CAPÍTULO 17

Nina se secó el sudor de la frente con un pañuelo. Hacía al menos cinco minutos que estaba allí, parada en la puerta de la casa de Telma Apelgren esperando a que la mujer se dignara a abrirle.

Cuando pensaba que su viaje hasta allí había sido en vano, oyó ruido en el interior de la propiedad. Luego, nuevamente el silencio.

—Señorita Apelgren, sé que está ahí. Abra, por favor. Soy la sargento Nina Wallström y necesito hablar con usted. —Se sentía ridícula hablando con una puerta, pero no pensaba marcharse sin hablar con la mujer.

Finalmente, no supo si por cortesía o por temor a ser citada en la comisaría, Telma se apiadó de ella y la invitó a pasar, poniéndola a salvo del abrasador sol de las seis de la tarde.

La condujo a través de un pasillo en cuyas paredes colgaban adornos hechos con flores secas. Emanaban un olor dulzón y penetrante. El salón era pequeño, con piso de linóleo color ladrillo y una chimenea de piedra blanqueada. Unas mantas tejidas al crochet en colores azules y naranjas contrastaban con la sobriedad de los sillones de pana gris.

Telma se sentó primero, luego le hizo señas a la sargento para que se ubicara frente a ella. Nina movió uno de los cojines y se acomodó en el extremo del sillón. Vio que la mujer se ponía de pie nuevamente.

—Disculpe, sargento, no le ofrecido nada para beber.

—No se preocupe, señorita. Estoy bien así —le dijo mirándola fijamente.

Telma vestía, sobria, de negro y llevaba el cabello bien estirado en una coleta en lo alto de la cabeza. Las ojeras pronunciadas y la extrema palidez de su rostro le daban un aspecto algo lúgubre.

—Usted dirá.

Nina cruzó una pierna encima de la otra. Podía sentir como la tela del pantalón se le pegaba a la piel. Odiaba el calor, y en aquella habitación no corría ni siquiera una gota de aire.

—Ya hemos interrogado a los familiares y a los colegas del doctor Metzgen. Esta mañana en el hospital la busqué, pero no la encontré. Me dijeron que había pedido licencia tras la muerte de su jefe.

—Le informaron bien, sargento. No me siento muy bien y preferí tomarme unos días; además, no sé si ahora que el doctor ya no está, podré continuar desempañándome en mi cargo.

—Comprendo. Dígame, ¿cuánto hace que Malte Metzgen viajaba a Gotemburgo? —Notó como la garganta de la mujer subía y bajaba cuando tragaba saliva.

—Hace poco más de seis meses. El primer viaje fue en marzo. Cuando se enteró de que su tía había sufrido un accidente cardiovascular, decidió ir a visitarla. Desde entonces, procuraba hacerlo cada quince días —respondió sin siquiera detenerse para respirar.

—Sten Metzgen nos ha dicho que él era el único miembro de la familia en visitarla. ¿Sabe por qué tenía tanto interés en la salud de una tía que, según tengo entendido, apenas conocía?

No contestó enseguida. Deslizaba el dedo índice por el puño de su camisa en un movimiento mecánico. Nina se dio cuenta de que estaba buscando una respuesta en su mente.

—El doctor era un hombre muy responsable. La señora Henriksson era el único lazo que lo unía a su madre muerta; supongo que no podía desentenderse de ella —manifestó.

Parecía conforme con lo que acababa de decir, como si hubiera recitado el guión de una película a la perfección.

—¿Usted se encargaba de preparar todo cada vez que el doctor tenía que viajar?

Telma asintió.

—Así es. Se hospedaba siempre en el mismo hotel porque prefería quedarse en Gotemburgo para no tener que conducir de noche. Odiaba viajar en avión —explicó.

—Necesito que me dé el nombre del hotel donde se hospedaba.

La pregunta descolocó a la mujer. Apretó los labios y desvió la mirada por un instante.

—Señorita Apelgren, ¿me escuchó?

—Sí… por supuesto —balbuceó—. Es que ahora no lo recuerdo. Debo tener el nombre apuntado en la agenda que está en mi escritorio, en el hospital.

Le mentía y quería saber por qué.

—Telma… —Tuvo la certeza de que llamándola por su nombre de pila haría que la mujer abandonara esa postura de frialdad con la cual se había disfrazado para responder solo lo que le convenía—. No le creo que no sepa el nombre del hotel, cuando hace meses que hacía las reservaciones para su jefe. Puede responder aquí, en la tranquilidad de su salón, o venir conmigo a la comisaría —le advirtió. Si no funcionaba ser amable con ella, usaría métodos más drásticos.

Telma la miró, con los ojos desmesuradamente abiertos, lo que le dio a su rostro una expresión aún más patética.

