CAPÍTULO 8
Mikael llegó a la comisaría cerca del mediodía. De inmediato, lo pusieron al tanto de la imprevista aparición de Espen Drachenblut y de su extraña actitud. Él llevaba buenas noticias, ya que el juez Fjæstad les había expedido la orden para incautar las cámaras de seguridad de la fábrica de cristales.
Se sirvió un refresco en la máquina expendedora y se dirigió a su oficina. Nina entró detrás de él.
—Karl quiere que obtengamos esas imágenes hoy mismo —le contó después de haberse dejado caer en la silla. Observó a su compañero beberse el zumo de arándanos de un solo sorbo.
—Me parece bien. Solo deja que respire un minuto y nos vamos.
Notó cierta tensión en su semblante. Sabía qué decirle para cambiarle el ánimo.
—Greta vino esta mañana. Le trajo un encargo a su padre, aunque, conociéndola, lo más probable es que haya venido a husmear —dijo con una sonrisa.
Stevic la miró.
—¿Me buscó? —Sabía que se estaba poniendo en evidencia, pero ya no tenía ganas de disimular, mucho menos frente a Nina.
—No lo sé, supongo que sí. ¿Puedo hacerte una pregunta? —No iba a andarse con rodeos. Sospechaba que algo escondía y, aunque no tenía dudas de qué se trataba, prefería que él mismo se lo contara.
Stevic arrojó la lata de refresco vacía en el cesto de la basura y se apoyó en el fichero. Con los brazos cruzados, le clavó la mirada a su compañera. Estaba acorralado, lo sabía. Ya no tenía caso seguir con aquella farsa.
—Voy a ahorrarte la pregunta, Nina —dijo antes de que ella abriera de nuevo la boca—. Greta y yo estamos juntos. Llevamos viéndonos a escondidas desde hace un par de meses.
—No voy a fingir que me sorprende. Estaba claro que acabarían juntos tarde o temprano, es más, me alegro por ambos, aunque creo que deberían hablar con Karl cuanto antes.
Mikael se incorporó de un salto.
—¿Intuye algo?
—Me temo que sí. No me ha dicho nada todavía, pero, con lo pendiente que está siempre de su hija, es normal que se dé cuenta de que algo ha cambiado en ella. ¡Hasta yo lo he notado!
—Greta no quiere que lo sepa aún; yo estaba de acuerdo con ella al principio. —Se acercó hasta el escritorio—. Sin embargo, ya me estoy cansando de toda esta situación.
—Y estás juntando valor para hablar con Karl —manifestó Nina para terminar la frase por él.
Mikael asintió.
—Va a poner el grito en el cielo. Tú mejor que nadie sabes que nunca fui santo de su devoción.
—Lo sé, pero adora a su hija, y, si Greta es feliz contigo, terminará por ceder. Hazme caso, habla con él lo antes posible —le aconsejó a sabiendas de que no sería sencillo para él soltar semejante bomba ni para el propio Karl escucharla—. Si quieres yo puedo tantear el terreno por ti y abogar a tu favor.
El ceño fruncido del teniente se relajó.
—¿Harías eso por mí?
—Por supuesto. Voy a indagar por mi cuenta a ver qué sabe o cree saber; luego deslizaré la posibilidad de que Greta y tú están juntos. Todo de manera muy sutil, por supuesto, para no levantar demasiado alboroto. Déjamelo a mí, yo sé cómo manejar al inspector.
—Gracias, Nina.
Ella sonrió, despreocupada.
—De nada, Stevic. ¡A veces me pregunto qué harías sin mí!
—Probablemente meter la pata una y otra vez —soltó una carcajada y se dirigió hacia la salida—. ¿Nos vamos?
Con pesadez, la sargento se levantó de la silla.
—Sí, pero en el camino me cuentas todo. Quiero saber quién dio el primer paso, cómo hacen para verse a escondidas, quién más lo sabe. —Levantó una mano hacia él; lo señaló con el dedo—. ¡Ah, por supuesto, dónde y cuándo lo hicieron por primera vez!
Mikael se quedó boquiabierto.
—¡No voy a contarte eso, Wallström! —se atajó.
—Ya veremos, Stevic, ya veremos.
