CAPÍTULO 12
Greta había cenado algo liviano en compañía de Miss Marple. La lora seguía comportándose de un modo extraño. Había rechazado un buen trozo de manzana fresca y no había parloteado desde que había llegado de la librería. Si la situación empeoraba, no tendría más remedio que llevarla al veterinario.
Después de darse una ducha, se puso un vestido corto de algodón y se recogió el cabello con una coleta. Ni siquiera se maquilló. Sabía que a Mikael no le gustaba que se produjera demasiado y, para qué negarlo, emperifollarse no era lo suyo. Eso sí, no podía faltar su perfume favorito. Unas gotitas detrás de las orejas y entre los pechos era más que suficiente.
No habían acordado una hora, así que Mikael podía llegar de un momento a otro. Decidió esperarlo en la sala. Se llevó la laptop y aprovechó para revisar sus notas para la próxima reunión del Club de Lectura que estaba pautada para el lunes. Vio el nombre de Louise Rybner anotado en rojo y entonces recordó que había prometido darle un ejemplar de la novela que estaban leyendo para que se pusiera al día con las demás. La mujer no había aparecido todavía, por lo tanto, se acercaría a su tienda a la mañana siguiente y de paso la inscribiría oficialmente en el club.
Abrió el correo electrónico y vio el mail de Josefine. Lo releyó antes de responderle. «Josefine…», no, mejor no; «Querida Josefine». Después del encabezado, el resto salió solo:
De: Greta Lindberg <greta@nemesis.se>
Enviado: Viernes, 20 de julio de 2012 – 08:56:37 p.m.
Para: Josefine Swartz <detective_writer_diva@leopard.se>
Asunto: Re: Noticias de Mora
Querida Josefine,
me da gusto saber que le está yendo tan bien en Dinamarca. No conozco la isla, aunque seguramente es tan paradisíaca como la describe.
Aquí en Mora no se habla de otra cosa que no sea de la tragedia que ha golpeado a los Metzgen. Esta mañana asistí al funeral del doctor. No le conté, pero soy amiga de su hija. La pobrecita está a punto de dar a luz, y la muerte de su padre en tan terribles circunstancias la ha dejado devastada.
Nadie ha barajado todavía ningún nombre. Como se imaginará, la policía trata por todos los medios de mantener la investigación en secreto, así que una tiene que apañárselas como pueda. No se habla todavía de sospechosos ni tampoco se sabe cuál es el móvil del crimen. Aunque hay ciertos detalles que, al menos, llaman la atención. Apuesto que serían ingredientes que no podrían faltar en una de sus tantas novelas, Josefine. Una mujer enamorada en secreto de su jefe; una relación extramatrimonial. Supongo que solo hay que tirar del hilo para ver qué se esconde en la madeja.
Bueno, no le quito más su tiempo; de seguro, estará ocupada con su novela. A propósito, Pernilla Apelgren ha escrito también una y me la dejado para que la lea. Tiene planeado enviársela a su editora. ¿Se acuerda de ella, verdad? Habló con usted el día de la firma. Se ha inscripto también en el Club de Lectura. A propósito, ¿qué le parecería organizar una charla con las chicas vía Skype? Piénselo con calma.
Le mando un abrazo y que siga bien.
Greta
Lo envió y cerró la laptop. Miss Marple apareció por la puerta de la cocina. Le había dejado la jaula abierta, y la lora se había decidido a salir. La observó en silencio. La lora se acercó a ella dando pequeños saltitos; se trepó al sillón. Greta fingió no verla. Miss Marple comenzó a balancearse hacia un lado y hacia el otro al tiempo que picoteaba la borla de uno de los cojines.
—¿Tienes hambre? —le preguntó sin poderse contener. Era imposible estar enfadada con ella por mucho rato.
—¡Almendras! ¡Almendras! —pidió batiendo sus alas.
—Espera. —Fue en busca del frasco de las almendras y, cuando regresó, le dio solamente una. Después de haberse portado mal, no se merecía más. Si quería comer, tenía el cuenco de semillas lleno—. No quiero que, además de un ataque de celos, te de una indigestión —manifestó acariciándole la cabeza.
Se sentó junto a ella y bostezó.
—¡A dormir! ¡Greta! ¡A dormir!
