CAPÍTULO 21
Greta estacionó el Mini Cabrio a un costado de la casa de su padre. Descendió rápidamente para evitar que Pernilla Apelgren pudiera verla desde la ventana de su salón. Desde el entredicho en la reunión prefería no toparse con ella, sobre todo porque, tras leer algunos capítulos de su novela, tenía algunas críticas para ella.
Miró hacia ambos lados, pero no había señales de la anciana. Tal vez estaba en el hospital, acompañando a su sobrina quien todavía no había despertado del coma.
Entró por la cocina y buscó algo fresco para beber antes de subir al desván. Había unas cuantas latas de la cerveza preferida de su padre y tomó una. Le sentó de maravillas. Observó el patio trasero. La hierba parecía recién cortada y había un parterre nuevo florecido junto a uno de los muros. Era evidente que Karl no había decidido de repente volcarse a la jardinería. Eran las manos de la sargento Wallström las que habían convertido aquel espacio dejado en el olvido tras la muerte de Sue Ellen en un bonito jardín que nada tenía que envidiarle a los de los vecinos.
Arrojó la lata vacía en el cesto de la basura y se dirigió hacia el pasillo. Hacía tiempo que no subía al desván y no sabía con qué podía encontrarse. Si no recordaba mal, la última vez había sido inmediatamente después de regresar a vivir al pueblo. De eso, ya habían pasado varios meses.
Fue interrumpida por unos golpes en la puerta. Cruzó el salón con parsimonia, como si presintiera de quién se trataba. No se equivocó.
Pernilla Apelgren, enfundada en un vestido veraniego de mangas cortas y falda amplia la miraba con el rostro sonriente.
—Greta, qué bueno que te veo. Perdóname si te interrumpo, querida, pero ya no puedo conmigo misma. Peco de impaciente y muero por saber qué te ha parecido mi novela. —Como de costumbre, no esperó a que la invitara a pasar; entró y, después de recorrer a vista de pájaro el salón, se sentó en el sillón—. Acabo de llegar del Lasarett; necesitaba despejarme un poco. Telma sigue igual. Cuando le pregunto a los doctores, siempre dicen lo mismo, que hay que esperar.
Greta le dio una palmadita en el hombro. No debía ser sencillo para la anciana ver a su única sobrina en aquel estado.
—Lo lamento tanto, Pernilla. Yo misma pude comprobar cuán afectada se encontraba Telma por la muerte del doctor Metzgen.
—Sí, le destrozó el corazón, pobre chiquilla. —Sacó un pañuelo y se sonó la nariz—. Supuse que le haría bien asistir al funeral, pero es evidente que me equivoqué. Creo que mi sobrina no iba a soportar vivir sin él, por eso hizo lo que hizo. —Respiró hondo para tratar de controlar los gimoteos, pero no lo consiguió.
Greta se ubicó a su lado y le brindó algunas palabras de consuelo antes de opinar sobre el manuscrito.
—Pernilla, hablemos mejor de La redención y la muerte —sugirió—. No he terminado de leerla todavía, no porque la historia no me haya atrapado, sino porque no tengo mucho tiempo libre últimamente, ya se lo he dicho —empezó a decir. Acompañaba su discurso con una sonrisa—. La trama es consistente, aunque me temo que demasiado previsible. Si bien la gente que conoce los crímenes que inspiraron a su novela, sabrán enseguida quién está detrás de las muertes por obvias razones. Me temo que un lector que se acerca a la historia sin saber lo sucedido en el pueblo descubrirá al asesino demasiado pronto.
—¿Tú crees? —le preguntó sin poder ocultar su decepción.
—Sí. No es porque mi mente ya está demasiado entrenada después de leer novelas de misterio durante tantos años. Usted revela mucha información demasiado rápido. En un buen policial, hay que deslizar detalles sutilmente, casi con cuentagotas, para no estropear la intriga. No se preocupe —la tranquilizó—, imagino que son errores que cometen todos los principiantes. Es solo cuestión de práctica. Mi consejo es que lea mucho, sobre todo, a los autores del género.
—¿Y los personajes?
—Me gustaron; están bien construidos, aunque, quizá, debería evitar mencionar ciertas características que describen a personas que usted y yo conocemos. No olvide que es ficción.
—¿Te molesta que Gretchen Lindberg no sea la protagonista? —preguntó sin ninguna mala intención.
—No, por supuesto que no. Creo que Priscilla, la dulce abuelita aficionada al crochet y a resolver misterios, es un personaje muy querible; me recordó mucho a Miss Marple.
Su apreciación le arrancó una sonrisa.
—Oscar me regañó cuando supo que Priscilla sería la protagonista —confesó—. Cree que fue un acto vanidoso de mi parte.
