CAPÍTULO 18
Lasse le dio una honda calada al cigarrillo mientras contemplaba el cuerpo desnudo de Hanna que se movía por la habitación. Ella se recogió el pelo con un broche y se dio vuelta.
—¿No quieres acompañarme? —preguntó con una sonrisa seductora—. Se me ocurren un par de cosas que podemos hacer debajo del agua.
Él sonrió. La oferta era sumamente tentadora, pero necesitaba relajarse. Los últimos dos días habían sido los más intensos de su vida. Hanna se las ingeniaba para que pudieran verse sin que nadie se diera cuenta de nada. Con cada encuentro, la pasión aumentaba.
—Te espero aquí —le dijo mirándola fijamente. Ella le lanzó un beso con la mano y se metió en el cuarto de baño.
Lasse aplastó el cigarrillo en el cenicero y colocó ambas manos detrás de la cabeza. Sus labios se ensancharon en una sonrisa. Lo que tenía con Hanna era increíble. Al mismo tiempo, le daba miedo volver a involucrarse con una mujer al punto de poner en juego su corazón. Lo había hecho en el pasado, y había salido mal. Ella no le exigía nada: solo pasaban buenos ratos juntos. No estaba seguro de si quería dar el siguiente paso, el de blanquear la relación delante de los demás. De seguro, su madre sería la más sorprendida, aunque, conociéndola, luego del impacto de la noticia, organizaría una gran cena para celebrar el acontecimiento. Ignoraba cómo reaccionarían los padres de Hanna. Nunca habían hablado demasiado sobre el tema. Cuando se encontraban, lo menos que hacían era hablar. Cerró los ojos y aspiró con fuerza. Toda la habitación olía a su perfume. Observó las sábanas arrugadas: su cuerpo reaccionó frente a los recuerdos de lo que habían hecho apenas unos minutos antes.
No quería admitirlo, pero, tal vez, con Hanna, estaba dispuesto a arriesgarse. Con ella no quería nada a medias. Ambos eran adultos y podían hacer de sus vidas lo que quisieran. Pensó en Greta y en el teniente Stevic que hacían malabares para poder verse a escondidas de su tío. No quería algo parecido. Hanna era libre; él, también. Los pocos años que los separaban no escandalizarían a nadie, ni siquiera a las viejas chismosas del pueblo.
Se movió inquieto bajo las sábanas. Extrañaba el contacto de su piel, así que saltó fuera de la cama y se metió en el cuarto de baño a hurtadillas. La silueta de Hanna se recortaba contra la mampara de cristal ahumado. Se acercó y la deslizó suavemente para no hacer ruido. Ella estaba de espaldas y no tuvo oportunidad de girarse hacia él ya que la aprisionó entre sus brazos.
Las manos de Lasse rápidamente descendieron por su vientre, se detuvieron entre sus piernas. Cuando ella sintió los dedos del muchacho en su interior, se recostó sobre su pecho y sonrió complacida.
* * *
El tren llegó a destino poco después de la cinco de la mañana. Mikael dobló uno de los márgenes del libro para seguir leyendo más tarde. Buscó la maleta en el compartimiento; se dispuso a bajar. Las seis horas que duraba el viaje las había aprovechado para avanzar con la lectura de La trayectoria del boomerang. Mientras más conocía a Lady Derwent, más se convencía de que Greta no iba a quedarse quieta, mientras él estuviera alejado de Mora. La joven protagonista de la novela era sin dudas un fiel reflejo de la pelirroja. Estaba convencido de que si la autora viviera, se habría inspirado en Greta para crear a su personaje. No sabía si darle las gracias a Lasse o recriminarle el hecho de haberle regalado precisamente esa novela. Cada vez que Frankie Derwent se inmiscuía donde no debía, pensaba en Greta y en lo que le había propuesto antes de su viaje.
Había poco movimiento en la estación a esa hora, por lo que no tuvo inconvenientes en encontrar un taxi disponible. Se recostaría en un hotel y dormiría un poco. Había descansado algo en el tren, pero quería reposar algunas horas. De todos modos, el primer ferry hacia Tuve-Säve partía recién a las siete de la mañana. Había hablado con su madre antes de pasar por el apartamento de Greta, y ella no lo esperaba hasta media mañana.