Sonrió. Miss Marple tenía razón. Necesitaba dormir, pero más deseaba ver a Mikael. Comprobó la hora por enésima vez. ¿Dónde se había metido? No iba a esperarlo en la cama, porque, seguramente, la vencería el sueño, así que decidió pasar el rato haciendo algo constructivo. Bajó a la librería y fue directamente hacia el mostrador. Metió la mano debajo, con el brazo estirado hasta el fondo, y sacó el cuaderno rojo.
Regresó al apartamento en un santiamén. Se cruzó de piernas en el sofá y tomó un bolígrafo. A su lado, Miss Marple se acicalaba el plumaje.
Lo abrió y pasó rápidamente las páginas escritas. Buscó una página en blanco y anotó una fecha: «17 de julio». Debajo, escribió el nombre de Malte Metzgen.
* * *
La imprevista llegada de Malin Galder frustró los planes de Mikael de abandonar temprano la comisaría para encontrarse con Greta esa noche. Después de intentar hablar con la mujer en dos oportunidades sin ningún resultado, se aparecía en el momento menos oportuno.
—Buenas noches, señora Galder. Tiene usted razón. Hemos interrogado a todos los miembros de la familia, solo nos faltaba usted.
Arrojó el cigarrillo al piso y enseguida encendió otro.
—Estoy dispuesta a responder a sus preguntas, lo único que le pido es que no me lleve a una sala de interrogatorios. Me sentiría muy incómoda, además esta terrible jaqueca que todavía me aqueja. —Se tomó la cabeza para dar énfasis a sus palabras—. Supongo que no es un lugar demasiado agradable.
—No se preocupe, venga conmigo.
La condujo hasta su oficina y, una vez dentro, movió la silla para que se sentara. La mujer vaciló un instante, pero finalmente accedió a tomar asiento.
—¿Quiere beber algo?
—No, gracias.
Mikael prefirió quedarse de pie. Rodeó el escritorio y repasó mentalmente lo que había averiguado Nina sobre la mujer. No quería que se le escapara ningún detalle.
—Bien, empecemos por lo más simple, señora Galder…
—Malin, por favor —le pidió.
—Malin, ¿cuándo fue la última vez que vio a su cuñado?
—La mañana del martes, antes de que se fuera. Me levanté, y él se preparaba para salir.
—¿Notó algo fuera de lo común?
Negó con la cabeza. Mikael dudaba de que la mujer pudiera notar algo si estaba borracha o con resaca.
—Tengo entendido que era su cuñado quien se encargaba de pagar los gastos de su tarjeta de crédito.
Los avezados ojos de la mujer barrieron el escritorio del teniente. Se mostró molesta cuando no encontró un cenicero. Como adivinó cuál era su intención, él le alcanzó el cesto de basura.
—Veo que no han perdido el tiempo, teniente.
Mikael ignoró el comentario mordaz y se dispuso a continuar con el interrogatorio.
—¿Por qué el doctor se hacía cargo de solventar sus gastos, Malin?
Ella le dio una última pitada al cigarrillo y arrojó la colilla en el cesto antes de responder.
—Si oyera los chismes que circulan por todo el pueblo, no me haría esa pregunta. Según la gente de este maldito lugar, soy la culpable de que mi esposo haya quedado en la ruina. —Cruzó una pierna encima de la otra de manera elegante, con altivez—. Sten ha vivido los últimos años de la caridad de su hermano, encargado de administrar los bienes de la familia, porque Malte decidió dedicarse a la medicina. Es evidente que no lo ha hecho bien. Los Metzgen han estado en el mundo de las bienes raíces desde hace muchísimos años y, tras el fallecimiento de mi suegro, le tocó a mi esposo seguir adelante con el negocio, mientras Malte se hacía de un nombre y de una cuantiosa fortuna, primero como obstetra y, luego, como uno de los ginecólogos más prestigiosos de la región. —Sonrió con ironía—. Una mala inversión por aquí, otra por allá, y el negocio se vino a pique. Sten no tuvo más remedio que malvender las pocas propiedades que quedaban para pagar a los acreedores. Malte nos ha mantenido durante todos estos años; creo que eso no es secreto para nadie.
Mikael no tenía por qué dudar de las palabras de la mujer; sin embargo, había algo en ella que le indicaba que no le estaba diciendo toda la verdad.
