CAPÍTULO 23
Nadie quería decirlo en voz alta. Sin embargo, en los pasillos de la comisaría corría el rumor de que la investigación por la muerte de Malte Metzgen tardaría mucho en resolverse. Había muy pocos indicios, no podían ubicar al único sospechoso en la escena del crimen y la testigo estrella, la mujer que creían más sabía sobre la vida de la víctima, seguía en coma. Su tía la visitaba a diario y, gracias a ella, el pueblo entero conocía de primera mano que Telma Apelgren no había abierto sus ojos todavía. Por supuesto, nadie había mencionado la palabra «suicidio». Al menos no abiertamente. Para todos los efectos, Telma había sufrido un accidente doméstico. Rumor que se encargó también de esparcir su tía. Muchos en el pueblo se atrevían a afirmar por lo bajo que la secretaria del doctor ya nunca recuperaría la conciencia. Algunos, incluso, se habían aventurado a decir que lo que le había ocurrido estaba estrechamente relacionado con el asesinato del doctor Metzgen. Después de los crímenes que habían ocurrido en el pueblo, era normal que tuvieran esa clase de pensamientos.
El lunes por la tarde, cualquier rumor malintencionado o absurdo quedó completamente en el olvido, cuando Telma Apelgren abrió sus ojos.
Lo hizo poco después de que su tía dejara el hospital, así que Selma Steinkjer fue la encargada de avisarle a Pernilla que se había obrado el milagro. Así como todos en Mora supieron de la tragedia en cuestión de minutos, también llegó hasta sus oídos la noticia de que Telma había despertado.
En la comisaría, las novedades fueron muy bien recibidas. Sin perder tiempo, Karl envió a Nina y a Stevic al Lasarett para interrogar a la secretaria. Tras conseguir el consentimiento del doctor que la atendía, entraron en la habitación donde ya se encontraban sus tíos. Nina pidió a Oscar y a Pernilla que esperasen en el pasillo mientras ellos hablaban con Telma. La anciana se mostró reticente, pero su esposo la convenció de bajar a tomar un café en el restaurante del hospital.
Mikael se quedó de pie, junto a la ventana. La sargento se sentó en la silla que había ocupado Pernilla. Telma tenía los ojos cerrados. Su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración. Estaba conectada a un par de máquinas que monitoreaban sus signos vitales. Nina se inclinó hacia ella y le rozó la mano.
—Telma, ¿puede oírme? Soy la sargento Wallström. Mi compañero y yo estamos aquí porque necesitamos hacerle algunas preguntas.
La mujer abrió lentamente los ojos. La miró; luego, movió la cabeza para observar a Stevic.
—¿Se encuentra en condiciones de hablar? —El médico les había dicho que la paciente aún estaba aturdida, pero que podía comunicarse sin inconvenientes.
Telma asintió. Mikael se acercó a la cama.
—Estuve en Gotemburgo y hablé con Torger Anders. Me confirmó que usted sabía de su romance con el doctor Metzgen.
Ella entrelazó los dedos sobre su pecho y bajó la mirada.
—Así es; el doctor ya no era feliz en su matrimonio. Me atrevo a asegurar que nunca lo fue. Cuando conoció a Torger todo eso cambió. —Sonrió con amargura—. No quería engañar a su esposa, pero no lo pudo evitar: se había enamorado.
—¿Alguna vez Malte Metzgen le comentó si alguien de su familia estaba enterado de lo que ocurría?
—Sí, sargento. Felicia lo supo, también su cuñada, quien sacó provecho enseguida chantajeando vilmente al doctor. Yo misma me encargaba de pagar los gastos de su tarjeta de crédito todos los meses.
—Hasta que, de pronto, Metzgen dejó de pagar —manifestó Stevic.
—Sí. Lo hizo después de recibir el anónimo. Fue poco antes de su muerte; llegó al hospital en un sobre sin remitente.
