CAPÍTULO 5
Mikael escupió varias blasfemias al aire cuando salió a la calle. Tuvo que caminar unos cuantos metros hasta el sitio donde había estacionado su vehículo temprano esa mañana. La camisa se le había pegado a la espalda por culpa del sudor, y le dolía la cabeza. Había estado demasiado tiempo encerrado en la oficina, atornillado a la silla y con la mirada fija en la pantalla, mientras revisaba la interminable lista de dueños de utilitarios con la esperanza de encontrar al sospechoso. Era como buscar una aguja en un pajar. La orden del juez se hacía esperar, así que, sin consultarlo con los demás, decidió que él mismo se presentaría en el tribunal para que, así, el juez Fjæstad ya no les diera largas en autorizar la incautación de las cámaras de vigilancia aledañas a la escena del crimen.
Pasaría por su apartamento primero para darse un baño y picar algo liviano. Tardó más de lo habitual en llegar. No entendía cómo, con aquel calor infernal, la gente salía igual a las calles. Parecía que el gran número de turistas que invadía el pueblo en la época estival, se sentía cómodo paseando bajo el abrasador sol del mediodía. Llevaba casi tres años viviendo en Mora y era la primera vez que tenía que soportar temperaturas tan altas. Soltó un suspiro. ¡Cómo añoraba los veranos lluviosos de Gotemburgo!
En el ascensor se cruzó con una de sus vecinas. La señora Keergaard lo miró de arriba abajo sin ningún reparo. Tenía la camisa sudada, los pantalones arrugados y, encima, apestaba. Sus penetrantes ojos azules hicieron que el Mikael Stevic, seductor y ganador con las mujeres, se sintiera un esperpento.
—¿Cómo está usted, señora Keergaard? —le preguntó cuando el silencio entre ambos se hizo demasiado incómodo.
La anciana frunció los labios.
—Bien, teniente Stevic. ¿Y usted? —dijo más por compromiso que por amabilidad.
—Cansado y con calor.
—Me imagino.
Mikael notó cierto desdén en su comentario. Supuso que no se debía a su apariencia. Pensó en las visitas nocturnas que le hacía Greta. Para una persona como Latitia Keergaard, ferviente devota y miembro de la Asociación de Damas de Mora, saber que una muchacha pasaba la noche en su apartamento cuando él era todavía un hombre casado ante los ojos de Dios, debía suponer el peor de los pecados. La discreción no servía de mucho ante un par de oídos bien entrenados y una lengua propensa al chisme. Sintió alivio cuando el ascensor por fin se detuvo. Le sonrió a su vecina con una sonrisa de oreja a oreja.
—Nos vemos, señora Keergaard. Dele mis saludos a su esposo.
La mujer apenas sonrió. Se subió el monóculo por encima del puente de la nariz y no le sacó la vista de encima hasta que la puerta se cerró.
Entró al apartamento y lo recibió un murmullo de cacerolas proveniente de la cocina. Sonrió. No esperaba a Greta tan pronto, mucho menos que preparara el almuerzo para él. Se detuvo de repente. No podía presentarse desaliñado delante de ella, quedaría tan espantada como la vecina. Subió las escaleras con sigilo antes de que ella notara su presencia y se metió en el baño. Unos minutos más tarde, se sentía como nuevo. Era agradable volver a ser el irresistible teniente Stevic que encandilaba a las mujeres con solo una mirada de sus profundos ojos azules. Se vistió con unos jeans holgados y una camisa negra de hilo. Ni siquiera se molestó en peinarse demasiado el cabello: sabía que a Greta le gustaba que lo llevara algo desprolijo.
Cuando estaba a punto de entrar a la cocina, reparó en la pequeña maleta que estaba a un lado del sofá. No lo había visto antes. Al voltearse, se topó con Pia, quien desde el quicio de la puerta, lo observaba detenidamente.
Ninguno de los dos dijo nada, simplemente se quedaron viéndose, como si trataran de descubrir qué había cambiado en el otro.
—Hola, Mik.
—Pia… qué sorpresa —fue lo único que pudo decir. Estaba diferente; no supo si era el nuevo color de pelo o las libras que evidentemente había perdido en los meses en los cuales no se habían visto.
