CAPÍTULO 20
Por enésima vez, Karl llamó a la puerta de Telma Apelgren; por enésima vez, la sargento Wallström y él fueron ignorados.
—Las cortinas están corridas —señaló Nina—. No parece que se haya ido muy lejos.
El inspector se secó el sudor de la frente con la punta de la corbata de seda. Debía hacer más de treinta grados y no tenía paciencia para esperar demasiado. Sin embargo, no podían irse sin antes hablar con la secretaria de la víctima. Volvió a insistir, pero nadie abrió la puerta.
—Tal vez deberíamos regresar a la comisaría. Enviaré a un agente más tarde a buscarla —sugirió la sargento quien también comenzaba a perder la paciencia.
Karl miró por encima de su hombro y le hizo señas para que girara. Pernilla Apelgren traspasaba en ese momento la verja de madera en dirección hacia ellos.
—Inspector Lindberg, sargento Wallström, qué sorpresa encontrarlos aquí. —La anciana frunció el ceño—. ¿Mi sobrina no está?
—Parece que no —respondió Karl—. Llevamos esperando un buen rato, pero no responde.
Pernilla pasó entre ambos para dirigirse hacia una de las ventanas. Se inclinó y espió a través del cristal. Puso las manos alrededor de su cara para poder ver mejor el interior de la vivienda.
—Es raro; el televisor está encendido. Además, Telma no ha salido desde lo ocurrido, por eso vengo a verla todas las tardes. —Fue hacia la puerta y movió el picaporte, con la esperanza de que estuviera sin cerrojo—. Esto no me gusta nada, inspector. Temo que algo le haya sucedido a mi sobrina.
Pernilla entró en pánico rápidamente. Mientras Nina se encargaba de tranquilizarla por algo que todavía ni siquiera estaban seguros de que hubiera ocurrido, Karl intentó forzar la cerradura sin suerte. Le advirtió a ambas mujeres que retrocedieran y, de una patada, consiguió derribar la puerta.
El saloncito estaba en orden. En la televisión estaban dando un capítulo de Holby City, que, según Pernilla, era una de las series de médicos favoritas de su sobrina. Nina la apagó: el silencio fue abrumador. No había señales de la mujer por ninguna parte, pero su tía insistía en que algo andaba mal. Karl decidió subir a la habitación. La sargento y Pernilla lo seguían de cerca. Abrió a la puerta sin siquiera llamar; si seguían el instinto de la anciana, Telma Apelgren podía estar en peligro. En efecto, cuando ingresaron a la habitación, la mujer yacía sobre la cama con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo. Un gato atigrado descansaba sobre su estómago. Parecía dormida. Pernilla se acercó y se sentó a su lado. Le tomó la mano y trató de despertarla, pero no reaccionaba.
—¡Telma, cariño, despierta! —gritó mientras le daba unas palmaditas en el rostro. El felino huyó despavorido.
Karl vio un frasco tirado en el suelo, se agachó y comprobó que estaba vacío. No podían saber cuántas pastillas había ingerido la mujer. Por suerte, todavía respiraba. Sin perder tiempo, marcó el número de emergencias. Durante los minutos que tardó en llegar el equipo de paramédicos del hospital Lasarett, Pernilla no se separó ni un instante del lado de su única sobrina; ni siquiera abandonó la habitación mientras los profesionales trataban de mantenerla con vida.
Abajo, en el salón, Karl y Nina esperaban. Necesitaban respuestas para no estancarse en el caso. Sin embargo, una de las piezas clave dentro de aquel complejo rompecabezas acababa de atentar contra su vida. Frustrados, regresaron a la comisaría. Esa misma tarde, desde el Lasarett, llegó la noticia: Telma Apelgren había logrado sobrevivir a la ingesta de barbitúricos, aunque se hallaba en coma. Ningún médico se aventuró a decir cuándo despertaría.
Con un nuevo obstáculo que entorpecía el avance de la investigación se volcaron a lo más seguro: volverían a interrogar a los familiares de Malte Metzgen.