Durante el trayecto hasta la fábrica de cristales, tuvo que someterse al feroz interrogatorio de su compañera. Terminó por contarle todo, hasta los detalles más jugosos del romance con Greta. No se arrepintió. Siempre le hacía bien desahogarse con ella, tanto así que también le habló del sorpresivo regreso de Pia y de la decisión que estaba dispuesto a tomar con tal de afianzar la relación con la pelirroja.
Regresaron a la comisaría con las cintas, esperanzados de poder obtener alguna pista firme, pero, tras varias horas de arduo trabajo, revisando minuciosamente los videos, lo único que lograron fue una imagen borrosa de dos vehículos que, cerca de la medianoche, pasaron por la fábrica en dirección al pueblo. Uno era el Indigo 3000 que pertenecía al yerno de Malte Metzgen. El segundo auto, sin dudas, era el que conducía el asesino. Sin embargo, solo pudieron confirmar lo que ya sabían: que se trataba de un utilitario de color oscuro, ya que la calidad de la imagen era desastrosa. Cuando Peter, quien era el experto, intentaba hacerle zoom para poder distinguir la matrícula, se perdía por completo la nitidez. El muchacho les dijo que el software con el cual contaba era algo obsoleto, pero que sabía de alguien en Estocolmo que trabajaba con un nuevo programa de edición y mejoramiento fotográfico, el mismo que utilizaba el FBI. Se comunicó con la capital y, desde allí, le pidieron que les enviaran las cintas originales por correo. Llevaría más tiempo llegar a algún resultado, pero confiaban en que serían los esperados.
Esa misma tarde, los de la funeraria retiraron el cuerpo de Malte Metzgen de la morgue. La edición vespertina del periódico local anunciaba que la familia había decidido incinerar sus restos y esparcir las cenizas en algún lugar que no fue revelado; querían evitar el morbo de los posibles vecinos que se pudieran acercar más para alimentar su curiosidad que para brindarle un último adiós al doctor. El único dato que se había dado a conocer era que la ceremonia se realizaría a la mañana siguiente; por lo tanto, Karl ordenó que, más tarde ese día, se citara a los familiares para comenzar con los interrogatorios.
* * *
Greta se ató el nudo de la bata lo más a prisa que pudo. Cuando llegó a la habitación y sacó el móvil del bolso, el aparato dejó de sonar. Revisó las llamadas perdidas: no había ninguna de Mikael, aunque sabía que era él quien la había llamado. En ese momento, le llegó un mensaje de texto. «Greta, he intentado comunicarme contigo, pero ha sido inútil. Necesito verte esta noche. Es importante. Te quiero».
Sonrió. Ya fuera mediante un mensaje de texto o una llamada telefónica, Mikael nunca se olvidaba de decirle que la quería. Se sentó en la cama y marcó su número. El corazón le dio un vuelco cuando escuchó su voz.
—¿Dónde te has metido, pelirroja?
Advirtió cierta amonestación en sus palabras.
—En ningún sitio. Estoy en el apartamento, acabo de tomar un baño y ahora voy a bajar a la librería —se atajó.
—Te he estado llamando, pero no respondías.
—Lo siento. Estaba sin batería. Acabo de ver tu mensaje.
—Supe que has estado en la comisaría.
—Sí, fui a visitar a papá. Quise pasar a saludarte, pero Ingrid me dijo que no estabas. —Ahora fue ella la que le imprimió reproche a sus palabras.
—Greta, tenemos que hablar. ¿Nos vemos esta noche en tu apartamento?
Se alarmó. Ya no estaba molesto, sino preocupado.
—No puedo, Mikael. Papá me invitó a cenar y acepté. ¿Qué pasa? ¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme? ¿Tiene que ver con la investigación?
—No, Greta, no se trata de la investigación —le aclaró antes de soltar un suspiro de resignación. Parecía que todo se confabulaba en su contra. Podía decirle que Pia había vuelto en ese mismo momento, pero no pudo. Quería hacerlo mirándola a la cara para que ella se diera cuenta de que su esposa ya no significaba nada para él y que, antes de que Pia se marchara de regreso a Falun, le pediría el divorcio—. Hablaremos mañana.
—¿Estás seguro? Puedo pasar por tu apartamento esta noche antes de regresar al mío —sugirió.