Ella se acercó y, para su sorpresa, le dio un abrazo. Mikael no reaccionó al principio. Cuando pudo hacerlo, le devolvió el gesto. Seguía oliendo a jazmín. Durante una ráfaga de segundos, tuvo la inquietante sensación de haberse retrotraído en el tiempo.
—No avisaste que vendrías —dijo él apenas Pia se apartó.
Notó reproche en sus palabras.
—Lo siento. Fue todo muy rápido. Me enteré de la muerte de Malte Metzgen y vine para acompañar a Felicia.
—¿Los conocías?
Pia se dio cuenta, una vez más, de qué poca atención le había prestado Mikael mientras estaban casados.
—Claro. Felicia era obstetra y coincidimos en el Lasarett los últimos años en los cuales ejerció. Incluso hemos asistido algunos partos juntas —le recordó.
Mikael asintió mientras trataba de hacer memoria.
—Sé que tal vez no es lo más apropiado, pero quería pedirte que me dejaras quedar aquí. Sabes que odio los hoteles y sería solo hasta que pase el funeral.
No podía negarse; después de todo, el apartamento seguía siendo suyo.
—Sí, por supuesto.
—Prometo no molestar. Ni siquiera te darás cuenta de que estoy aquí —le dijo al regresar a la cocina—. Preparé crema de remolachas y las mini magdalenas saladas que tanto te gustan. ¿Te quedas a almorzar?
No respondió. Se sintió abrumado por un torbellino de pensamientos. El regreso inesperado de Pia, el pedido de quedarse en el apartamento, las mini magdalenas saladas, que no probaba desde que ella se había marchado. Podía haberse excusado diciéndole que no podía quedarse, que lo esperaban en el juzgado, pero comprendió que hubiera sido una grosería de su parte rechazar la invitación. Pia se había esmerado en la cocina, y él estaba famélico.
—Sí, huele delicioso.
Ella le sonrió complacida.
—Pon la mesa entonces. La comida estaré lista en unos minutos.
Mientras Mikael servía el vino, Pia colocaba las magdalenas en la orilla de su plato porque sabía que a él le gustaba mojarlas en la crema de remolacha.
De nuevo, tuvo la sensación de que el tiempo volvía atrás.
* * *
Greta se despidió de Miss Marple y tomó las llaves del Mini Cabrio. No le había avisado a su padre, prefería darle una sorpresa. Esperaba que no terminara regañándola cuando descubriera la verdadera razón que la empujaba a acercarse hasta la comisaría.
Estaba a punto de salir cuando alguien llamó a su apartamento. Al abrir se topó con Pernilla Apelgren. La anciana llevaba un simpático sombrero de rafia que la protegía del sol y unas ridículas gafas oscuras. Vio que en su mano sostenía una carpeta.
—Greta, espero no molestarte. ¿Puedo pasar?
No le dio tiempo a responder. Se introdujo en el salón; enseguida se acomodó. Greta no tuvo más remedio que atender a la inesperada visita. Se ubicó a su lado y le dedicó una sonrisa.
—¿Qué puedo hacer por usted, Pernilla?
La mujer se quitó las gafas, luego el sombrero y los dejó encima de la mesita.
—Quería pedirte un favor. —Puso la pesada carpeta sobre su regazo—. Un gran favor.
—La escucho —dijo Greta bastante intrigada a esa altura.
—No sé si lo sabías, pero siempre he sido aficionada a la escritura, querida. —Esperó a ver si la pelirroja hacía algún comentario; como se quedó callada, continuó con su relato—. Cuando era joven participé en un certamen de poesía y quedé en el segundo puesto. Recibí un diploma y todo. Eso fue hace muchos años, cuando todavía estaba soltera. Después conocí a mi Oscar, me casé y la escritura quedó solo como un pasatiempo de mi juventud. Luego de lo ocurrido con Annete Nyborg y Camilla Lindman, esa pasión que sentí hace tiempo por escribir volvió a surgir. ¡Imagínate, a mis años!
Greta le sonrió. Ignoraba hacia donde conducía aquella extraña conversación.
—Después de lo ocurrido con esas dos pobres muchachas, le comenté a mi Oscar, como quien no quiere la cosa, que todo ese escabroso asunto podía convertirse en una novela. ¡Me desafió a escribirla! Al principio, creí que no hablaba en serio, pero, cuando más lo pensaba, más convencida estaba que tenía razón. —Le entregó la carpeta que había traído con ella—. Quisiera que fueras la primera en leerla.