* * *
Mientras más vueltas le daba al asunto, más se convencía de que la hipótesis que iba tomando forma en su cabeza no era tan descabellada como había creído al principio. No se atrevió a preguntarle nada a Klint sobre la mancha en su cuerpo y, tras darle un par de analgésicos para el dolor, le pidió un taxi para que regresara a su casa.
Buscó el cuaderno rojo en la sala, pero no lo encontró. De seguro, lo había olvidado en la librería. Necesitaba en forma urgente volcar en sus páginas lo que acababa de descubrir.
Bajó y se dirigió directamente hacia el mostrador. Cuando pasó delante del depósito, notó que la puerta estaba entreabierta. Tal vez, su primo se había olvidado de cerrarla antes de irse. En el último tiempo, vivía en las nubes y había que repetirle las cosas dos veces para que las hiciera. Estaba a punto de alejarse, cuando oyó un ruido que provenía precisamente del depósito. Retrocedió sobre sus pasos. Creía que Lasse se había marchado, pero, al parecer, continuaba trabajando. Lo dejaría tranquilo, ella tenía algo mejor que hacer. Hurgó debajo del mostrador y el rostro se le iluminó con una sonrisa cuando encontró el cuaderno. Se acomodó en el taburete. Lo abrió en la página donde había empezado a tomar apuntes sobre la muerte del doctor Metzgen. Escribió con entusiasmo las primeras palabras.
Anne-lise Ivarsson y Klint Rybner comparten la misma marca de nacimiento. ¿Casualidad? Lo dudo. El parecido físico entre ambos es sorprendente. Louise Rybner vivió en Färnäs, muy cerca de Mora, hace unos años. Posible explicación:
Klint es hijo ilegítimo de Malte Metzgen.
Por el momento, no se le ocurría ninguna más.
¿Qué puede significar semejante descubrimiento? ¿Quién lo sabe?
Anne-lise: su padre le dijo antes de morir que no hiciera caso a lo que pudieran hablar de él. ¿Se refería a un hijo nacido fruto de una infidelidad? ¿Sabría ella de su existencia? No lo creo.
Felicia: enterarse de que su esposo la había engañado con otra mujer y que, además, tiene un hijo con ella es otro poderoso motivo para cometer un crimen que se suma a los anteriores. Tampoco tiene coartada.
Sten: es posible que sepa que su hermano tuvo un hijo con otra mujer. ¿Se habrá valido de ello para acercarse a su cuñada? Una mujer despechada puede caer fácilmente en los brazos de un hombre, incluso por venganza.
Malin: fue capaz de vender información a la prensa. ¿Qué más estaba dispuesta a hacer por un poco de dinero? ¿Acaso sabía del muchacho y chantajeaba a su cuñado?
Releyó todo lo escrito. Si bien comenzaba a tener en claro algunos puntos; en otros, estaba tan desconcertada como al principio. No había nada aún que reforzara su teoría de que el asesino buscaba desviar las sospechas hacia Sten Metzgen. Tal vez Josefine tenía razón, y el hermano era quien buscaba confundirlos.
Algo frustrada, cerró el cuaderno. Estaba convencida de que acababa de hacer un gran descubrimiento; sin embargo, no podía explicar todavía que conexión existía entre la posible paternidad de Malte Metzgen y su asesinato. Decidió regresar a su apartamento a esperar una llamada de Mikael. Miró por el rabillo del ojo cuando pasó por el depósito. Se asomó, pero no vio a nadie. Tal vez su primo había dejado la claraboya abierta antes de irse y lo que había oído antes había sido solo el viento.
Subió al apartamento y lo primero que hizo fue quitarse los zapatos. Se tumbó en el sillón y comenzó a masajearse los pies. Sus ojos se posaron en el teléfono. ¿Tardaría mucho Mikael en llamar? Desbordada por la impaciencia, hurgó dentro del bolso y comprobó que la batería del móvil no se hubiera descargado.
Miss Marple apareció proveniente de la cocina y se subió a la mesita ratona. Cuando comenzó a picotear el teléfono, Greta la regañó. La lora se puso a chillar como una posesa. No tuvo más remedio que ponerse a jugar con ella para que se le pasara el berrinche. Estuvo un buen rato entreteniéndola hasta que Miss Marple decidió regresar a su jaula. La espió y sonrió cuando vio que se zambullía en el cuenco de semillas. Parecía que, poco a poco, estaba volviendo a la normalidad.