—¿Qué decía? ¿Por qué no lo mencionó la primera vez que hablamos con usted?
—Porque no podía permitir que el secreto del doctor saliera a la luz. Él creía que Malin estaba detrás del anónimo, que buscaba vengarse por haber tenido que vivir bajo su sombra durante tantos años. Por eso dejó de pagar. Ya estaba harto de seguir mintiendo, de fingir que toda iba bien. Torger también lo presionaba para que su relación saliera por fin a la luz. Había tomado la decisión de contarle toda la verdad a su hija cuando volviera del último viaje.
—¿Cuál era el contenido del anónimo? —insistió Nina.
—Recuerdo cada palabra. —Hizo una pausa y respiró hondo—. «El alma de un pecador como tú está condenada a perecer en las llamas del infierno».
—¿Qué hicieron con él?
—El doctor lo destruyó.
—¿Recibió solamente uno?
Telma asintió.
—Es posible que no haya sido Malin Galder quien lo enviara. ¿Se le ocurre quién pudo ser?
—No, teniente Stevic. Yo tampoco creo que haya sido ella. Quien envió el anónimo tiene que ser su asesino. —Trató de incorporarse y el pitido de los monitores se hizo más intenso—. Tal vez si hubiera hablado con ustedes se podría haber evitado su muerte…
Una enfermera entró a la habitación como una tromba para comprobar el estado de la paciente. La recostó de nuevo en la cama y le apoyó la cabeza en la almohada.
—Telma debe descansar, detectives. Les pido que se marchen por favor. Por hoy ha sido suficiente. Si tienen más preguntas, vuelvan otro día —dijo mientras le inyectaba a la secretaria un calmante por vía intravenosa.
No tuvieron más remedio que obedecer. Abandonaron el Lasarett en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Por momentos, parecía que la investigación avanzaba. La aparición del anónimo, sin dudas, era un paso hacia adelante. Ahora sabían que la víctima había sido amenazada poco antes de morir. Sin embargo, el doctor se había encargado de destruir el anónimo. Tal vez lo había hecho por temor a que cayera en las manos equivocadas. Todo se volvía cada vez más turbio.
Esa noche, Nina se encargó de poner al tanto a Karl de las novedades; Mikael hizo lo mismo con Greta.
* * *
Peter se despertó de un salto cuando escuchó sonar su móvil. Llevaba un par de horas apostado a unos metros de la propiedad de los Metzgen y, como cada noche, no había ningún movimiento sospechoso. Miriam no había podido acompañarlo esa vez. En soledad, el tiempo parecía pasar más lento. Como si lo hubiera estado viendo, se incorporó cuando leyó el nombre de su jefe en la pantalla.
—Inspector.
—Muchacho, ¿sigues vigilando la propiedad de los Metzgen?
—Sí, señor.
—Puedes irte. Hemos descubierto que el doctor recibió un anónimo amenazante poco antes de su muerte. Eso confirma que fue el objetivo del asesino desde el principio. No tiene caso que sigas ahí; serías más útil en otro lado.
Peter adivinó lo que le pediría a continuación.
—Regresa al apartamento de Stevic y monta guardia allí. Cualquier movimiento extraño me lo haces saber, ¿entendido?
—Sí, inspector, descuide: lo mantendré informado —respondió resignado a pasar otra noche en vela o a dormitar incómodo en el interior de su auto.
—Así me gusta, muchacho. Puedes tomarte un par de días si quieres; eso sí, por la noche, seguirás vigilando a Stevic —le dijo antes de colgar.
Sonrió. Al menos espiar a su compañero tenía ciertas ventajas. Aprovecharía para invitar a Miriam a almorzar en el mejor restaurante del pueblo y, si se animaba, la llevaría luego a su apartamento. Ya era tiempo de darle un empujoncito a su relación. Encendió el motor y partió raudo hacia el suburbio en el que vivía el teniente.
