CAPÍTULO 19

Mikael se inclinó sobre el barandal del ferry y respiró hondo. Las aguas del río Göta älv, en el estrecho Kattegat, le traían el olor del Mal Báltico y recuerdos de su infancia. A pesar de crecer sin un padre, había sido un niño feliz. A lo lejos se asomaba Tuve-Säve, uno de los suburbios más populares de Gotemburgo, a donde siempre le provocaba cierta nostalgia volver, como si llevase años sin hacerlo. Cuando la gente a su alrededor comenzó a moverse, se dirigió hacia la zona de desembarco, donde lo esperaba el auto que había rentado para moverse en la ciudad mientras duraba la investigación.

Recorrió las callecitas angostas sin apuro, disfrutando del paisaje. La casa, emplazada a muy pocos metros del Park Resort Sankt Jörgen, era una construcción de madera de dos plantas, con un enorme patio trasero y un jardín que daba a la calle. Había sido su madre quien con sus propias manos había plantado las rosas y los geranios que ahora florecían con esplendor. Aquellas flores la enorgullecían tanto como cualquiera de las obras de arte que lograba restaurar.

Se apeó del vehículo, enseguida vio a su madre salir presurosa por la puerta principal. Llevaba puesto un delantal y un pañuelo en la cabeza. Lo asió del rostro y lo contempló largamente antes de abrazarlo.

—¡Cariño, qué bueno que estés aquí!

Mikael la estrechó con fuerza. Se dejó embriagar por el olor a jazmín y a pan recién horneado.

—¿Cómo estás, mamá?

Freya Stevic le sonrió. Unas finas arrugas se marcaban alrededor de sus ojos, tan azules como los de su hijo.

—Bien, hijo. Ahora que estás aquí mucho mejor. Tenemos tanto de que hablar —se prendió a su cintura y lo condujo hacia la casa.

—Mamá, hablaremos, pero recuerda que estoy aquí investigando un homicidio —le dijo mientras se agachaba para pasar por el marco de la puerta.

—Claro que lo sé, pero eso no va a impedirte que pases rato con tu madre. Te he preparado biff à la Lindström para el almuerzo y pastel de queso.

Mikael sonrió. Le agradaba ser consentido de aquella manera, como si todavía fuera un niño.

—El desayuno está listo. —Freya lo arrastró hacia la cocina—. Hay pan casero, mermelada de higo y bollitos de canela recién sacados del horno.

Al teniente se le hizo agua la boca. Se sentó frente a una taza de café humeante, dispuesto a saborear las delicias que su madre había preparado para recibirlo.

La conversación primero giró en torno al trabajo de Freya en el museo y en las anécdotas que siempre involucraban a alguna de las tías de Mikael. Tenía tres: Gloria, Adele y Veena. Cada una de ellas había estado presente durante el crecimiento del teniente. Él las adoraba. Pasaría a verlas antes de regresar a Mora.

—Hablé con Pia y sé lo del divorcio —le soltó ella, de repente.

Lo tomó desprevenido. Se la quedó mirando. Freya le acarició la mano.

—Fue lo mejor, cariño. Lo de ustedes no iba a ninguna parte. —Movió la cabeza de un lado al otro—. Que Dios me perdone, pero el divorcio era la única salida posible. Pia me agradaba, aunque siempre creí que no era la mujer adecuada para ti y no lo digo desde el lugar de una madre sobre protectora; esas cosas se huelen. Viendo lo sucedido, tenía razón.

—Espero realmente que sea feliz; Pia se lo merece.

—Y tú también. —Lo escudriñó, quería ver a través de sus ojos, pero Mikael desvió rápidamente la mirada—. No ha pasado mucho desde la separación, aunque, si te conozco, estoy segura de que ya tienes a algún prospecto por ahí, ¿me equivoco?

Mikael bebió un gran sorbo de café. Cuando la pausa se hizo insoportable, Freya lo apremió a responder:

—¡Habla, hijo, no me dejes así! Estás dando vueltas como cuando tramabas alguna travesura y no querías que me enterara.

La comparación le arrancó una sonrisa al teniente. Su relación con Greta no era un juego de niños. Por primera vez en su vida, avizoraba un futuro con la mujer que amaba. Ni siquiera con Pia se había sentido así.