—La historia es suya, Pernilla, tiene derecho a poner de protagonista a quien le plazca.
Se levantó del sillón. Esperaba que la anciana hiciera lo mismo, pero se tomó más tiempo de lo esperado en ponerse de pie.
—¿Vas a terminar de leer el manuscrito de todos modos?
—Por supuesto. Espero que no le molesten mis consejos. No soy una experta, pero conozco el género y además mi tesis en la facultad fue sobre novela negra.
—Los voy a tener en cuenta, Greta. Además, ¿quién más podría darme tan buenas recomendaciones sobre el tema? Fuiste tú quien resolvió los crímenes en el pueblo. Apuesto a que ya tienes tu propia teoría sobre la muerte del doctor Metzgen.
—Teorías nunca faltan, solo hay que sustentarlas con pruebas y, por el momento, no hay nada en contra de nadie.
Con Pernilla siempre había que medir las palabras; cualquier infidencia que se cometía delante de ella se convertía de inmediato en un chisme que se iniciaría en el salón de su casa, pasaría por la Asociación de Damas de Mora y terminaría en boca de todos los habitantes del pueblo y de los alrededores.
—Espero que atrapen pronto al que lo hizo. No solo por el doctor Metzgen, sino también por mi sobrina. Creo que lo único que podría hacer que despertara es saber que finalmente se hizo justicia.
Greta compartía su deseo, pero, al paso que iba la investigación, dudaba de que el crimen del doctor se resolviera pronto. Decidió acompañar a la anciana hasta su casa. Allí, la pelirroja fue entretenida por Oscar, que abandonó su nuevo proyecto de aeromodelismo para salir a saludarla.
El sol comenzaba a caer cuando regresó. Por fin, subió al desván. Encendió la luz y se topó con un gran desorden. Había varias cajas apiladas que llegaban hasta el techo. Muchas de ellas estaban etiquetadas con su nombre. Abrió una al azar: descubrió algunas novelas de aventuras que solía devorar en las tardes de verano, mientras Hanna trataba de seducir a algún chico. Eran ejemplares viejos, pero bien cuidados. Pensó que, si hacía espacio en la biblioteca de su apartamento, podría llevárselos. Perdió la noción del tiempo apartando los libros para tenerlos a mano la próxima vez que fuera.
Siguió buscando afanosamente la réplica de El infierno de Dante que había pertenecido a su madre. Cuando creyó que ya no la encontraría, distinguió un marco de madera labrada. Estaba escondido detrás de la silla mecedora que había pertenecido a su abuela y que, con el tiempo, había ido a parar al desván porque tenía una pata defectuosa.
Le costó llegar hasta él. Cuando le quitó el polvo que se había acumulado en la superficie, su rostro se iluminó.
Contempló la obra de arte embelesada. Fue como volver al pasado, al estudio donde se colaba para espiar a su madre, mientras ella escribía poemas. El marco estaba bastante estropeado por culpa de la humedad, pero la pintura permanecía intacta.
Con una sonrisa ancha en los labios, y el tesoro apenas hallado entre las manos, abandonó el desván ya entrada la noche. Antes de irse, le dejó una nota a su padre.
* * *
Mikael bajó el volumen de la radio cuando el teléfono móvil empezó a sonar. Observó a través del espejo retrovisor para cerciorarse de que no venía nadie detrás de él y se estacionó a un lado del camino. Era el inspector Lindberg. Hacía tan solo unas horas que habían hablado y, de su parte, no habían surgido novedades importantes; esperaba que él si las tuviera.
—Dime, Karl.
—Stevic, supongo que sigues en Gotemburgo.
—Sí, me he tomado la libertad de investigar si el doctor se hospedó en otro hotel, pero no hay nada todavía. Encontré un par de cámaras de seguridad más que lo muestran en el centro de la ciudad el miércoles a la noche, poco antes de retornar a Mora.
—¿Iba solo o acompañado? —quiso saber Karl.
—Solo.
—Bien, nosotros hemos tenido más suerte. Necesito que investigues a un tal Torger Anders. Es artista plástico y, según Sten Metzgen, era a él a quien su hermano iba a visitar.
A Mikael le resultó familiar el nombre. Seguramente, al ser artista, se movía dentro del mismo círculo que su madre.
—¿Qué relación tenía con el doctor?
—Era su amante.
—¿Malte Metzgen era homosexual?
—Por lo menos en el último tiempo. Habla con Anders, es el único que puede decirnos los movimientos del doctor en Gotemburgo. Comprueba también su coartada para la noche de crimen. Tómate el tiempo que sea necesario, me haces más falta allí que aquí —manifestó cortante.
