CAPÍTULO 11

Tras la conversación con Pia, Greta decidió pasar a visitar a Anne-lise para saber cómo se encontraba en vez de regresar a Némesis. Le avisó a su primo por teléfono y, de inmediato, notó que algo le molestaba.

—¿Pensabas ir a algún lado? —le preguntó mientras aminoraba la marcha para permitirle el paso a un grupo de turistas que se dirigían al mirador.

—Greta, aunque te cueste creerlo, tengo una vida afuera de esta librería. Pensaba reunirme con algunos amigos —respondió sin entrar demasiado en detalles. No podía decirle que su intención era pasar por el estudio fotográfico de Hanna para confirmar si las insinuaciones que le había hecho tras su regreso de Vrångö eran reales o se las había imaginado. Correría el riesgo. La rubia le gustaba y le gustaba mucho. Le importaba muy poco la diferencia de años que existían entre ambos; siempre se había sentido atraído por mujeres más grandes que él y presentía que, para Hanna, tampoco sería un problema.

—¿A qué hora quedaste con tus amigos?

Lasse, perdido en sus propios pensamientos, no le respondió.

—¿Lasse, me oyes?

—Sí… perdón. No acordamos una hora determinada, solo íbamos a juntarnos para pasar el rato —dijo siguiendo con la farsa.

—Está bien. Prometo estar allí antes de las cinco así puedes irte temprano. ¿De acuerdo?

—¡Gracias, Greta. Eres un encanto! —Y cortó sin darle chance de decir nada más.

El piropo que le lanzó la hizo reír. Estaba demasiado entusiasmado como para que solo se tratara de una reunión con amigos. Comenzaba a sospechar que Lasse estaba saliendo con alguien. Si era así, se alegraba mucho por él. Después de haber estado enamorado de Annete Nyborg y de sufrir, primero por causa de su desprecio, luego, por la terrible muerte de la vendedora, era hora de que volviera a interesarse en serio en alguna otra mujer.

¿De quién se trataría? ¿La conocería o sería una de las tantas turistas que habían invadido el pueblo las últimas semanas? Preguntas que revolotearon en su mente mientras avanzaba por las callecitas de Mora hacia el coqueto barrio donde vivían los Metzgen.

Vio el Volvo de Mikael estacionado fuera de la casa. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Llevaban sin verse las últimas cuarenta y ocho horas. No habían hablado tampoco desde el regreso de Pia. Soltó un suspiro. Por un segundo, pensó en marcharse. La última vez que se habían cruzado había sido precisamente en aquel mismo lugar. Él la había tildado de entrometida, y ella se había justificado alegando que se había acercado hasta allí para acompañar a una amiga. Ahora volvía. Mikael no iba a creerle que solo se preocupaba por Anne-lise.

Tomó coraje y se bajó del Mini Cabrio. Atravesó el sendero que conducía al porche. Un par de minutos más tarde, el ama de llaves la invitó a pasar, pero le advirtió que Anne-lise no podía atenderla porque estaba contestando las preguntas de la policía. Greta se sentó en una de las dos sillas estilo Tudor que engalanaban el vestíbulo y se dispuso a esperar. Observó su reloj. Las cuatro y diez minutos. Quería cumplir la promesa que le había hecho a Lasse, pero no iba a marcharse sin ver a antes a Anne-lise.

—Señorita Lindberg, ¿desea beber algo mientras espera? —le preguntó el ama de llaves deshaciéndose en una sonrisa.

—No, gracias. Estoy bien así.

Cuando se quedó a solas, se levantó y empezó a recorrer el pasillo para admirar las reproducciones de obras de arte que colgaban de las paredes. Se quedó admirando la excelencia de El infierno de Dante de William Blake. La pintura le traía gratos recuerdos. Su madre había colgado una pequeña réplica en el estudio donde solía encerrarse a escribir cuando ella era pequeña. Después de su muerte, ya no volvió a verla. ¿Qué habría hecho su padre con la pintura? Se lo preguntaría cuando lo viese.