Cerró los ojos y respiró hondo. El aire de mar le llenó los pulmones. No fue hasta ese momento que se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos Gotemburgo. Desde las excursiones por el Skanberget, uno de los dos bosques mayores con vista panorámica de la ciudad, hasta las noches de juerga con sus amigos en el pub más concurrido de Avenyn, el coqueto boulevard que iba desde el antiguo foso que defendía la ciudad al pie de los muros fortificados hasta Götaplatsen, la plaza flanqueada por el Museo de Bellas Artes, la Sala de Conciertos y el Teatro municipal.
Le indicó al taxista el nombre del hotel. Contempló las luces de Gotemburgo como si la viera por primera vez.
El vehículo dobló hacia Parkgatan. El Allén estaba ubicado justo en la esquina. El edificio, que ostentaba tres estrellas, no era de los más modernos de la ciudad, pero su fachada de ladrillos rojos lo hacía agradable a la vista. Además, según Ingrid, quien se había encargado de hacer la reservación por él, le había comentado de la buena relación calidad-precio del lugar y de los servicios que ofrecía a sus huéspedes. Entre ellos: té, café y pasteles de cortesía. El vestíbulo no era muy grande, aun así, había un buffet, un living en el centro y un ordenador con conexión gratuita a internet en uno de los rincones. Tras registrarse, fue conducido a su habitación, en el tercero y último piso. Le dio una propina al botones y se arrojó encima de la cama.
Nada mal, pensó. El colchón era más mullido que el suyo. Había una televisión de pantalla plana de grandes dimensiones enfrente. La puerta del cuarto de baño estaba abierta. La vista desde la ventana no era la gran cosa, pero no podía quejarse.
Se daría una ducha y se echaría a dormir un rato. Antes de partir hacia la casa de su madre, llamaría por teléfono a Greta.
* * *
Greta bebió el café de prisa, guardó dentro de la alacena el pedazo de pastel de chocolate que ni siquiera había tocado. No tenía tiempo que perder, además, le venía bien no acumular más calorías a la dieta ni grasa en sus caderas. Su rutina matutina de footing se había visto interrumpida por la ola de calor que venía azotando a la región desde hacía semanas. Esperaba volver al ejercicio cuando el clima se lo permitiera. Miró su reloj. Quería llegar a Falun temprano para que Lasse no resintiera su ausencia en la librería, pero, al paso que iba, sería complicado ocultarle la excursión.
Marcó el número de su móvil, pero le saltó el contestador. ¿Dónde diablos se había metido? Faltaban quince minutos para abrir Némesis y no había señales de él. Corrió hasta su habitación para terminar de arreglarse, con la esperanza de que Lasse llegara de un momento a otro. Se puso un vestido de algodón color verde y se recogió el pelo en una trenza. Trató de esmerarse en el maquillaje. Sin embargo, cuando se encontró frente a la barra de sombras que le había regalado Hanna, se sintió una completa inútil. ¡Cuánta falta le hacía su amiga! Ella sabía combinar los colores y elegir el apropiado para su tono de piel. Se decidió por la más suave para no exagerar. Se pintó los labios con un rouge rosado. Engalanó sus pies con unas sandalias negras que la hacían ver más alta. Se puso unas cuantas gotas de su perfume favorito. Quería causar una buena impresión. Cuando se miró en el espejo, quedó conforme.
Tomó el bolso y, tras cerciorarse de que no olvidaba nada, bajó a la librería. No tenía más remedio que quedarse a esperar a que su primo apareciera. Tarde o temprano, averiguaría qué le ocurría. Encendió el ordenador para leer la edición on-line del Falu Kuriren. No se mencionaba el homicidio de Malte Metzgen. La agónica victoria del Falu FK sobre el Hofor AIF con un golazo de una de sus estrellas, Joakim Stenlund, ocupaba la primera plana. Revisó el pronóstico del tiempo; dejó escapar un soplo de fastidio cuando leyó que el calor agobiante continuaría aún durante al menos las próximas dos semanas. «El infierno en la tierra» había titulado el redactor de turno para describir el clima inusual que no solo afectaba a Mora, sino también a toda la provincia.