Stevic se mesó el cabello y apretó los dientes. Antes de que el otro lo dejara con la palabra en la boca, dijo:
—Karl, cuando vuelva tenemos que hablar.
Ahora fue el inspector el que guardó silencio.
—No te preocupes. Hablaremos, de eso puedes estar seguro, muchacho —sentenció antes de dar por finalizada la conversación.
Arrojó el teléfono en el asiento del acompañante y se puso en marcha otra vez. Su próximo paso sería buscar al amante de Metzgen. Empezaría por lo más simple: hablaría con Freya, ella seguramente le podría decir dónde encontrarlo.
* * *
Greta observó por el rabillo del ojo a su primo. Otra jornada en la que se mostraba de muy buen humor. Mientras la mayoría de los habitantes del pueblo seguía quejándose del insoportable calor, él parecía vivir en un mundo aparte. Lasse, completamente ajeno al escudriño de la pelirroja, acomodaba las novedades en el escaparate. A Greta todavía le costaba creer que él se hubiera enredado con su amiga. El estupor enseguida había dado paso al enojo. No le molestaba que estuvieran juntos, sino que se lo hubieran ocultado. Después de todo, ella les había confiado su romance secreto con el teniente Stevic. Lo menos que esperaba era que hubiesen hecho lo mismo.
Le habría gustado hablar con ambos a la vez, pero, en ese momento, Lasse estaba más a mano y la iba a oír. Salió de detrás del mostrador, se acercó. Era casi la hora del cierre, por lo que Némesis se había quedado vacía.
Lasse giró cuando sintió la mirada de su prima que le taladraba la espalda.
—¿Ocurre algo? —Abrió la última caja de libros y contempló a Greta, que se había plantado frente a él con los brazos en jarra.
—¿Cuándo pensaban contármelo?
El uso del plural lo inquietó; mucho más la expresión rígida en el rostro de su prima.
—¿Qué… qué quieres decir? —Comenzó a jugar con uno de los libros que todavía no había acomodado en el escaparate: lo pasaba de una mano a la otra a toda velocidad.
—Sabes muy bien de lo que hablo, Lasse —le espetó—. Tú y Hanna. ¡Los he visto! ¿Desde cuándo están juntos? ¿Por qué demonios no me lo dijeron? Hanna es mi mejor amiga. Creí que no tenía secretos conmigo, y tú… —se detuvo para tomar aire; pausa que Lasse aprovechó para dejar el libro en su sitio y preparar una respuesta.
—Lo siento, Greta. Hubiese preferido que lo supieras por ella o por mí.
—Yo les conté lo mío con Mikael. Me molesta que se estuvieran viendo a mis espaldas. ¿Qué pensaban? ¿Qué me iba a escandalizar con la noticia? Debieron confiar en mí, Lasse.
Él le puso una mano en el hombro.
—Sí, deberíamos habértelo dicho, pero todo surgió tan rápido que no supimos cómo manejar lo que nos pasaba.
Greta suspiró. La tensión en su rostro dio paso a una sonrisa.
—¿Cuándo empezó todo?
—El día que Hanna regresó de sus vacaciones. Te vino a buscar aquí, ¿recuerdas?
Ella asintió.
—Creo que empezó como un juego, nos miramos y fue como si nos viésemos por primera vez. Sé que parece una locura, pero así es como ocurrió —le explicó entusiasmado y, a la vez, aliviado por fin de no tener que seguir fingiendo, por lo menos, delante de su prima—. Yo di el primer paso y la fui a ver. Desde ese momento, no nos hemos separado. No sé si será una relación a largo plazo o no, aunque estamos bien así, vivimos el momento y eso nos hace feliz.
Greta apretó su mano.
—Me alegra mucho, primo. Nadie mejor que yo sabe por lo que han tenido que pasar. Hanna y tú se merecen una oportunidad. Aunque me enojé al principio, los quiero demasiado como para estar enfadada por mucho tiempo. —De repente frunció el ceño—. Supongo que ni su padre ni mis tíos están enterados.
Lasse negó con la cabeza.
—Creo que mi fiesta sorpresa de cumpleaños puede ser una buena ocasión para hacer el anuncio —sugirió divertida.
—¡Lo has descubierto! ¡Otra vez!
—Son todos demasiado previsibles. —Soltó una carcajada—. No pretendo arruinar las ilusiones de papá; por lo tanto, volveré a fingir un año más.
—¡Eres increíble, prima!
Greta fue hasta la puerta. Giró el cartel hacia el lado donde decía «cerrado». Prendida del brazo de su primo, subió al apartamento para almorzar con él. Todavía había muchos detalles de ese tórrido romance que quería conocer.