Miró hacia la puerta que daba al salón. Permanecía cerrada. Siguió admirando la colección de arte para ver si así los minutos pasaban más rápido. De pronto, la quietud que reinaba en la casa se vio interrumpida por una voz masculina al fondo del pasillo. Avanzó lentamente en dirección a la habitación de dónde provenía y se detuvo frente a una puerta entreabierta.

—¡Si lo haces, me aseguraré de que te arrepientas el resto de tu vida! ¿Me oyes?

Era Sten Metzgen y, al parecer, estaba furioso. No escuchó a nadie responderle, así que supuso que hablaba por teléfono.

—¡Te lo advierto! ¡Mantén la boca cerrada!

Greta pegó un salto, cuando oyó un fuerte chasquido al otro lado la puerta. Luego, solo hubo silencio. Cuando escuchó pasos en el interior de la habitación supo que debía irse, pero otra voz la obligó a permanecer allí, pegada contra la pared.

—¿Crees que se atreva a hacerlo?

Reconoció a Felicia Nielsen.

—No lo sé, querida.

Sten ya no hablaba obnubilado por la furia; más bien, parecía abatido. Corría el riesgo de ser atrapada; sin embargo, Greta se acercó más y se asomó.

El hermano del doctor Metzgen se encontraba de pie junto a la ventana, de espaldas a la puerta. A su lado, Felicia le acariciaba suavemente la mano. Pudo ver que él entrelazaba los dedos a los de ella y le sonreía.

—No sé qué haría sin ti, Sten —dijo la mujer antes de recostarse sobre su pecho.

Greta regresó al vestíbulo antes de que el ama de llaves se diera cuenta de su repentina ausencia.

La escena reveladora que acababa de presenciar no dejaba de darle vueltas en la cabeza. Era evidente que el vínculo entre Felicia Nielsen y Sten Metzgen iba más allá de una simple relación de cuñados.

Se puso de pie de un salto cuando la puerta del salón se abrió y vio salir a Mikael. Con un par de firmes zancadas, él acortó la distancia que los separaba.

—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió plantado delante de ella.

—Hola, Mikael —dijo con una sonrisa, como una forma de aplacar los ánimos—. Anne-lise se desmayó esta mañana en el funeral de su padre y vine a ver cómo se encuentra.

Le estaba mintiendo, aun así, no podía enfadarse con ella. Llevaban dos días sin verse y la extrañaba demasiado como para perder el tiempo en reproches que, sabía, nunca conducían a ningún lado. Lo envolvió el sabor dulzón de su perfume y por un segundo tuvo el impulso de besarla.

—Puedes pasar a verla. Acabo de interrogarla y ha respondido a cada una de mis preguntas con una entereza envidiable. Se suponía que aprovecharía también para hablar con su tía, ya que no se presentó en la comisaría, pero el ama de llaves me dijo que todavía no se ha levantado. Al parecer, es algo habitual en ella —manifestó peinándose el cabello con los dedos.

—Supongo que la pobre tendrá sus razones —comentó mientras recordaba lo que acababa de ver en la biblioteca.

Stevic no pudo pasar por alto esas enigmáticas palabras.

—¿Sabes algo que yo no sé? —la fulminó con la mirada.

Greta se dio cuenta de que tenía un arma poderosa a su favor. Había descubierto un secreto que seguramente bien valía un poco de información sobre cómo iba el caso.

—Tal vez…

Mikael estaba a punto de hacerle un reclamo, pero Greta, que adivinó la intención, se puso en puntillas de pie y se pegó a él, sin importarle que alguien los viera.

—Lo espero esta noche en mi apartamento, teniente. —Se chupó el dedo índice y luego humedeció con él la boca masculina. Ese contacto, tan íntimo y tan apasionado, provocó que todo el cuerpo de Mikael se tensara.