—Se llama Greta y estamos juntos desde hace un par de meses.

El rostro de la mujer se iluminó.

—Dime más, quiero saber todo de ella.

La siguiente hora, Greta se convirtió en el tema principal de la conversación entre madre e hijo. Antes de que Mikael se marchara para empezar con la investigación, Freya deslizó, como quien no quiere la cosa, su deseo de conocer pronto a la muchacha.

* * *

Greta ingresó en la redacción del Falu Kuriren y se anunció en la recepción. La mujer, una rubia delgadísima de pómulos salientes y ojos demasiado pequeños, le dijo que, si no tenía cita previa, el señor Drachenblut no la recibiría. No esperaba aquel contratiempo. Debía regresar al pueblo al mediodía. Sin embargo, ya que había llegado hasta allí, no podía irse sin antes hablar con el periodista.

—Por favor, señorita. Es importante que hable con él; dígale que vengo desde Mora especialmente a verlo. —Acompañó sus palabras con una de sus mejores sonrisas.

La recepcionista, con cara de fastidio, volvió a levantar el tubo del intercomunicador. Segundos después, la acompañaba a la oficina de Espen Drachenblut. Se hizo un a un lado para dejarla pasar. Apenas Greta puso un pie dentro del recinto, el periodista se levantó de su silla como un resorte y avanzó hacia ella.

—¡Vaya, pero si eres tú! —Se plantó frente a la pelirroja y, nuevamente, como lo había hecho la vez que se habían topado en la comisaría, la contempló de arriba abajo. Se detuvo en su rostro y le sonrió—. ¿A qué debo el placer de tu visita? ¿Greta, verdad?

Ella asintió, le devolvió la sonrisa.

—Necesito hablar con usted, señor Drachenblut.

—Espen, por favor —le pidió al tiempo que ponía una mano en su cintura para acompañarla hasta el sillón de dos cuerpos en donde se acomodaron.

Tenía que ser convincente, si no quería que su viaje hasta Falun resultara un absoluto fracaso. Se sentía intimidada por aquel hombre inmenso, de voz profunda, que se la comía con los ojos.

—Espen, en realidad, he viajado hasta aquí porque me han encomendado la misión de sonsacarte información —manifestó ante el asombro de su interlocutor.

—¿Eres policía?

Greta no sabía cómo iba a reaccionar si le decía que sí; tal vez le pediría una identificación o quizá fuera suficiente con su palabra. Sin embargo, no podía arriesgarse y echar su plan por la borda.

—No, mi padre lo es. El inspector Lindberg; creo que ya lo has conocido.

—Así es, fue él quien me interrogó la vez pasada. —Se puso más cómodo, subió una pierna encima del sillón—. ¿De verdad te ha enviado hasta aquí para que suelte el nombre de mi fuente?

Greta asintió.

—Bueno, debo reconocer que la idea no me desagrada en lo más mínimo. —Los ojos del periodista descendieron por su cuello hasta detenerse en el escote del vestido.

Ella sonrió para sus adentros: si le seguía el juego, podía tener éxito.

—La policía cree que tienes algo que ver con el homicidio del doctor Metzgen —dijo sosteniéndole la mirada, estudiando su reacción.

Espen Drachenblut ni siquiera se inmutó.

—¿Has oído lo que dije?

—Sí. Y me parece absurdo que sospechen de mí cuando mi única participación en el hecho es haber tenido el privilegio de ser quien dio la primicia sobre la identidad de la víctima.

—Tienes que reconocer que llama la atención que te hayas enterado tan pronto… —dejó en suspenso su oración con la esperanza de que él la interrumpiera y, con suerte, le soltara un poco de información.

—Ventaja de ser un periodista intrépido, que no se detiene ante nada para conseguir lo que se propone. —Sus labios se curvaron en una sonrisa que pretendió ser seductora, pero que a ella le pareció demasiado arrogante.

Aguanta Greta, te has metido en este embrollo porque así lo has querido, síguele la corriente; lo tienes comiendo en la palma de tu mano, se dijo a sí misma para darse ánimos.

—Y a un periodista intrépido como tú no le gusta compartir lo que sabe —afirmó mientras enroscaba el dedo en el tirabuzón rojizo que caía a un costado de su rostro. Se mojó los labios adrede; sabía el efecto que podía causar aquel gesto.