Karl giró y se topó con Nina, que lo observaba desde la puerta que daba a la cocina. Llevaba puesta solo su camisa y se había recogido el cabello en una cola en lo alto de la cabeza. Supo que lo había escuchado todo cuando vio el reproche en la mirada de la mujer.
—¿Has puesto a Peter a espiar a Mikael?
Se acercó e intentó asirla de la cintura, pero ella retrocedió.
—Nina, tengo que saberlo, no me basta solo con sospechar que mi hija y él están juntos.
La sargento pasó por su lado y se dejó caer en el sofá.
—Sabes que lo que estás haciendo está mal, ¿verdad? ¡No me quiero imaginar lo que diría Greta si se entera!
—No va a enterarse —dijo sentándose junto a ella.
—Ese no es el punto, Karl. ¿Por qué simplemente no vas y hablas con él para aclarar todo de una vez?
Nina estaba harta de aquella situación. Ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el primer paso. Actuaban como niños, en vez de como lo que eran: dos hombres hechos y derechos. Con gusto, les habría dado un buen coscorrón a cada uno para hacerlos reaccionar. A Mikael, por no atreverse a gritar a los cuatro vientos que Greta y él estaban juntos; a Karl, por su absurdo temor de enfrentarse con la realidad de que su hija había terminado en brazos de quien menos quería.
—Cuando Bengtsson me confirme lo que llevo sospechando desde hace tiempo, lo haré. Te lo prometo.
Nina asintió y se recostó en su pecho. No estaba siendo justa con Karl. Se sentía culpable por ocultarle la verdad, pero no era ella a quien le correspondía abrir la boca.
—Te quedas a dormir, ¿no?
—Sí.
Hacía prácticamente una semana que venía despertando en la cama del inspector. Pasaba de vez en cuando por su apartamento para regar las plantas y revisar la correspondencia. Cualquiera que los viera pensaría que vivían juntos. Karl le había designado un espacio en el armario para que guardara su ropa y le había comprado un nuevo bonsái que colocó junto a la ventana del salón. Eran detalles significativos, sobre todo si venían de un hombre como Karl. Ella, a su vez, se había tomado la libertad de arreglar el jardín y lo había sorprendido con sus dotes culinarias. Karl todavía no se lo había pedido; sin embargo, presentía que solo era cuestión de tiempo para que convivieran formalmente. Le daría unos días. Si tampoco se decidía a dar el primer paso en lo que concernía a su relación, ella tomaría la iniciativa.
* * *
Greta había trazado un plan y esperaba echarlo a rodar durante la reunión del Club de Lectura que estaba pautada para ese miércoles. No se lo comentó a Mikael porque estaba segura de que lo tildaría de inútil. Sí se lo comentó a Josefine durante una de sus tantas charlas virtuales. La escritora había sabido muy bien cómo tirarle de la lengua. Entonces, Greta la puso al tanto de todo lo que sabía sobre la investigación gracias, a su vez, a las infidencias de Mikael, quien siempre terminaba por ceder a sus interrogatorios después de que hacían el amor. Josefine secundó su idea de inmediato. Le pidió detalles de todo lo que ocurriese en la reunión del club, que se llevaría a cabo, nada más y nada menos, que en casa de los Metzgen. Greta le había propuesto intervenir durante al menos parte del encuentro a través del chat, pero Josefine tenía que asistir a una firma que había organizado su editorial para aprovechar la estadía en la isla y no pudo.
El delicado estado de Anne-lise, que estaba a punto de dar a luz, había sido la excusa perfecta para trasladar el encuentro fuera de los muros de Némesis. Había procurado que Louise Rybner no faltara; para eso, le pidió que fuera ella la que leyera un nuevo capítulo de la novela a las demás antes de analizarlo.