Greta se separó; él la observó alejarse en dirección al salón.

¿Cómo era posible que se sintiera tan vulnerable a su lado? ¿Adónde había ido a parar el recio teniente Stevic; conquistador nato y seductor experimentado? Bastaban unas cuantas horas sin verla para darse cuenta de que estaba perdidamente enamorado de aquella pelirroja impulsiva y entrometida, aficionada a resolver misterios.

Saber que esa noche nuevamente la tendría entre sus brazos, le dibujó una sonrisa en los labios.

* * *

Hanna dejó la cámara Nikon encima del escritorio cuando escuchó el ringtone de su teléfono móvil. Leyó el mensaje de su amiga y resopló: «Hanna, estoy en lo de Anne-lise, no puedo hablar ahora. Luego, debo correr a la librería. Nos vemos mañana».

La había llamado para salir juntas esa noche y, como única respuesta, solo había obtenido aquel breve mensaje. Desde que había retornado de sus vacaciones, apenas se habían visto. Parecía que su flamante amistad con la pobrecita de Anne-lise Ivarsson la había relegado a un segundo plano. Podía aceptar que Greta la dejase de lado por el teniente Stevic, pero no que lo hiciera porque prefería pasar tiempo con la hija del doctor Metzgen.

Se dejó caer en la silla con violencia. Estaba celosa y no le molestaba reconocerlo. Además, se sentía aburrida y no quería terminar la noche del viernes cenando en casa de sus padres. Hojeó rápidamente la agenda. Ya no esperaba a nadie más. El último cliente se había marchado hacía apenas media hora. Miró la repisa en donde colocaba los rollos de fotos. Tenía unos cuantos todavía que revelar, pero se negaba a terminar aquella jornada encerrada en el cuarto oscuro.

La campanilla de la puerta del estudio tintineó. Tal vez se tratara alguien que necesitaba unas fotos de última hora. Se puso de pie y se alisó la falda del vestido. Frente al espejito que tenía detrás del armario, se peinó el cabello con los dedos.

Cuando ingresó al estudio y vio al hombre que estaba de espaldas, contuvo el aliento.

Lasse giró sobre los talones y no dijo nada. La recorrió de arriba abajo sin ningún reparo; ella hizo lo mismo.

Del mismo modo que lo había hecho en Némesis, fue Hanna la que tomó la iniciativa. Se acercó, contoneando las caderas, hipnotizándolo con su andar felino. El magnetismo que se había generado entre ambos era tan intenso que ante el más mínimo contacto, saltarían las chispas. Permanecían en silencio, uno en frente al otro, separados apenas por unos pocos centímetros. También fue Hanna la primera en decir algo.

—Podría decirte que no te esperaba, pero estaría mintiendo —confesó mordiéndose el labio inferior.

—Dudé en venir —respondió Lasse con la voz más ronca de lo normal—; sin embargo, necesitaba saber si no había malinterpretado lo que ocurrió en la librería.

Hanna se alejó hacia la puerta. Echó llave, luego bajó la persiana. Regresó a su lado y buscó su mano.

—Ven.

Lo arrastró hasta su oficina y, una vez dentro, ninguno de los dos pudo contener aquella pasión salvaje e inesperada que los devoraba.

Hanna se pegó al cuerpo de Lasse; él la besó con fiebre, mientras la aprisionaba contra la pared. Ella respondió rodeándole el cuello con las manos. El joven, literalmente, había asaltado su boca, la invadía con la lengua, hurgaba en su interior con ímpetu. Hanna apenas podía sostenerse. Las piernas, como gelatinas, temblaban de deseo. Lo acarició por encima del pantalón al tiempo que abría los muslos para amoldarse mejor a su cuerpo.

Lasse le subió el vestido. La apretó más contra él para que sintiera con qué urgencia la necesitaba. Se arrastraron hasta el sillón donde tantas veces Hanna había echado una siesta y se dejaron caer en él, entrelazados.