—¿Por qué su cuñado canceló su tarjeta unas semanas antes de ser asesinado?
Malin se encogió de hombros.
—Supongo que se hartó de mantenerme.
—¿Usted no se lo reclamó?
—No, teniente, no lo hice. Con la cantidad que Malte le pasaba a mi esposo, vivimos bien.
Le estaba mintiendo y quería saber por qué.
—¿Y qué va a pasar ahora que el doctor ha muerto?
—Mi esposo heredará parte del dinero de su madre. Ilse Metzgen estipuló en su testamento que la fortuna se dividiría entre los dos hermanos. Ella fue testigo de las malas inversiones de Sten; por lo tanto, nombró albacea de todo su patrimonio a Malte. Ahora que ha muerto, la mitad que siempre le correspondió pasará a sus manos de pleno derecho.
Stevic alzó las cejas.
—¿Se da cuenta de que lo que acaba de decirme pone a su esposo en la lista de sospechosos?
Sonrió con ironía al ver la expresión en el rostro del teniente.
—Sé que es un motivo muy poderoso para querer asesinar a mi cuñado. Créame, sin embargo, cuando le digo que Sten no tiene las agallas para hacer semejante cosa.
—¿Dónde estaba él la noche en la que el doctor fue asesinado?
—En casa, por supuesto.
—¿Está segura?
—Sí. Había bebido un poco, pero le puedo jurar que Sten estaba en la cama cuando me acosté.
No podía confiar en su testimonio.
—¿Qué auto conduce su esposo?
—Un Škoda Yeti.
La respuesta de Malin dibujo una sonrisa casi imperceptible en los labios del teniente. Sten Metzgen tenía un utilitario y un poderoso motivo para querer deshacerse de su hermano. ¿Dónde quedaba entonces la hipótesis de que el doctor había sido víctima de una equivocación? Ya no estaba tan seguro de que Willmer Ivarsson fuera el objetivo del asesino. Este nuevo indicio apuntaba nuevamente a Malte Metzgen.
Despidió a Malin y le aconsejó que no abandonara el pueblo.
—Si hubiera podido, me habría largado de este lugar hace mucho tiempo —le respondió la mujer con ironía, mientras se alejaba por el pasillo de la comisaría a toda prisa.
Con aquel nuevo indicio en el caso, irrumpió en la sala de comandos donde Karl y Nina lo esperaban.
—¿Y bien? —preguntó el inspector.
—Malin Galder me explicó por qué su cuñado solventaba sus gastos, pero no pudo o no quiso explicarme por qué canceló su tarjeta tan solo un par de semanas antes de morir. —Se pasó la mano por la cabeza, para acomodarse el cabello, pero volvía a caerle sobre la frente—. Sin embargo, me soltó un dato bastante jugoso: su esposo tiene un utilitario. Un Škoda Yeti. Es un modelo parecido al que se ve en el video, aunque no podemos estar seguros hasta que no lleguen los resultados de las pericias que Cerebrito mandó a hacer a Estocolmo.
Karl lo amonestó con la mirada por referirse al joven Bengtsson con aquel apelativo.
—¿Tiene Sten Metzgen algún motivo para asesinar a su hermano? —preguntó Nina.
Mikael se dirigió a su compañera.
—Según los dichos de su esposa, con la muerte del doctor, Sten pasa a tomar posesión de parte de la fortuna que le heredó su madre después de que Malte Metzgen administrara los bienes durante todos estos años.
—¿Entonces el doctor no murió por error?
—No lo creo —respondió el teniente—. Malte Metzgen siempre fue el objetivo de nuestro asesino.
—¿Y qué hay del auto que seguía a su yerno? Tanto Willmer Ivarsson como su esposa aseguran que alguien los estaba siguiendo. Si mataron al doctor precisamente el día que conducía el Indigo 3000, tiene que ser alguien cercano a su entorno, ¿sino cómo estaría al tanto de ese detalle?
Las dudas que planteaba la sargento eran válidas. Había muchos cabos sueltos todavía, por eso lo más prudente era seguir barajando las dos hipótesis hasta que una de ellas cayera por su propio peso.