—No lo recuerdo —insistió.

¿Por qué se negaba a darle un dato tan insignificante como el nombre del hotel donde se hospedaba el doctor cada vez que viajaba a Gotemburgo?

—Haga memoria, Telma. No voy a irme sin esa información —le dijo, intimidándola con sus penetrantes ojos negros. Pudo ver como un par de gotitas de sudor caían por la frente de la mujer.

—Riverton —soltó por fin—. El doctor se hospedaba en el Hotel Riverton.

—Muy bien —respondió satisfecha la sargento—. ¿Hay algo más que pueda decirme sobre Malte Metzgen?

Telma negó con la cabeza.

—¿Notó algo raro antes de su último viaje?

—No, el doctor estaba como siempre.

—¿Alguna amenaza o algo que pudiera poner en riesgo su vida?

La mujer volvió a negar con la cabeza. Había conseguido sacarle el nombre del hotel; sin embargo, dudaba de que pudiera obtener algo más de ella. Telma Apelgren se mostraba reticente a colaborar y no tenía una excusa válida para arrastrarla hasta la comisaría. Si había usado ese argumento había sido para asustarla. Legalmente, no tenía ninguna razón para llevarla; solo una corazonada: la fuerte sensación de que esa mujer le estaba ocultando algo.

Resignada, no tuvo más remedio que marcharse. En el trayecto de regreso a la comisaría, llamó a Stevic y le dio el nombre del hotel. El teniente salía para Gotemburgo esa misma noche, aunque por el tono apático de su voz, era evidente que no le hacía ninguna gracia abandonar el pueblo.

No se lo dijo, pero, de seguro, al igual que ella, sospechaba que Karl lo único que buscaba con aquel viaje era apartarlo de Greta.

* * *

A Greta le costó contener la risa cuando, a través de la ventana de Skype, apareció Josefine Swartz. La mujer seguía manteniendo un gusto bastante exagerado a la hora de combinar su atuendo. Lo poco que pudo ver Greta le bastaba para no querer ver más. La parte superior de su traje de baño era de una tonalidad verde fluorescente y un aro de madera unía las copas en el centro, lo que le realzaba los pechos. Nadie sabía exactamente cuántos años tenía la talentosa escritora de misterio. Había leído en una ocasión que, en cada uno de sus contratos, exigía que nunca se hiciera pública la fecha de su nacimiento. Greta calculó que debía tener la edad de su padre, aunque aparentaba mucho menos. No solo por su afán de vestir ropa para gente más joven, sino también gracias a los millonarios tratamientos de belleza a los cuales se sometía y que no eran secreto para nadie.

—Hola, querida. ¿Cómo estás?

Cuando sonrió, Greta pensó que esa dentadura, de un blanco inmaculado, era perfecta para un comercial de pasta dentífrica.

—Bien, Josefine, ¿y usted?

La mujer deslizó sus gafas por el puente de su nariz y abrió bien grande los ojos.

—Greta, ¿es que acaso no hay sol en Mora? ¡Estás más blanca que el documento de mi procesador de texto cuando no se me ocurre nada potable qué escribir! Debes salir un poco más, sacar la cabeza de los libros y divertirte. ¡Si yo tuviera tu edad! —exclamó antes de soltar un suspiro.

—En cambio usted está estupenda, Josefine. Se ve que el aire de la isla le ha sentado bien —rebatió para evitar a toda costa tener que hablar de sí misma o darle la razón.

—La verdad que sí, no me puedo quejar; aunque, en este momento, me encantaría estar allí, en el ojo del huracán, para enterarme de todo. ¡Cuéntame! ¿Han surgido nuevas pistas?

—Muy pocas. Es más, la investigación está en un punto muerto. Se descartó al sospechoso principal, después de que comprobaron que su auto no era el que estuvo implicado en el homicidio.

—¿Quién era?

—Sten Metzgen, el hermano de la víctima, quien además tenía un amorío con la viuda. La noche en la que el doctor fue asesinado estaba con ella, en su cama —le relató Greta consciente de que esos detalles eran los más jugosos—. Por supuesto, la policía creía que ese era un buen móvil para cometer el crimen, sobre todo cuando se enteraron de que también heredaría una buena cantidad de dinero que les había dejado su madre; dinero que el pobre ni pudo oler en los últimos años, ya que su hermano había sido asignado para administrarlo.

—Sin dudas, el sujeto tenía buenos motivos para querer deshacerse del doctor —alegó Josefine.