Necesitaba comprobar que no estaba tan errada al creer que Klint Rybner podía ser fruto de una relación entre Malte Metzgen y la exmaestra de escuela devenida en vendedora de antigüedades. Las inclinaciones sexuales del doctor no quitaban que, en el pasado, se hubiera enredado con otra mujer además de su esposa. Por otro lado, si su teoría tenía fundamentos sólidos, la infidelidad del doctor y su posterior paternidad podían ser una pieza clave en la resolución del homicidio. Aunque, al principio, le había sugerido a Mikael que el verdadero asesino pretendía desviar las sospechas hacia el hermano del doctor, lo cierto era que Sten Metzgen seguía teniendo motivos poderosos para haber cometido el crimen: sostenía un romance con la esposa de Malte. Tal vez, también, Felicia se había enterado de la existencia de un hijo ilegítimo y, como venganza, ella y su amante habían urdido el asesinato del doctor. No podía dejar tampoco de lado el móvil del dinero: ambos heredarían una cantidad importante ahora que Malte Metzgen estaba muerto.
¿Y el anónimo? Sin dudas, era otra pieza clave dentro de la investigación. Un escalofrío le había recorrido la espalda cuando Mikael le había recitado lo que decía el mensaje. Su autor se había encargado de cumplir con la amenaza que pesaba sobre la cabeza del doctor al sacar su auto de la carretera para que muriera consumido por las llamas.
El asesino sabía de su secreto y quería que pagara por lo que había hecho. ¿A quién podría incomodarle tanto la homosexualidad del doctor al punto de querer acabar con su vida? La lista de sospechosos se reducía cada vez más. La repasó mentalmente. De los nombres que había apuntado en su cuaderno rojo, solo dos se destacaban.
Felicia Nielsen y Sten Metzgen.
Se devano los sesos durante todo el trayecto hasta el barrio donde vivían los Metzgen. Entonces surgió otro posible sospechoso que ya formaba parte de su lista: Telma Apelgren.
Parecía incluso hasta descabellado imaginar que una mujer como ella pudiera cometer un asesinato tan horrible. Sin embargo, Telma estaba enamorada de su jefe. Greta se atrevía incluso a asegurar que se había obsesionado con el doctor. La propia Anne-lise le había comentado que ponía una flor fresca en su escritorio todas las mañanas. Por si fuera poco, había tratado de quitarse la vida. Su tía creía que lo había hecho, porque el dolor de haber perdido al hombre que amaba era insoportable, pero cabía la posibilidad de que el motivo que se ocultaba detrás de su intento de suicidio fuese más siniestro. ¿Y si Telma había sido quien conducía el utilitario esa noche? No era un planteo absurdo, aunque sabía que los demás sí lo pensarían.
Dejó de tejer teorías cuando estacionó el Mini Cabrio frente a la propiedad de los Metzgen. Era temprano, pero había acordado llegar un rato antes para recibir a las integrantes del club. Monika Windfel, Linda Malmgren y Mia Magnusson fueron las primeras en aparecer. Anne-lise le había sugerido a Greta reunirse en el jardín donde había mandado a instalar un toldo para protegerse de los rayos del sol o de la lluvia que había pronosticado el servicio meteorológico local. Lluvia que, por el momento, no era más que un puñado de nubes oscuras que se movían a toda velocidad por el cielo.
Greta echó un vistazo a la casa. No había rastros de Felicia por ninguna parte.
—¿Tu madre no se encuentra? —preguntó al pasar mientras ayudaba al ama de llave a acomodar unas sillas.
—Sí; está en su habitación. No tardará en bajar. La verdad es que no se tomó muy bien lo de trasladar la reunión del Club de Lectura hasta aquí. Desde lo de mi padre, apenas sale de casa. La he notado bastante intranquila últimamente. La semana pasada volvió locos a los empleados preguntando sobre una carta que había recibido; quería saber quién la había entregado. En verdad, me asustó. Hoy conseguí convencerla para que se nos una, al menos a pasar un rato en compañía de otras mujeres. Espero que no te moleste que lo haya hecho.