Tomó el manuscrito entre sus manos y descubrió que pesaba más de lo que había imaginado. Presa de la curiosidad lo abrió y leyó el título: La redención y la muerte.
—Gracias, Pernilla. —No sabía si estaba más sorprendida por el hecho de que la anciana hubiese escrito una novela de misterio o porque se la hubiera confiado a ella.
—Tengo planeado enviarla a la misma editorial que publica a Josefine —acotó.
Greta notó la familiaridad con la que hablaba de Josefine Swartz, como si conociera a la autora de toda la vida.
—Iba a dársela a mi Oscar, pero él no sería objetivo, así que pensé en ti, después de todo, eres quien más sabe en el pueblo de novelas de misterio. —Le puso la mano en el brazo—. Además, hay un personaje con el cual te sentirás muy identificada.
Greta, que temía hallar su nombre en el manuscrito, comenzó a hojearlo.
—Tranquila. He cambiado los nombres de todos. La chica que está inspirada en ti se llama Gretchen Grinberg. ¿Lo leerás? —esperó impaciente una respuesta.
—Sí, pero no sé cuánto tiempo tardaré. La librería y el Club de Lectura consumen todo mi tiempo —le aclaró quizá con la esperanza de que la anciana se arrepintiese y le diera su novela a alguien más.
—No hay prisa, tómate el tiempo que te haga falta. A propósito del Club de Lectura, la reunión de mañana se suspende por la muerte del doctor Metzgen, ¿verdad? Acabo de escuchar en la radio que se celebrará un funeral íntimo por la mañana. Mi sobrina está deshecha. Cuando se enteró de que solo asistirá la familia, se ha puesto peor la pobrecita. Imagínate, ha sido la secretaria de Malte Metzgen por más de seis años y, ahora, ni siquiera puede despedirse de él como Dios manda.
—Lo lamento —comentó Greta cuando por fin pudo meter un bocadillo.
—Ella nunca me lo dijo, pero yo sé que siempre ha estado enamorada del doctor. Bastaba verla cómo le brillaban los ojos cuando hablaba de él. No sé qué será de Telma a partir de ahora. Yo soy su única tía y he velado por ella desde que su madre murió de un ataque al corazón cuando tenía veintidós años. —Movió la cabeza de un lado al otro con el rostro compungido—. Temo que cometa una locura, querida.
—Es muy injusto que no le permitan asistir al funeral —comentó. Si Telma, quien había trabajado con el doctor durante tantos años, no podría ir, supuso que ella tampoco.
—¿Verdad que sí? Malte era un hombre querido y respetado por todos en el pueblo, aunque no se puede decir lo mismo de su familia. Su cuñada, la tal Malin, vive pegada a la botella todo el día y se juega hasta lo que no tiene; Sten, el hermano, ha vivido de la caridad de Malte y de Felicia desde que perdió parte de su patrimonio por culpa de las deudas de su esposa y los malos negocios. Pero creo que ha sabido cómo sacar provecho de su penosa situación, y no me refiero solo al dinero. Después están Anne-lise y su esposo. ¡Hacen una pareja tan bonita! Aunque todos sabemos que hasta en el matrimonio más idílico existen los problemas. ¡Ay, querida, discúlpame, cuando empiezo a hablar me olvido del tiempo! Sé que estabas por salir, así que será mejor que me marche.
Se volvió a colocar el sombrero de rafia y las gafas antes de ponerse de pie. Greta se quedó con las ganas de que le siguiera contando. Antes de irse, le repitió al menos dos veces que esperaba ansiosa su opinión sobre el manuscrito.
Al mirar su reloj, descubrió que ya era poco más del mediodía, así que no podía presentarse en la comisaría con la excusa de invitar al inspector a almorzar. Seguramente, ya lo habría hecho con Nina. No importaba, se le ocurrían decenas de motivos para justificar una repentina aparición en el lugar de trabajo de su padre; otro asunto era que él se tragara que solo tenía ganas de visitarlo.
Desistió de ir caminando. Hacía demasiado calor como para aventurarse a transitar por el centro del pueblo con la marea de turistas que había invadido Mora desde comienzos del verano. Se subió al Mini Cabrio y, cuando miró por el espejo retrovisor, vio que alguien le hacía señas con la mano. Reconoció a Louise Rybner, quien regenteaba, junto a su esposo, la tienda de antigüedades que estaba al otro lado de la calle. Esperó a que se acercara.