—Yo creo que el asesino también sabía todo eso y lo usó en su propio beneficio. —Desde la ventana de Skype, Josefine la miró intrigada, pero no pudo decir nada ya que Greta no se lo permitió—. Sten Metzgen no era más que la cabeza de turco; quien está detrás del homicidio quería que pensáramos que era él el asesino, por lo tanto, tiene que ser alguien cercano al doctor, que sabía de sus movimientos ese día.

—Interesante teoría, Greta, aunque yo no me apresuraría a descartar al hermano tan pronto. Como dices, motivos no le faltaban y, tal vez, la noche del crimen se acostó con su cuñada, convirtiéndola en la coartada perfecta. —Se llevó una mano a la barbilla y guardó silencio durante unos segundos—. Es muy posible, incluso, que la mujer esté complotada con él, y que hayan contratado a alguien para que hiciera el trabajo sucio por ellos. Precisamente en El misterio del hombre del sombrero, una de mis primeras novelas, la trama criminal giraba en torno de unos amantes que se deshacían de uno de los esposos para cobrar el dinero del seguro.

Greta asintió. Lo había leído hacía poco y, si bien era una historia atrapante, haber descubierto al asesino en los primeros capítulos le había restado cierta emoción a la lectura. Por supuesto, nunca se lo había comentado.

—No lo sé. Yo vi a Felicia Nielsen muy afectada por la muerte de su esposo. —La hipótesis de Josefine no la convencía—. La hija y el yerno del doctor aseguran que alguien los ha estado siguiendo; por eso, la policía al principio creía que Willmer Ivarsson era el blanco del asesino. Era su auto el que conducía el doctor esa noche.

—Sí, la prensa lo mencionó desde un primer momento —manifestó la escritora.

—Sin embargo, parece que ya lo han descartado.

—Veo que estás muy bien informada, Greta. ¿Ha sido Karl quien te ha puesto al tanto de la investigación? Lo dudo —se dijo a sí misma—. Me inclino a pensar que ha sido el teniente Stevic, ¿estoy equivocada? ¡Tienes a ese hombre prácticamente a tus pies!

Greta no supo si le molestaba más el hecho de que se refiriera a su padre por su nombre de pila o que insinuara que usaba a Mikael para sonsacarle detalles del caso.

—Una tiene sus contactos —respondió sin entrar en detalles. ¡Lo único que le faltaba! ¡Qué Josefine Swartz, quien apenas había permanecido en el pueblo unos pocos días, se sumara a la lista de las personas que sospechaban que el teniente y ella estaban juntos!

Siguieron barajando hipótesis a diestra y siniestra. Una vez más, no lograban ponerse de acuerdo. Cerca de las diez, Josefine se despidió porque tenía una cita en la piscina del hotel con un renombrado político de la región. Según sus propias palabras, el hombre, unos cuantos años menor que ella, era un «potro salvaje en la cama». Greta habría preferido no enterarse de las peripecias amorosas de la escritora, aunque imaginarla seduciendo a un joven, con su labia y su estrambótica manera de vestir le causaba gracia.

Fue a la cocina a beber un vaso de agua y a cerciorarse de que Miss Marple no estuviera haciendo de las suyas. La encontró en su jaula, meciéndose en la hamaca, en completo silencio. Cuando llamaron a la puerta, la lora empezó a inquietarse. Greta sabía que era Mikael, que, de seguro, pasaba a despedirse antes de marcharse a Gotemburgo. Le resultaba increíble que Miss Marple presintiera su presencia de aquella manera. Con Stefan había sido diferente. Él había logrado ganarse su afecto; sin embargo, se ponía histérica cada vez que él le gritaba a Greta por culpa de los celos irracionales. Abandonarlo y regresar al pueblo había sido bueno para las dos.

Dejó el vaso y se dirigió al salón. Cuando abrió la puerta, Mikael sostenía, en la mano derecha, una pequeña maleta. Greta le hizo lugar para que pasara. Una vez dentro, dejó el equipaje en el suelo y la atrapó entre sus brazos. Ella se recostó en el pecho de él y cerró los ojos. Le agradaba su loción de afeitar. Lo iba a extrañar mientras estuviera en Gotemburgo.

—¡Cómo me gustaría poder quedarme a pasar la noche contigo, pelirroja! —exclamó después de soltar un suspiro.

—Esta noche eres el teniente Stevic, el subordinado del inspector Lindberg, y debes acatar su decisión. —Lo miró con sus intensos ojos azules y le sonrió.

Mikael tomó el rostro de Greta con ambas manos; la contempló un instante antes de besarla. No estaría fuera del pueblo por mucho tiempo, pensaba regresar a lo sumo en un par de días; aun así, sabía que extrañaría su boca o el sonido de su risa. Deseaba hacerla suya más que nunca esa noche, quizás en un acto de rebeldía hacia Karl por alejarlo de ella. Sin embargo, apenas había tenido tiempo para pasar a verla antes de subirse al tren.