—¿Qué estarías dispuesta a ofrecer a cambio de revelarte el nombre de mi fuente, Greta? —la desafió al tiempo que, con la mano que descansaba en el sillón, le rozaba el codo.

—No sabía que el chantaje formara parte de tus habilidades como periodista —lo cuestionó.

Él soltó una carcajada.

—Me gusta tu temperamento, pelirroja; ya te lo he dicho.

—Tengo carácter fuerte y, al igual que tú, no me detengo ante nada con tal de conseguir lo que quiero.

Tras respirar hondo para tomar coraje, se movió en el sillón, lo que hizo que el ruedo del vestido subiera unos cuantos centímetros por encima de su rodilla. Él se inclinó hacia delante. Greta creyó que para besarla. Sin embargo, Espen se puso de pie y puso distancia entre ambos.

—Necesitaba comprobar hasta dónde estabas dispuesta a llegar —le dijo metiéndose las manos en los bolsillos—. Eres intrépida, y eso te hace mucho más interesante.

Si antes se había sentido incómoda por el papel que estaba jugando, ahora la carcomía la vergüenza. Iba a decir algo, pero él se lo impidió.

—No digas nada. —Rodeó el escritorio y la contempló—. El esfuerzo que has hecho viniendo hasta aquí para tratar de seducirme, aprovechándote de mi admiración por ti, merece al menos que te dé un nombre. Eso sí; quiero algo a cambio: la exclusiva del caso. Quiero ser el primero que publique el nombre del asesino.

Ella se levantó y se acercó. El trato le parecía justo.

—Hecho. ¿Quién habló contigo? ¿Fue alguien de la familia, verdad?

Espen Drachenblut asintió.

—Fue Malin Galder. La mujer me vendió la información a cambio de una módica suma de dinero —explicó.

¡Claro! ¿Cómo no lo había pensado antes? La cuñada del doctor no se caracterizaba precisamente por tener escrúpulos, mucho menos a la hora de aprovecharse de cualquier situación que la pudiera beneficiar.

Cuando Espen la invitó a almorzar, declinó la invitación en forma amable, más por pena que por prudencia.

Ya tenía lo que había venido a buscar.

* * *

Tynnered, en el extremo oeste de la ciudad era uno de los pulmones verdes de Gotemburgo, un suburbio apacible con casas de madera y edificaciones bajas que se erigía cerca del Báltico. Mikael tenía el nombre de la residencia de ancianos donde estaba ingresada la tía enferma de Malte Metzgen y hacia allí se dirigió tras almorzar con su madre. No le llevó más de treinta minutos llegar al lugar. Giró en Briljantgatan y estacionó el auto de alquiler frente al edificio de cinco plantas al otro lado de la calle.

Le bastó mostrar su placa para que accedieran a facilitarle la lista de pacientes. No era demasiado extensa, ya que el lugar era uno de los más caros en la ciudad. Su frustración aumentaba a medida que leía los nombres: no había nadie llamado Marguerite Henriksson. Revisó la lista para cerciorarse, pero fue inútil. Allí nadie conocía a la mujer. Pasó el resto de la tarde recorriendo la zona, visitando cada una de las residencias, pero fue en vano. Su visita al hotel Riverton, donde, según Telma, se hospedaba el doctor cada vez que viajaba a Gotemburgo, también fue infructuosa. Se marchó de mal humor después de que la recepcionista le informara que Malte Metzgen había llamado el mismo día de su viaje para cancelar la reservación.

Las veinticuatro horas que el doctor había transcurrido en la ciudad eran un completo enigma. No sería sencillo reconstruir sus últimos momentos cuando los pocos datos que tenían solo conducían a un callejón sin salida.

Sin perder tiempo, se comunicó con Mora para ponerlos al tanto de la situación. Inmediatamente, Karl dispuso reiniciar los interrogatorios y, ante la sugerencia de Nina, empezarían por quién creían, sabía más que nadie de la vida del doctor: Telma Apelgren.