—¡Greta, qué bueno que te veo! Iba a acercarme hasta la casa de tu padre, pero me harías un gran favor si me ahorras el viaje —le dijo bastante acalorada—. ¿Le podrías entregar esto al inspector? Lo estaba esperando con ansias.
—Justamente, estoy yendo a la comisaría, señora Rybner. Yo se lo llevo, quédese tranquila. —Greta colocó la bolsa de papel madera en el asiento del acompañante. Había algo envuelto en otro papel más vistoso en su interior. Se quedó observándolo durante unos segundos preguntándose qué contendría. ¿Sería algún obsequio para la sargento Wallström o alguna pieza de colección que Karl solía poner en el salón como adorno?
—Gracias, querida. —Se estaba yendo cuando giró sobre los talones y se acercó nuevamente al auto—. ¿Cómo va el Club de Lectura? Monika me ha dicho que ya hace un par de semanas que arrancó la segunda temporada. Me enteré tarde, si no me habría inscripto.
—Señora Rybner, si le interesa puedo hacerle un hueco. Si bien el número de miembros superó el de la primera temporada, nunca le niego la entrada a nadie; es más, me va a encantar que se nos una —le respondió.
El rostro de la mujer se iluminó.
—¡Sería maravilloso, Greta!
—La próxima reunión iba a ser mañana, pero decidí suspenderla debido a la muerte del doctor Metzgen.
—¡Oh, sí, qué desgracia! No se habla de otra cosa en el pueblo.
—Si quiere, pase por la librería más tarde y le entrego un ejemplar de la novela que estamos leyendo así para la semana que viene no estará en desventaja con las demás, ¿le parece?
—¡Estupendo, querida! Patrik se va a alegrar mucho. Dice que si el club no fuera solo para mujeres, se habría apuntado desde hace rato. Deberías hacer algo para los lectores masculinos —le sugirió.
—Lo tendré en cuenta, señora Rybner.
—Hasta más tarde entonces. Dale mis saludos a tu padre.
—Lo haré, gracias.
Durante el viaje, le echó varias miradas a la bolsa que descansaba a su lado. Sonrió. Gracias a la señora Rybner, tenía una muy buena excusa para presentarse en la comisaría sin levantar sospechas.
* * *
Anne-lise apoyó la cabeza en la almohada y por un segundo, deseó que todo lo sucedido no fuera más que una terrible pesadilla. La habitación estaba en penumbras y, aunque había intentado dormir, resultó inútil. Willmer había insistido en que se recostara un rato porque desde que se había enterado de la muerte de su padre, no dejaba de temblar. Sabía que él temía no solo por ella, sino también por el bebé. Se acarició el vientre, y una lágrima rodó por sus mejillas. Muchos planes habían quedado truncos ahora que su padre ya no estaba.
Malte Metzgen esperaba ilusionado la llegada de su primer nieto. Ya no iba a poder consentirlo como lo había hecho con ella. Recordó la última conversación con él, apenas unas cuantas horas antes del fatal desenlace. Le había dicho cuánto la amaba y, ahora que podía desmenuzar con más calma ese instante que quedaría para siempre en sus recuerdos, tenía la certeza de que estaba llorando cuando se lo dijo.
Con un esfuerzo sobrehumano se levantó de la cama. Se acercó hasta la chimenea. Asió uno de los portarretratos ubicados en fila, en la parte superior. Era una fotografía que se habían tomado cuando ella tenía ocho años. Él le estaba enseñando a andar en bicicleta. Con la mano derecha en su hombro se aseguraba de que no perdiera el equilibrio y se cayera.
Besó la imagen de su padre y lloró por ese hombre bueno y amoroso que ya nunca volvería a ver.
Un fuerte mareo la obligó a regresar a la cama. Se llevó la foto con ella, la colocó sobre su pecho. Recorrió la habitación con la mirada. La muñeca que había comprado la tarde anterior yacía sobre la silla mecedora. Se había empeñado tanto en conseguirla; sin embargo, apenas le prestaba atención.
De repente, algo relacionado con esa muñeca, la inquietó. No fue un recuerdo, sino más bien, una sensación.
La sensación de estar siendo observada.