—No, mejor no —se apresuró a responder—. Estoy exhausto y necesito recuperar fuerzas.
—Está bien… Como quieras.
—Hasta mañana, pelirroja.
—Hasta mañana, extraño.
Cuando le cortó sin decirle ni siquiera una sola vez que la quería, supo que algo andaba mal. Mientras terminaba de arreglarse, no podía dejar de pensar en eso tan importante que Mikael tenía para decirle.
Se sobresaltó cuando el ringtone del móvil le indicó que tenía un nuevo mensaje de texto. «Greta, la ceremonia es mañana a las nueve. Esparciremos las cenizas de mi padre en el Club de Golf. Cuento con tu presencia. Un abrazo, Anne-lise».
Antes de bajar a la librería, llamó a Pernilla y le pidió el número de su sobrina. La anciana le agradeció infinitamente lo que estaba haciendo por Telma. Antes de colgar, le preguntó si había podido echarle un vistazo a la novela. Greta no supo qué decir. La verdad era que se había olvidado por completo del dichoso manuscrito, así que no tuvo más remedio que mentirle.
—He leído unas pocas páginas, pero ya me tiene completamente atrapada.
Y con esa mentira piadosa disfrazada de elogio, Pernilla se dio por satisfecha.
* * *
Mikael encontró el apartamento sumido en el más completo silencio. Recordó que Pia le había dicho que esa tarde iría a visitar a Felicia Nielsen. Probablemente, todavía no había regresado. Entró a la cocina y encontró una nota pegada al refrigerador.
«Mik, en el microondas tienes la cena preparada, solo tienes que calentarla».
El estómago le rugía de hambre y sonrió cuando vio una porción considerable de patatas trituradas con mantequilla y arenque frito. Unos minutos después, devoraba ese increíble manjar acompañado por una cerveza bien fría.
Arrojó el plato y los cubiertos sucios en el fregadero, pero se dio cuenta de que sería una descortesía hacia Pia que se levantara al día siguiente y encontrara ese desastre en la cocina, así que abrió el grifo y lavó la vajilla. Era lo menos que podía hacer después de la deliciosa cena que le había preparado. Siempre había sido una cocinera excelente. Tenía que reconocer que eso era lo que más había extrañado de ella. Sonaba muy egoísta, pero era la verdad. Su matrimonio había empezado a caer en picada mucho antes de sus constantes infidelidades y, en los últimos tiempos ya nada los unía, ni siquiera ese hijo que ella había cargado en sus entrañas y que nunca llegó a nacer. Él era culpable de muchas cosas y lo aceptaba, aunque Pia también había tenido cierto grado de responsabilidad al querer aferrarse a un matrimonio que ya no tenía salvación. Recordó su ansiedad por convertirse en madre. ¡Cómo si un hijo pudiera recomponer lo que se había roto hacía tanto tiempo! Se habían lastimado mutuamente. Él le había hecho mucho más daño, aun así, había logrado desterrar el sentimiento de culpa que arrastraba desde el aborto. Todavía sentía cariño por Pia; se alegraba de saber que había superado lo sucedido y que comenzaba a forjarse un futuro lejos de él.
Después de secar la vajilla la guardó en su sitio y se bebió otra lata de Crocodile antes de irse a acostar.
Cuando entró en la habitación y encendió la luz, descubrió a Pia durmiendo en la cama. Estaba tendida sobre las sábanas; llevaba un fino camisón de seda roja. Las cortinas se mecían al compás de la brisa que se colaba por la ventana. La contempló. En otra época, se habría lanzado encima de ella para hacerle el amor. Durante los primeros meses de su matrimonio todo iba sobre ruedas, especialmente dentro de las cuatro paredes de aquella habitación. Ella era complaciente en la cama, y él no necesitaba refugiarse en los brazos de ninguna amante. Después, todo empezó a derrumbarse a un ritmo vertiginoso. Pia se obsesionaba cada vez más con tener un hijo por lo que hacer el amor se había convertido para ella en una tarea programada para lograr quedar embarazada. Sus encuentros sexuales se habían vuelto calculados, hasta casi mecánicos; eso, poco a poco, fue la gota que rebasó el vaso. Arrojarse a los brazos de la primera mujer que se le insinuó, fue el segundo paso para que su matrimonio fracasara. Después fue fácil enredarse con cuanta mujer se le ponía enfrente. Meterse en la cama de otra había resultado ser para él como una especie de terapia, un escape del infierno en el cual se había convertido su vida al lado de su esposa.