Cuando la melodía de Torn retumbó en el apartamento, corrió de regreso a la sala y, con el móvil en la oreja, se dejó caer de nuevo en el sillón.
—¡Mikael, por fin!
—Hola, Greta. ¿Estás en Mora? —fue lo primero que preguntó.
—Llegué hace un par de horas, completamente sana y salva —bromeó, pero Stevic no se rio.
—¿Hablaste con Drachenblut?
—Sí y logré que me dijera quién le dio la primicia sobre el homicidio. Fue Malin Galder, Mikael. Soltó información a cambio de una buena suma de dinero.
—¿Te lo dijo así sin más? —Quería saber todos los pormenores del encuentro con el periodista.
—La verdad es que Espen no es tan malo como lo pintan —manifestó sin entrar en demasiados detalles—. Lo que queda claro es que no tiene nada que ver con lo ocurrido. Si se lo puede culpar de algo es de haber sabido aprovechar la oportunidad que se le presentaba. La inescrupulosa en toda esta historia es la cuñada del doctor a quien le importó muy poco lucrar con el dolor de su familia.
Mikael no estaba sorprendido. Después de hablar con la mujer, había comprendido que podía esperarse cualquier cosa de ella. Era poco probable que estuviera involucrada en el crimen, pero, como persona, dejaba mucho que desear.
—Era normal que sospecháramos de él. Pasó a convertirse en persona de interés en la investigación cuando dio a conocer antes que nadie la identidad de la víctima, también fue el primero en hablar de un homicidio —le recordó.
—¿Has averiguado algo en Gotemburgo? —preguntó Greta para cambiar de tema. Creyó escuchar tintinear las campanitas de la librería. Paró bien la oreja. No estaba loca, las había oído. Se levantó y fue hasta la ventana.
—Lo que he descubierto solo suma más interrogantes al caso. No existe ninguna tía enferma. El doctor canceló la reservación en el hotel donde siempre se hospedaba antes de salir de Mora. Karl y Nina deben estar en este momento interrogando otra vez a la secretaria. Creo que, a esta altura, es la única que pude echar un poco de luz a tanto misterio.
Greta no le respondió.
—¿Sigues ahí, pelirroja? ¿Has oído lo que te dije?
Por supuesto que lo había escuchado, pero lo que veían sus ojos en ese momento era todavía más desconcertante. Hanna cruzaba la calle en dirección a la iglesia. No podía asegurar que hubiera salido de Némesis, aunque, cuando unos segundos después vio a Lasse salir detrás de ella y dirigirse hacia el lado opuesto del pueblo, lo supo.
Su primo y su mejor amiga estaban juntos.
* * *
A nadie de la familia le gustó que la policía se presentara otra vez para un nuevo interrogatorio. Anne-lise fue la única que, al menos, agradeció la deferencia del inspector Lindberg de no trasladarlos a todos a la comisaría. Nina lo había acompañado. La primera en someterse a sus preguntas fue la viuda. Felicia se mostró asombrada al enterarse de que no existía ninguna tía enferma en Gotemburgo. Cuando quisieron indagar sobre el verdadero motivo por el cual Malte Metzgen hacía esos viajes dos veces al mes, la mujer no supo qué decirles o al menos fingió no saberlo.
Corrieron la misma suerte con Anne-lise y su esposo. Ambos estaban tan sorprendidos como Felicia. La reacción de la muchacha fue más dramática y Willmer, que temía una nueva descompensación, llamó al doctor Haugaard. Anne-lise simplemente no podía concebir el hecho de que su padre le hubiese mentido durante tanto tiempo. Mientras su esposo intentaba tranquilizarla, no dejaba de repetir una y otra vez lo mismo:
—Papá sabía que iba a morir; papá sabía que iba a morir…
Las palabras de Anne-lise captaron la atención del inspector y la sargento, pero, debido al estado en el cual se encontraba, no pudieron seguir interrogándola.