Lasse le abrió el vestido y hundió el rostro entre sus pechos. Mordió un pezón, luego el otro. Cuando los tironeó suavemente con los dientes, Hanna gimió, arqueando la espalda hacia arriba. Él se apartó y se deshizo de la presión de los pantalones. Con un torpe y rápido movimiento, Hanna hizo lo mismo con su ropa interior. Antes de penetrarla, Lasse la hurgó con sus dedos, deleitándose con su humedad. Ella apretó los dientes cuando rozó su clítoris y jugueteó con él hasta que su cuerpo se sacudió en un violento espasmo.

—Lasse, por favor —le suplicó al tiempo que con sus manos lo empujaba hacia ella.

—Espera.

Lo vio sacar un paquetito del bolsillo de sus pantalones con dificultad. Agradeció en silencio por su sentido común, porque ella lo había perdido en el mismo momento en el que él había traspasado la puerta del estudio fotográfico.

Hanna ya no consentía tanto tormento; se adelantó a él, atrapó su miembro y lo introdujo dentro de ella. Las intensas embestidas poco a poco fueron aumentando en velocidad. Hanna enroscó las piernas alrededor de las caderas masculinas y Lasse atrapó nuevamente sus labios. Cerró los ojos mientras todo su cuerpo se estremecía. La lengua de Lasse invadía la cavidad de su boca, moviéndose al ritmo de sus estocadas.

Hanna estaba a punto de estallar, pero no quería dejarse ir todavía. Con un ágil movimiento, instó a Lasse a incorporarse. Se sentó a horcajadas encima de él y pasó a dominar la situación. Se mecía hacia arriba y hacia abajo, controlando cada uno de sus movimientos. Lasse hundió el rostro en la curva de su hombro derecho y gruñó con fuerza. Hanna comenzó lentamente a dibujar círculos en su espalda mientras le mordía el lóbulo de la oreja. No supo si los nervios lo habían traicionado o lo había apabullado la pasión desmedida con la que Hanna se había entregado, pero él llegó al clímax primero. Tan solo unos segundos después, Hanna lo alcanzó, mientras su cuerpo se sacudía en un violento estertor.

* * *

En la sala de comandos, se estaban poniendo al día. Cada uno expuso lo que había conseguido en los interrogatorios.

—La viuda dice que la mañana en la que el doctor viajó a Gotemburgo no desayunó con él. La última vez que vio a su esposo con vida fue la noche anterior. —Karl revisó las notas—. Eso fue más o menos a las once. Cuando despertó al día siguiente, él ya se había ido. Asegura que su esposo no tenía ningún enemigo y no sabe quién podría tener un motivo para matarlo. El relato de Sten Metzgen es bastante similar. Él tampoco compartió el desayuno con su hermano, ya que ese martes se marchó temprano a hacer unas diligencias. Vio a la víctima por última vez durante la cena del día anterior. No sospecha de nadie y recalcó que su hermano era un buen hombre.

—Yo descubrí algo interesante con respecto a Malin, la cuñada del doctor —manifestó Nina—. Tiene antecedentes por hurto y estuvo ingresada en un reformatorio hasta que cumplió la mayoría de edad. Malte Metzgen era quien se hacía cargo de cubrir los gastos de su tarjeta de crédito, que fue cancelada hace menos de un mes.

—¿Pudieron interrogarla?

La sargento negó con la cabeza.

—No. No se presentó junto con los demás y, cuando Stevic intentó hablar con ella en su casa, no lo recibió.

Karl miró a Mikael.

—Insistan. Debemos saber por qué el doctor extendió una tarjeta a su nombre y se hacía cargo de los gastos, pero, sobre todo, tenemos que averiguar qué provocó que dejara de pagar poco antes de su muerte.

—Yo me encargo. Mañana la buscaré nuevamente —manifestó el teniente antes de dar un sonoro bostezo.

Karl lo amonestó con la mirada.