Pia se movió inquieta en la cama, tal vez, porque intuía la presencia de Mikael. El camisón se movió. Él descubrió atónito que no llevaba ropa interior debajo. Sintió un cosquilleo en la entrepierna. Retrocedió hacia la puerta antes de que ella despertara. Cuando estaba por apagar la luz, escuchó una voz somnolienta.
—Mik…
Él se giró y le sonrió.
—No quise despertarte, Pia. Dormiré en el sofá de la sala.
—Perdóname por invadir tu espacio —le dijo—. Debería ser yo quien duerma en la sala.
—De ninguna manera. El sofá es bastante cómodo, no te preocupes. ¿Apago la luz?
Ella no le respondió, lo que hizo en cambio fue saltar fuera de la cama. Mikael observó, impávido, como Pia se acercaba despacio hasta plantarse frente a él. Por instinto, retrocedió otro paso más hacia el pasillo.
De repente, la mano de ella bajó hasta la cremallera de su pantalón. Dio un respingo cuando unos dedos tibios lo tocaron.
—Es evidente que aún me deseas, Mik —dijo cuando el miembro masculino reaccionó ante su caricia.
—Pia…
—¿Qué? —Ella profundizó el contacto para luego frotarse contra él.
—No lo hagas; no te humilles así.
Las palabras de Mikael tuvieron el mismo efecto que el de una bofetada en medio del rostro. Ella se apartó y le dio la espalda.
—Creí… Creí que cuando te viera de nuevo todo podría volver a ser como antes, pero ahora comprendo que no es así. —Se volvió. Él vio que tenía lágrimas en los ojos—. Quería aprovechar este viaje para descubrir qué pasaría cuando estuviéramos juntos. Aún siento cosas por ti, Mik, no lo voy a negar; y, por un momento, me engañé pensando que a ti te pasaba lo mismo. Al menos mi fugaz regreso a Mora sirvió para darme cuenta de que lo nuestro se terminó.
—Lamento que te hayas confundido, Pia. Yo…
—Lo sé. —Intentó sonreír—. Estás con alguien y no hace falta que me digas quién es porque lo intuyo.
Volvió a meterse en la cama y se cruzó de brazos. Al menos, para tranquilidad de Mikael, ya no lloraba. Estuvo a punto de soltarle lo del divorcio, pero no se atrevió. La vio demasiado abrumada como para, además, plantearle la separación definitiva. Esperaría hasta el día siguiente y, antes de que Pia volviera a Falun, resolvería de una vez aquel asunto.
Buscó una almohada y una manta extra en el armario; luego, abandonó la habitación sin siquiera echarle un último vistazo a la mujer que hasta hacía unos pocos meses había sido su esposa. Se acomodó en el sofá de la sala. No era la primera vez que le servía de cama. Durante las noches de juerga, cuando volvía muy tarde, se quedaba a dormir allí para no despertar a Pia y, sobre todo, para evitar las discusiones con ella. Había refrescado por lo que creyó que no le costaría conciliar el sueño. Se equivocó. No supo si culpar a la estrechez de la cama improvisada, al momento apenas vivido con Pia o a la charla que había tenido con Greta esa mañana, pero no pudo pegar un ojo. Después de dar vueltas hacia un lado y hacia el otro, se rindió. Aprovecharía el insomnio para leer la novela de Agatha Christie que le había obsequiado Lasse. Descalzo, fue hasta la mesita que estaba junto a la puerta de ingreso y tomó la bolsa de Némesis. Acercó la lámpara lo más que pudo y se cubrió con la manta. Pasó por alto la Guía del Lector que aparecía en cada una de las novelas de la autora y saltó hasta el primer capítulo. Tras leer ávidamente unas cuantas páginas, el personaje de Bobby Jones se ganó su afecto, pero, sin dudas, quien captó su atención de inmediato fue Lady Frances Derwent. Sonrió divertido. Ahora comprendía por qué Lasse le había recomendado ese libro en particular. Enfrascado en la trama de La trayectoria del boomerang, ni cuenta se dio que ya estaba a punto de amanecer.