—Sten Metzgen tenía un motivo y, si comprobamos que la camioneta del video es la suya, también un medio para cometer el crimen; ahora solo nos falta saber si tuvo la oportunidad —manifestó Karl curvando los labios en una sonrisa. Parecía que el caso se empezaba a encaminar—. Mientras esperamos novedades de Estocolmo centrémonos en el hermano. De todos modos, hasta no estar seguros, mantengamos la vigilancia de los Ivarsson.
Nina tomó una carpeta que estaba encima de la mesa y sacó una fotografía de Sten Metzgen. Se dirigió con paso enérgico hacia la pizarra y la pegó en la mitad derecha, donde iban acumulando información sobre las personas de interés que iban surgiendo en el caso. La colocó en la parte superior, dejando a Drachenblut en segundo lugar.
* * *
Felicia Nielsen apretó la mano de su hija con suavidad. Por fin, la muchacha dormía plácida después de haber estado dando varias vueltas en la cama por culpa de una pesadilla. Suspiró hondo cuando miró su vientre. Esa tarde, en el Lasarett, el obstetra había sido claro y rotundo: si Anne-lise no guardaba reposo, su hija corría el riesgo de no nacer; Felicia había estado de acuerdo con el doctor. Incluso se había atrevido a hacer una broma: «soy una de las más afamadas promotoras del parto humanizado, y mi hija va a dar a luz en un hospital». Aún faltaban tres semanas para el alumbramiento, y ella se encargaría de cuidarla y de mimarla hasta que el momento del parto llegara.
El perfume dulzón de las flores se impregnó en sus fosas nasales. El ama de llaves había colocado, junto a la ventana, uno de los tantos cestos de condolencias que habían llegado a la casa desde que se supo la trágica muerte de su esposo.
Aún no lo podía creer. Malte y ella habían estado juntos por más de treinta y cinco años. Se habían conocido cuando ambos hacían la residencia en un hospital de Estocolmo. Seis meses después de ese café en el bar que frecuentaban, Malte le había pedido matrimonio y ella, sorprendida pero segura de lo que sentía, le había dicho que sí.
No sería sencillo acostumbrarse a su ausencia. Había pasado más de la mitad de su vida al lado de él. Se amaban y se complementaban en todo. Sin embargo, de repente, sin saber cuándo y por qué, todo había cambiado.
Malte fue encerrándose en sí mismo y ella se había dado cuenta de que no era feliz; al menos, ya no lo era a su lado. Miradas esquivas y silencios prolongados fueron minando su matrimonio hasta que un día ya no hubo nada que decir; tampoco un motivo para mirarse a los ojos y sonreír.
Lo iba a extrañar. Estaba segura de que lo haría, pero también daba gracias por no tener que seguir fingiendo.
El quejido de su hija la sacó de su ensimismamiento. Se reclinó hacia delante y le tocó la mejilla.
—¿Cómo te sientes, cariño?
Anne-lise, con un gran esfuerzo, se sentó en la cama.
—Mejor, mamá. —Tomó la fotografía de la mesita de noche y acarició el rostro de su padre a través del cristal. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas—. He vuelto a soñar con él.
—Hija, no te hace bien angustiarte. El doctor Haugaard teme por tu salud y por la de mi nieta —dijo al tiempo que le quitaba el portarretrato de las manos. Se levantó y lo colocó encima del chifonier—. Comprendo que lo extrañes, cariño, pero a Malte no le gustaría verte así.
La muchacha se acarició el vientre. Desde el desmayo lo hacía a cada rato, para cerciorarse de que su bebé siguiera moviéndose.
—No puedo sacarme de la cabeza lo último que me dijo, mamá. Lo sentí abatido y desesperado.
—Anne-lise, es normal que tu última conversación con él te afecte de esa manera. Tu padre se ponía melancólico últimamente y…
—No —la interrumpió. Apoyó lo dicho negando enérgicamente con la cabeza—. Algo lo angustiaba. Creo que habló conmigo para despedirse —agregó con el tono de voz muy bajo.
Se hundió en la cama. Cerró los ojos en un vano esfuerzo por detener el llanto. Las últimas palabras de su padre resonaban en su cabeza una y otra vez. «Te quiero, cariño, no lo olvides nunca. No importa lo que te digan de mí, nunca dudes de lo mucho que te amo».
Era una despedida.
Cada vez se convencía más de que su padre sabía que iba a morir.