* * *

Unos cuantos adolescentes se habían aglomerado en las afueras del pueblo para beber cerveza y competir en una carrera de motocicletas. Greta aminoró la marcha cuando notó que, entre algunos de ellos, se había armado una trifulca. Había dos chicos en el suelo, enfrascados en una pelea, mientras los demás, a su alrededor, vitoreaban sus nombres, instigándolos a continuar.

Reconoció a uno de los muchachos que peleaba: era Klint Rybner y, al parecer, llevaba las de perder. Su contrincante se le había montado encima y le daba puñetazos en el rostro. Nadie hacía nada por detenerlo; por lo tanto, decidió intervenir. Dejó aparcado el Mini Cabrio a un lado del camino y se bajó a toda prisa. A empellones logró llegar hasta el escenario de la pelea. Los adolescentes apenas le prestaron atención. No fue sino hasta que se agachó y tironeó del cabello al grandulón que estaba sometiendo a Klint que todos dejaron de gritar.

—¡Hey! ¿Qué haces? —Retrocedió y se llevó la mano a la cabeza mientras observaba a la mujer que acababa de humillarlo de aquella manera.

—Deberías meterte con alguien de tu tamaño —le recriminó. Extendió el brazo hacia Klint y lo ayudó a levantarse—. ¿Estás bien?

El muchacho asintió. Tenía unos cuantos magullones en el rostro y la camiseta rasgada. Aceptó con agrado que Greta le pasara el brazo alrededor de la cintura mientras lo conducía hacia su automóvil. Se acomodó en el asiento del acompañante y, enseguida, se llevó la mano a la boca del estómago.

—¿Qué hacías con ese grupo de chicos? ¿Son tus amigos? —le preguntó mientras ponía en marcha el Mini Cabrio.

—No, pero me metí con la hermana de uno de ellos. —Trató de sonreír. Los músculos de la cara le dolían demasiado para hacerlo. Solo pudo emitir un quejido lastimoso.

—Te voy a llevar al hospital, puedes tener una costilla rota —anunció Greta que se desvió de su camino en dirección al Lasarett.

—¡No; al hospital, no! —Klint saltó de su asiento—. Les avisarían a mis padres y no quiero preocuparlos. Estoy bien, créeme; no son más que unos cuantos moretones y el orgullo herido.

—Déjame al menos que te lleve a mi apartamento para curarte esas heridas —sugirió—. Así no estarás tan estropeado cuando llegues a casa.

—¿Harías eso por mí?

—Por supuesto, no me cuesta nada.

Klint recostó la cabeza en el asiento y la observó.

—Gracias, Greta. Eres un ángel —dijo con expresión soñadora.

Ella le sonrió; luego, volvió a concentrarse en el camino.

Les llevó solo unos cuantos minutos llegar a la zona comercial. La librería ya había cerrado, así que subieron directamente al apartamento.

—Ponte cómodo. Iré a buscar el kit de primeros auxilios.

Klint recorrió el salón con la mirada. No se sentó a esperarla, sino que se acercó a la enorme biblioteca que abarcaba toda una pared y que estaba abarrotada de libros. Había de todo: desde novelas hasta poesía. A él le gustaban los libros de aventuras. Sonrió al ver una buena colección de Julio Verne.

—¿Te gusta Verne?

Klint giró sobre sus talones cuando escuchó la voz de Greta.

—Mucho. Viaje al centro de la tierra es mi favorito.

—El mío es La isla del tesoro. —Dejó el botiquín y una camisa limpia sobre la mesita—. Ven, acércate.

Klint se sentó a su lado y dejó que Greta le curara las heridas. Tenía manos de hada. Cuando el alcohol le escoció la piel lastimada, ella sopló suavemente para aliviar el dolor. Le colocó unos apósitos en el corte que tenía en la frente y en el del mentón.

—Ten —le entregó la camisa—. Es mía, espero que no te dé pena usarla.

Klint vaciló un instante antes de quitarse la camiseta. Lo hizo lentamente porque el dolor de espalda era más intenso de lo que pretendía demostrar. Greta vio un gran moretón en uno de sus costados.

—Todavía pienso que deber ir al hospital, Klint. No sabemos si tienes algo roto.

—Estoy bien —insistió él a pesar del dolor.

Cuando se movió para tomar la camisa, Greta notó una mancha alargada en su abdomen, al lado del ombligo.

Tenía forma de bastón, y ya la había visto antes.