Alzó la vista cuando escuchó las llaves en la puerta. Lasse ingresó a Némesis silbando una canción de Bon Jovi. Le sonrió y rodeó el mostrador para saludarla con un beso.
Es demasiada alegría para un martes por la mañana, pensó.
—¡Vaya! ¿Adónde vas tan emperifollada, prima? —la escudriñó de arriba abajo, mientras ella se calzaba el bolso en el hombro.
—No es de tu incumbencia, primo —respondió con ironía—. Yo podría preguntarte de dónde vienes y, sin embargo, no lo hago.
Lasse se quedó mudo. No esperaba que Greta se hubiera dado cuenta tan pronto. Jamás debió subestimar el poder de su intuición. Si con ese poder podía resolver un crimen, era más que obvio que no le costaría nada averiguar que algo le estaba ocultando.
—Trataré de regresar antes del mediodía; si no lo hago, encárgate tú de cerrar. —Se dirigió hacia la salida cuidando de no tropezar con la alfombra—. Llama a la distribuidora y diles que envíen una remesa más de la última novela de Jo Nesbø. El hombre murciélago se ha vendido como pan caliente y nos estamos quedando sin ejemplares.
—Está bien, los llamaré ahora mismo. Cuídate —le pidió antes de verla salir de la librería. Sea donde fuera que estuviera yendo su prima, sabía que tenía relación con la muerte de Malte Metzgen.
No bien se metió en el Mini Cabrio, su móvil comenzó a sonar. Era Mikael. Vaciló un instante antes de responder. Él iba a preguntarle seguramente qué estaba haciendo, y ella no tendría más remedio que mentirle. Sacó el teléfono: lo sostuvo en la mano durante unos cuantos segundos. Podía simplemente ignorarlo y excusarse más tarde con él alegando que se había quedado sin baterías; sin embargo, sabía que Mikael insistiría hasta conseguir hablar con ella. Respiró hondo como una forma de prepararse para lo que viniera.
—Hola, Mikael. ¿Cómo estás? Te extraño… —lo saludó, toda melosa, en su afán de no levantar sospechas. Su estrategia no funcionó y, durante los próximos segundos, el teniente la acribilló a preguntas.
—¿Por qué tardabas tanto en contestar el teléfono? ¿Dónde estás, Greta?
—En la librería, dónde más. ¿Has visto la hora que es? —retrucó para evadir su interrogatorio.
—Greta, sabes perfectamente que le puedo pedir a Cerebrito que rastree tu teléfono para comprobar que me estás diciendo la verdad —le advirtió.
La pelirroja se quedó boquiabierta.
—¡No te atreverías!
Cuando Stevic no respondió, comprendió que lo haría sin ningún miramiento.
—Está bien, tú ganas —dijo, por fin, aceptando su derrota—. En este preciso momento estoy saliendo hacia Falun para hablar con Espen Drachenblut. Sé que puedo conseguir que suelte el nombre de su fuente, Mikael.
—¡Eres realmente única, Greta Lindberg! —exclamó desde el otro lado de la línea.
—¡Eso exactamente le dice Joyce a Miss Marple en La huella del pulgar de San Pedro!
—¿Es esa una de las novelas de Agatha Christie? No la recuerdo.
—En realidad es uno de los cuentos que aparece en Miss Marple y trece problemas —le explicó.
—Si tu intención es desviar la conversación, no lo vas a conseguir —le advirtió.
Por el tono de su voz no fue capaz de discernir si estaba enfadado o solo resignado.
—Déjame intentarlo, ¿qué puede salir mal?
—Lo ignoro; eso es lo que más me preocupa —respondió tras un hondo suspiro—. Lo que sí puedo imaginar es la reacción de tu padre cuando se entere.
—No tiene por qué saberlo —saltó la pelirroja—. Al menos, no hasta que sea absolutamente necesario.
—Y cuando eso ocurra, ¿a quién va a culpar?
