruedas. Nadie dudaba de que en mi vientre, crecía sana y fuerte mi hija. Cuando Louise llegó al sexto mes de gestación, me retiré a la casa de campo familiar, con la excusa de que debía trabajar en un proyecto sobre parto humanizado que me habían pedido desde la Organización Mundial de la Salud. No recibía visitas, solamente Malte venía a verme. Todos respetaron mi decisión de tener mi propio parto humanizado, y nadie preguntó nada.

—¿Qué pasó con Louise?

—Cuando llegó el momento del parto, mi esposo se hizo cargo de poner en marcha la otra parte del plan. Le explicó a la muchacha que debía sedarla para evitar posibles complicaciones. Al principio, ella se negó… Pero ya le dije, confiaba ciegamente en nosotros y se dejó convencer. Dio a luz a una niña preciosa, a la que arrullé en mi pecho como si fuera mía. —Una lágrima descendió por su mejilla. De un manotazo se la quitó y continuó con su relato—. Cuando Louise despertó, Malte le comunicó la terrible noticia: su hija había nacido muerta. Después preparó la documentación necesaria para que ella firmara. De ese modo, todo quedó registrado en el Lasarett de manera oficial. Unos días más tarde, reaparecí en el pueblo con Anne-lise en brazos. Publiqué unos cuantos artículos relatando mi experiencia en el parto humanizado. Irónicamente, eso hizo que mi reputación como una de las obstetras más prestigiosas del país aumentara. En cuanto a Louise, se marchó poco después de dar a luz. La volví a ver hace unos meses. Se había casado y tenía un hijo. Me pareció que era feliz, que había dejado atrás el pasado.

—¿No volvió a hablar con ella? ¿No la buscó?

Negó con la cabeza.

—La única vez que se me acercó fue el otro día cuando asistió a la reunión del Club de Lectura que Greta organizó aquí en la casa.

—¿Aún conserva la carta que recibió? —preguntó Stevic con la esperanza de una respuesta afirmativa.

—La destruí.

Lanzó un bufido.

—¿Qué decía?

—Que ardería en las llamas del infierno, que solo el fuego expiaría mi culpa. Estaba escrito con letras del periódico.

—Es muy parecido al mensaje que le enviaron a su esposo poco antes de morir.

—¿Cree que yo soy la próxima, teniente?

No tenía sentido negarlo. El asesino planeaba dar un segundo golpe, pero esa vez, sus esfuerzos por vengarse serían inútiles. Mikael se puso de pie y sacó un par de esposas del bolsillo de su pantalón.

—Felicia Nielsen, queda usted detenida por el delito de expropiación de menores y falsificación de documentación oficial. Cualquier cosa que diga puede ser usada en su contra…

Mientras Stevic le leía sus derechos, y Nina le colocaba las esposas, la mujer nunca abandonó su postura de altivez.

* * *

Greta decidió pasar primero por la nursery antes de ir a ver a Anne-lise. Si sus sospechas finalmente se confirmaban, ¿cómo reaccionaría la joven ante la verdad que le había sido negada durante veinticinco años?

El pasillo del Lasarett estaba casi vacío. Solo vio a un par de enfermeras y a un anciano que arrastraba el dispensador de suero con una mano mientras que, con la otra, se echaba aire con una revista que le servía de abanico.

Saludó a una de las recepcionistas, clienta asidua de la librería y subió al segundo piso que era donde estaba ubicada la nursery.

Cuando el ascensor se abrió escuchó el revuelo. Alguien gritaba que uno de los bebés había desaparecido. Corrió hasta el lugar y se abrió paso entre un grupo de personas que se había apiñado del lado de afuera del vidrio.

—¿Qué pasó?

Uno de los doctores la observó. También era cliente de Némesis.

—Señorita Lindberg, ¿qué hace aquí?

—Vine a conocer a la hija de una amiga.

—Estábamos por llamar a la policía. Uno de los bebés no aparece.

Greta miró a través del cristal. En uno de los laterales de la cuna vacía, colgaba una ficha. Cuando leyó el nombre, se le heló la sangre.

Daila Ivarsson.