—¿Pudiste averiguar algo con la hija de Metzgen?

—Confirmó lo que nos dijo su esposo. Cree que alguien los ha estado siguiendo. Con respecto a Malte Metzgen, dijo que desayunó con él antes de que se fuera. También agregó que cuando la llamó, lo notó angustiado. Aproveché para indagar sobre los dos teléfonos que tenía el doctor, pero Anne-lise se sorprendió mucho cuando se lo mencioné. Le pregunté también por la tía enferma de Gotemburgo. Se llama Marguerite Henriksson y es una prima lejana de la madre de Malte. Anne-lise me dijo que está ingresada en una residencia en el distrito de Tynnered desde hace años y que la única visita que recibía era la de su padre. Felicia y ella ni siquiera la conocen.

—¿No es extraño que su otro sobrino no la visite? Cuando le pregunté a Sten Metzgen sobre la mujer, se mostró algo esquivo. Dijo que no recuerda mucho de ella, que dejó de verla cuando todavía era un niño y que era Malte el único que la visitaba.

A medida que avanzaban en la investigación, se topaban con más dudas que certezas. Habían empezado a barajar seriamente la hipótesis de que Malte Metzgen podía no haber sido el verdadero objetivo del asesino; aun así, debían ser precavidos. Esa vez no querían que se filtrara ningún dato por lo tanto, Karl exigió absoluta reserva. Al hacerlo, miró especialmente a Stevic, porque sospechaba que a él no le costaría nada hablar de más si Greta le tiraba de la lengua. Sin embargo, mientras más indagaban sobre el pasado de Willmer Ivarsson, menos motivos hallaban para que alguien quisiera atentar contra su vida.

Karl se comunicó con la policía de Estocolmo y le pidió a un viejo amigo que echara un vistazo a la base de datos nacional con la esperanza de que allí saltara algún dato que les confirmara que no estaban perdiendo el tiempo con una línea investigativa que los conduciría indefectiblemente hacia un callejón sin salida. Pero no fue así.

Tan solo un par de horas después, el inspector recibió una llamada de la capital. No había ningún agujero en el expediente de Ivarsson. Graduado con honores, recomendado por sus profesores y respetado en el ámbito profesional. Tal vez lo único extraño era el hecho de que hubiese abandonado un futuro prometedor en una ciudad llena de oportunidades para poner un estudio contable en un pueblito como Mora. Nina, enseguida, lanzó la teoría de que tal vez había decidido instalarse allí para no alejar a Anne-lise de su familia. Se habían casado un año antes y parecían estar felices por la llegada de su primer hijo. Nada en su pasado o en su presente justificaba que alguien quisiera asesinarlo. Los dos únicos hechos que apuntaban a que Ivarsson podía ser el blanco del asesino eran el auto que había prestado a su suegro y las sospechas de que alguien lo había estado siguiendo. Sospechas que también compartía su esposa, ya que cuando Stevic la había interrogado, Anne-lise parecía estar convencida de lo mismo.

A esa altura, no estaban seguros de nada; sin embargo, no iban a arriesgarse a que el asesino atacara de nuevo. Para prever cualquier eventualidad, Karl envió de inmediato a Thulin y a Bengtsson a montar guardia frente a la propiedad de los Metzgen. Peter se alegró, disfrutaría de la compañía de Miriam y, al menos por esa noche, se evitaría la engorrosa tarea de espiar al teniente Stevic.

Cerca de las nueve, todos estaban extenuados. Mikael en lo único en lo que podía pensar era en que Greta lo estaba esperando. Ingrid se asomó por la puerta y le hizo señas de que saliera. Abandonó la sala de comandos, intrigado por la actitud. De inmediato, descubrió por qué tanto misterio.

Malin Galder se paseaba de un lado al otro del pasillo con un cigarrillo en la mano. Cuando lo vio, se acercó.

—Lamento haber venido a esta hora, pero me dijeron que me ha estado buscando, teniente.