Ahora fue ella quien se quedó callada.
—Mikael, no tiene por qué culparte a ti. Fue mi decisión y puedo explicarle que tú no estuviste de acuerdo con mi visita a Falun, que incluso me prohibiste que lo hiciera —lo tranquilizó.
—Claro, díselo. Luego, muy tranquila, le sueltas que tú y yo estamos juntos. —Se arrepintió de inmediato de sus palabras. Estaba furioso porque, una vez más, Greta había hecho oídos sordos a sus advertencias. Era él quien debía hablar con Karl y enfrentar las consecuencias de verse a escondidas con su hija—. Lo siento, pelirroja.
Greta se mordió el labio inferior. Era su culpa que Mikael reaccionara de esa manera y se enfadara por su molesta costumbre de informar los hechos una vez consumados.
—No, perdóname tú a mí. No debo entrometerme en la investigación y siempre termino haciendo lo contrario, pero es más fuerte que yo. Debe de estar en mis genes.
—Creo que si hubieras seguido la tradición de los Lindberg de convertirte en policía, no serías tan intuitiva —reconoció el teniente—. Me fascina discutir los casos contigo y barajar hipótesis. Lo que no me gusta es que tomes la iniciativa y pongas en riesgo tu vida.
—Te amo, Mikael —lo interrumpió ella, descolocándolo por completo.
Greta sonrió cuando él se quedó sin palabras.
—¿Por qué no esperas a que vuelva y vamos juntos a Falun? —sugirió; cedía por primera vez en la charla. Bastaba que ella le declarase su amor para que él se ablandara.
—No hace falta, puedo hacerlo sola —le aseguró—. Estaré de regreso en Mora cerca del mediodía. ¿Cuándo planeas volver de Gotemburgo?
—No lo sé todavía. Supongo que me llevará al menos un par de días recopilar datos sobre la última visita del doctor; además, mi madre tratará de retenerme el mayor tiempo posible —manifestó con una sonrisa.
Greta habría querido decirle que se moría de ganas de conocerla, pero no era el momento de hacerlo. Desde que Mikael le había contado que la mujer había tenido que criarlo sola tras la muerte de su padre, que había luchado por mantenerlo junto a ella, cuando sus abuelos paternos querían arrebatárselo, sentía curiosidad por Freya Stevic. Había visto una fotografía de la mujer y era la versión femenina de Mikael, con el cabello dorado y los ojos claros. Sabía que trabajaba como restauradora en el Museo de Arte de Gotemburgo y que practicaba esgrima.
—¿Hablamos esta noche entonces?
—Sí, quiero que me cuentes con lujo de detalles cómo te va con el tal Drachenblut. No cometas ninguna tontería, Greta. No sabemos si el sujeto está involucrado en el homicidio o solo es demasiado celoso con su trabajo.
—No te preocupes por mí, sé cuidarme sola. Hasta la noche, teniente.
—Cuídate, pelirroja.
Greta se quedó con el móvil pegado a la oreja hasta que escuchó el click al otro lado de la línea.
* * *
Recortó las letras del periódico con cuidado y las colocó una al lado del otro hasta formar ese nombre.
Una hoja en blanco descansaba en un rincón de la mesa ratona. Siguió buscando y recortando. Los jirones de papel se iban amontonando a su alrededor. Mientras lo hacía, su cuerpo se balanceaba hacia atrás y hacia delante en un movimiento acompasado, como poseído por alguna especie de espíritu que le controlaba los impulsos y las emociones.
Parecía que ya no ejercía poder sobre lo que hacía o pensaba.
Comenzó a tararear una vieja canción que le traía recuerdos de cuando todavía la maldad no había irrumpido en su vida para destrozarle los sueños.
El único objetivo que tenía, ese que hacía que deseara abrir los ojos cada mañana, era castigar a quienes tanto daño le habían hecho.
Tomó la hoja en blanco y la colocó en el centro de la mesa. La expresión de su rostro fue cobrando vida mientras las letras negras formaban primero palabras; luego, las frases que tantas veces había recreado en su mente.
Su sed de venganza no se detendría… No hasta que ellos pagaran.