—Por supuesto que no, Anne-lise. Tu madre es bienvenida a quedarse durante la reunión. —No pudo pasar por alto lo que acababa de contarle sobre lo nerviosa que se había puesto su madre por una simple carta. Cuando miró hacia la ventana francesa que daba al salón vio llegar a Pernilla acompañada de Louise Rybner.
Una pieza del rompecabezas que deseaba armar ya estaba allí; ahora faltaba la otra parte.
Inmediatamente después, y con cinco minutos de retraso, aparecieron Ebba y sus primas. Hanna le mandó un breve mensaje de texto en el que le avisaba que había llegado un cliente de última hora y que no podría asistir. Greta creía que la antipatía que sentía por Anne-lise era la verdadera razón de la ausencia.
Solo faltaban Selma Steinkjer, que se había tomado unas cortas vacaciones junto a su esposo, y Mary Johansson quien había preferido no aventurarse a conducir desde Börlange por temor a que la sorprendiera la tormenta en la carretera durante el regreso.
Una vez que se ubicaron todas alrededor de la mesa de hierro, donde el ama de llaves había dejado un par de bandejas con un exquisito refrigerio, Greta le pidió a Louise que leyera uno de los dos capítulos especiales que la autora había incluido en la novela. Eligió el que se encontraba entre el cuarto y el quinto, el que P. D. James había titulado «EMC». La mujer se puso de pie y se aclaró la garganta antes de iniciar la lectura.
Greta no podía quedarse quieta. De vez en cuando, se levantaba, daba un par de vueltas alrededor y regresaba a su sitio. Felicia Nielsen continuaba sin aparecer. Cuando empezaba a creer que su plan había sido completamente inútil, la vio avanzando hacia donde estaban ellas con un libro en la mano.
—Espero no interrumpir.
Todas las miradas se posaron en la viuda del respetado doctor Metzgen. Louise dejó de leer y volvió a sentarse.
Greta se acercó a la mujer y le cedió su silla.
—Qué gusto que haya decidido unirse a nosotras Felicia. Creo que no hay necesidad de presentaciones, todas nos conocemos, ¿verdad? —Miró a Louise, luego a la dueña de casa—. Felicia, supongo que también conoce a la señora Rybner.
—Sí, por supuesto, he pasado por su tienda de antigüedades en más de una ocasión —respondió sin siquiera mirar a la vendedora.
Greta notó la rigidez de su cuerpo. Se percibía que no estaba cómoda. Louise, en cambio, trataba de sonreír todo el tiempo.
—No he tenido la oportunidad de decirle cuánto siento lo ocurrido —manifestó cambiando la sonrisa por un rictus amargo.
—Gracias —respondió Felicia que la miró a los ojos por primera vez.
Greta las observaba con atención. La viuda parecía ahora más segura; desafiaba a Louise Rybner con cada gesto. Por su parte, la vendedora había vuelto a sonreír.
Pernilla intervino y pidió que continuara la lectura de No apto para mujeres. Unos minutos más tarde, Felicia Nielsen les pidió disculpas y se retiró con la excusa de que le dolía al cabeza. Quiso que Anne-lise se fuera con ella bajo el argumento de que debía hacer reposo, pero la muchacha decidió quedarse hasta que la reunión terminara.
Greta no necesitó más que unos cuantos minutos para reafirmar sus sospechas.
Una vez que todas se marcharon, se quedó un rato a conversar con Anne-lise. La muchacha de inmediato le preguntó por Telma.
—Ha despertado del coma y se está recuperando. No creo que sea prudente hablar con ella ahora —le dijo antes de que volviera a pedirle que intentara averiguar sobre los últimos movimientos de su padre con la secretaria. No podía contarle lo que había descubierto la policía: en su estado, solo causaría una catástrofe.
—Supongo que debemos esperar. —Sonrió resignada—. ¿Se sabe qué sucedió exactamente? En el pueblo se comenta que fue un accidente doméstico, pero yo no lo creo.
Eso sí se lo podía contar.