Malin Galder respondió a sus preguntas con monosílabos. Fue la primera que no tuvo ninguna reacción al enterarse de que su cuñado no visitaba a ninguna tía enferma en Gotemburgo; cuando pretendieron indagar más, se toparon con un muro de hielo.
Por último, hablaron con el hermano de la víctima.
—¿Es posible, señor Metzgen, que su esposa estuviera al tanto de que el doctor no viajaba a Gotemburgo a visitar a su tía?
Sten Metzgen empalideció de repente.
—¿A qué se refieren? —Su intención fue aparentar asombro, pero no logró engañar a los policías.
—Hemos descubierto que no existe ninguna tía enferma llamada Marguerite Henriksson. Sin embargo, eso usted lo sabía, ¿o me equivoco?
Lo primero que hizo el hermano de Malte fue aflojarse el nudo de la corbata. Después se dirigió al mini bar y se sirvió una copa. Karl supo en ese instante que estaban yendo en la dirección correcta: si querían profundizar más en la investigación, Sten Metzgen era la clave.
El hombre giró sobre sus talones y, tras beberse de un solo sorbo su trago, se sintió preparado para responder.
—Estás usted en lo cierto, inspector Lindberg. Lo de la tía enferma fue un invento de mi hermano para ocultar el verdadero motivo que lo llevaba a Gotemburgo todos los meses. —Los nervios empezaron a traicionarlo y tuvo que sentarse antes de seguir hablando—. En realidad, Malte a quien iba a ver era a su amante, un artista plástico de poca monta a quien conoció hace poco.
Karl y Nina intercambiaron miradas. Sin dudas, aquel escabroso detalle originaría un vuelco inesperado en la investigación.
—¿Conoce el nombre del amante de su hermano? —preguntó Nina con su libreta de notas en la mano.
—Torger Anders.
Escribió el nombre y lo volvió a mirar.
—¿Quién, además de usted, sabía de su existencia?
—Su secretaria, seguro. El sujeto me llamó después de la muerte de mi hermano, quería presentarse en su funeral. Por supuesto, se lo prohibí terminantemente. Deseaba aparecer y anunciar a todo el mundo su romance con él.
—¿Le dijo cómo se enteró de lo ocurrido?
—Asumí que lo había leído en la prensa. Él, en cambio, me dijo que Telma Apelgren se lo había contado.
—¿Qué hay de su cuñada: ella estaba al tanto del romance? —esta vez fue Karl quien formuló la pregunta.
Sten desvió la mirada y se tomó su tiempo para contestarle.
—Felicia lo sabe. Lo descubrió hace unos meses. Encontró la tarjeta de un bar gay entre las pertenencias de Malte. Lo increpó, y él no tuvo más remedio que confesarle la verdad. —Alzó la mirada y respiró hondo—. Después de ese incidente, ella y yo nos acercamos. Su matrimonio hacía tiempo que tambaleaba; la terrible verdad que le reveló mi hermano terminó por distanciarlos aún más.
—¿Está seguro de que nadie más lo sabía? ¿Qué hay de su esposa? No se sorprendió cuando le comentamos que no existía Marguerite Henriksson.
Sten Metzgen se encogió de hombros.
—Yo no se lo comenté; dudo mucho de que mi hermano o Felicia lo hayan hecho. Lamentablemente, el alcohol no solo ha embotado la mente de mi esposa, también ha destruido algunas de las pocas virtudes de la cuales podía hacer alarde, entre ellas, la discreción. Si Malin lo supiera, no habría tenido reparo alguno en gritar a los cuatro vientos que mi hermano engañaba a su esposa nada más y nada menos que con un hombre. Tal vez escuchó alguna discusión entre Malte y mi cuñada.
—Se lo pregunto porque hemos descubierto que la víctima solventaba los gastos de la tarjeta de crédito de su esposa.
Sten frunció el ceño.
—¿Qué es lo que insinúa?
—Que tal vez lo hacía porque ella lo estaba chantajeando. El primer pago se realizó hace cuatro meses. Malin pudo enterarse del amorío del doctor con el tal Anders.