Ella le acarició el abdomen por encima de la camisa. Luego, cuando introdujo una mano en el pantalón, él dio un respingo. Ella ponía a prueba el buen juicio de Mikael, el mismo que le decía que tenía un tren que tomar y una misión que cumplir. No podía hilar dos pensamientos coherentes, mientras Greta se frotaba contra él. La asió de la cintura y la empujó contra la puerta. Con un movimiento rápido, le levantó la falda. Ella separó las piernas y se pegó más a él, dándole a entender que no tenía ninguna intención de dejarlo partir todavía.

Después de que logró quitarse el cinturón, Greta se encargó de tironearle los jeans y la ropa interior hacia abajo. Se amoldó a su cuerpo, arqueándose hacia delante, mientras una de sus piernas subía por el muslo del teniente. Él le besó el cuello y fue por más. Los pezones femeninos sucumbieron a la tibieza de su lengua, irguiéndose debajo de la tela de la blusa. Mikael la levantó del suelo y Greta enroscó las piernas alrededor de su cadera. Se aferró con fuerza a los hombros de quien la sostenía, cuando él le dio la primera estocada. La segunda fue más intensa y la siguiente la dejó sin aliento. Mientras sus cuerpos se estremecían con violentos estertores, volvieron a besarse.

Mikael abandonó sus labios por un segundo porque deseaba decirle que la amaba mirándola a los ojos. Después de que Greta le dijera lo mismo, se prendió a su boca una vez más.

Minutos después, todavía con los cuerpos temblorosos, se acostaron en el sillón de la sala. Ella encima de él, con la cabeza apoyada en el pecho de Mikael. Él miró el reloj. Tenía apenas media hora para llegar a la estación a tiempo.

—No te vayas —le pidió ella arrebujándose contra él a sabiendas de que era inútil que se lo pidiera.

—Sabes que no puedo, Greta.

—¿Por qué no envió a alguien más a Gotemburgo? —preguntó en señal de protesta. Si hubiera tenido a su padre frente a ella en ese momento, le habría dicho muchas cosas. En su cabeza incluso ya tenía armada una conversación con él. Claro que una cosa era imaginarla y otra muy distinta llevarla a cabo.

—Supongo que haber vivido allí durante más de treinta años me jugó en contra esta vez —dijo medio en broma, medio en serio.

—¿Crees realmente que puedas lograr averiguar algo allí?

—Espero que sí. El caso se ha estancado. Nina no ha conseguido nada con la secretaria del doctor, y la coartada de Sten Metzgen parece demasiado sólida como para revocarla. —Le acarició el cabello, luego su dedo bajó hasta curvatura de su hombro—. Mientras yo investigo los últimos movimientos de Malte Metzgen, los demás se encargarán de Espen Drachenblut. Todavía hay algunos cabos sueltos con respecto a él.

Greta se incorporó y lo miró. Él entrecerró los ojos. Conocía aquella mirada intrigante y hacia dónde podía conducir.

—¿En qué piensas?

—Tal vez yo pueda lograr que Drachenblut cuente lo que sabe. Te dije el otro día que me lo topé en la comisaría y, al parecer, le causé una muy buena impresión.

—¡Ni se te ocurra! —saltó el teniente.

—¿Te acuerdas de Herr Gudnasson y Harald Grimås?

Mikael asintió. ¡Por supuesto que los recordaba! Ambos se habían rendido al encanto de la pelirroja cuando investigaban las muertes de Annete Nyborg y Camilla Lindman. Habían bastado una sonrisa y una caída de ojos para que aflojaran la lengua.

—Bueno, podría hacer lo mismo con el periodista. Tú mismo me dijiste que no habían conseguido mucho cuando lo interrogaron. Estoy segura de que yo podría hacer que hable —afirmó confiada en que tampoco le costaría nada persuadirlo a Mikael para que se lo permitiera.

—No. Te lo prohíbo terminantemente.

Ella dibujó círculos en su pecho haciendo presión con los dedos.

—¡Detente! —La asió de la muñeca. No iba a dejarse convencer tan fácil—. Piensa en la reacción de tu padre si se entera, Greta. Mantente alejada de ese sujeto, ¿de acuerdo?

De mala gana, ella asintió. Minutos después, Mikael partió rumbo a la estación no sin antes prometerle que la llamaría apenas llegara a Gotemburgo. De Greta, en cambio, se llevó la promesa de que no metería su nariz en el caso, al menos hasta que él volviera.

Cuando la miró por última vez, antes de subirse al auto, tuvo el fuerte presentimiento de que solamente él cumpliría lo que había prometido.