—Telma intentó suicidarse con somníferos. La encontró mi padre, en su cama, inconsciente. Él y la sargento habían ido hasta su casa para interrogarla.
—¿Habrán hablado con ella ahora que despertó?
—No sabría decirte —mintió.
—Bueno, si esa mujer estaba enterada de algo, la policía se encargará de averiguarlo. —Se levantó con lentitud de la silla y separó los pies para mantener el equilibrio—. ¿Te gustaría conocer la cuna que mamá mandó a preparar para la niña? Esta mañana terminamos de pintarla y adornarla. ¿O tienes prisa por regresar a la librería?
—¡Me encantaría, Anne-lise! Mi primo se las puede arreglar muy bien sin mí.
Entraron a la casa. Greta la siguió a través del pasillo. Anne-lise caminaba despacio, sujetándose el vientre. De repente, se detuvo. La pelirroja se alarmó.
—¿Te sientes bien?
—Sí, no te preocupes, es que me canso con demasiada facilidad. Tengo los pies hinchados. No te imaginas cómo me duelen las piernas.
Abrió una de las puertas, la que estaba al lado del estudio y la invitó a entrar. Anne-lise se sentó en la silla mecedora; luego, se quitó las sandalias.
—¿Ves lo que te digo? Mis pobres pies son los que peor lo llevan —le señaló al tiempo que movía los dedos hacia arriba y hacia abajo.
Greta rio. Enseguida, se puso a contemplar la cuna. Era de ensueño, parecía destinada a una princesa con el dosel y los tules. Por sobre el mueble, colgaba un móvil con ponis de colores. Notó la letra «D» pegada a los pies de la camita.
—¿Ya has pensado en un nombre?
Anne-lise se acarició el vientre.
—Sí; se llamará Daila. Lo eligió Willmer, es de origen latino y significa hermosa como una flor. —Dio un respingo—. ¡Creo que le gusta y acaba de demostrarlo!
—¿Puedo?
—Por supuesto.
Greta se acercó. Anne-lise tomó su mano. La colocó sobre su barriga justo cuando la pequeña Daila dio su segunda patada.
—¡Vaya, eso ha sido increíble!
—¡Imagina lo que es cuando me despierta en medio de la noche! Me obliga a sentarme en la cama hasta que logra acomodarse. Te juro que no veo la hora de que nazca. Ya he hecho espacio en el álbum para poner sus fotos. —Le señaló la cómoda que estaba debajo de la ventana—. ¿Me lo traes? Quiero que lo veas.
Greta encontró el álbum de fotografías en el primer cajón. Era bastante pesado y tuvo que sujetarlo con ambas manos. Se sentó junto a Anne-lise y lo apoyó encima de su regazo.
—Me he tomado cientos de fotografías para registrar paso a paso la gestación de Daila. Suena demasiado cursi, lo sé, pero es mi primera hija y sé que dentro de unos años, cuando ella sea grande, me hará mucha ilusión rememorar los nueve meses que la tuve en mi panza. Mi madre no se tomó ninguna foto mientras me esperaba a mí. Yo no quiero perder esos recuerdos.
—Yo tengo varias imágenes de mi madre cargándome en su enorme barriga. Papá vivía tomándole fotos con su Polaroid durante el embarazo.
—Me habría gustado que mi padre hiciera lo mismo, pero creo que mamá era alérgica a las cámaras —bromeó.
Siguieron mirando el álbum. En la primera parte había fotografías de Anne-lise cuando era una niña. Había una en particular que llamó la atención de Greta. Estaba montada en una bicicleta y, a su lado, Sten Metzgen la sostenía del hombro. Debía tener unos cinco años, llevaba el cabello corto y rizado. Era increíble cuánto se parecía a Klint Rybner a esa edad.
Media hora más tarde, abandonó la propiedad de los Metzgen bajo un chaparrón y con un torbellino de teorías que bullían en su cabeza.