La afirmación del inspector Lindberg lo dejó pensando.
—Fue en esa época cuando Felicia descubrió la verdad. Mi hermano no quería que nadie conociera su secreto. No por él, sino por Anne-lise. No iba a soportar que ella lo mirara con desprecio. Supongo que, si Malin lo extorsionaba, no tuvo más remedio que pagar por su silencio. Si les soy sincero, no me sorprende. Mi esposa siempre busca sacar provecho de todo y de todos. Supongo que es culpa de lo sucedido con su padre quien la abandonó cuando ella más lo necesitaba. No la estoy justificando porque no se lo merece. Si chantajeó a mi hermano, que pague por lo que hizo —zanjó con el rostro carente de emoción alguna.
—Me temo que, si nuestras sospechas son ciertas, acusaremos a su esposa de extorsión, señor Metzgen —manifestó Karl.
No dijo nada, les dio a entender que le importaba muy poco la suerte que podía correr su esposa.
Antes de marcharse, decidieron hablar una vez más con Malin Galder.
La encontraron en el patio trasero, tomando sol en una tumbona. En el costado izquierdo, descansaba un ejemplar abierto de Dónde está el límite de Josef Ajram; en el otro, un vaso largo con un líquido oscuro en su interior que parecía cualquier cosa menos un refresco de cola. Karl carraspeó para llamar su atención. Ella los miró por encima de las gafas y no se preocupó en simular que su presencia no era grata.
—¿Qué es lo que quieren ahora?
Nina buscó refugio de los rayos de sol debajo de una de las sombrillas que rodeaba a la piscina y Karl la imitó.
—Creemos que usted estaba al tanto de la relación que mantenía el doctor Metzgen con su amante. También sabemos que él pagaba los gastos de su tarjeta de crédito y que dejó de hacerlo de repente. No hay que ser demasiado inteligente para atar los cabos. Usted chantajeaba a la víctima amenazándolo con revelar su secreto.
Por primera vez, las palabras del inspector lograron inquietar a la mujer. Se incorporó con lentitud, al hacerlo, el pareo que cubría sus caderas se abrió, mostrando buena parte de sus muslos.
—Lo felicito, inspector, ha logrado descifrar parte del misterio; espero que ahora encuentre al asesino de mi cuñado.
—¿Cómo se enteró? —A Nina la mujer le caía como una patada en el hígado. Además de soberbia, se atrevía a desafiarlos.
—Fue por casualidad. Felicia y Malte estaban discutiendo en el estudio. Ella le reprochaba que hubiera estado en un bar de homosexuales. Mi cuñado terminó soltándole que estaba saliendo con un hombre desde hacía un par de meses. —Sus labios se ensancharon en una sonrisa insidiosa—. ¡Jamás me habría imaginado que el prestigioso doctor Metzgen tuviera ciertas inclinaciones! ¡Sabía disimularlo muy bien!
—Entonces decidió sacar provecho de la situación.
—Así es, le pedí dinero para quedarme callada. Un poco de lo mucho que él tenía y que, a fin de cuentas, también le pertenecía a mi esposo. Al principio se molestó, pero tenía pánico de que se descubriera su vida secreta.
—¿Por qué dejó de pagar de repente? —quiso saber Nina.
—Eso es lo más extraño de todo. —Bebió un poco de su trago y se humedeció los labios—. Me dijo que no estaba dispuesto a seguir pagando por mi silencio, mucho menos después de lo del anónimo.
—¿Qué anónimo?
—No tengo la más mínima idea. Dos días después de que me lo dijo fue asesinado.
¿Un anónimo? Las palabras que antes había repetido Anne-lise empezaban a tener cierto sentido ahora. ¿Acaso alguien había amenazado de muerte al doctor?
Esa inquietante pista, sumada a la vida secreta de Malte Metzgen fuera del pueblo, le daba una nueva perspectiva al caso. Se marcharon con más de lo que esperaban. Antes de abandonar la propiedad, le advirtieron a Malin que sería citada para que respondiera por los cargos de extorsión, acusación a la que ella respondió con una mirada álgida y un encogimiento de hombros.