CAPÍTULO 3
Greta se fue del apartamento de Mikael cerca de las siete después de desayunar apenas con un zumo de naranjas. Desde que se había enterado de la muerte de Willmer Ivarsson, no podía dejar de pensar en Anne-lise. Temía que la muchacha no lo soportara; por lo tanto, decidió que, después de abrir Némesis, se acercaría hasta la propiedad de los Metzgen para pasar un rato con ella. Había sido idea de Felicia, la madre de Anne-lise, que la pareja se mudara a la casa familiar para estar pendiente de su única hija durante el último tramo del embarazo. Por lo menos, no se encontraría sola cuando la policía le comunicara la funesta noticia. ¿Sería el padre de Greta quien llevaría a cabo tan desagradable misión? ¿O acaso le tocaría a Mikael mirar a los ojos de la joven y decirle que su esposo había sido asesinado?
Ni siquiera quería imaginárselo, mucho menos estar en sus zapatos. En momentos como ese, agradecía no haber convertido en realidad el sueño de Karl de que siguiera sus pasos.
Apenas puso un pie dentro del apartamento, la recibió Miss Marple con sus parloteos. Se había asegurado de llenarle el cuenco de semillas la noche anterior, pero, cuando se acercó a la jaula, descubrió que estaba lleno. Había unas cuantas plumas desperdigadas por el piso.
—¿Qué has estado haciendo, bandida? —Abrió la puerta para que saliera.
La lora se apartó.
—Ven, Miss Marple.
Comenzó a caminar en círculos. Sin embargo, no asomó ni una sola vez la cabeza fuera de la jaula. Greta se cruzó de brazos.
—No tengo ánimos para aguantar tus desplantes, Miss Marple —le advirtió, fingiendo que se iba.
Miró por encima de su hombro mientras se alejaba. La lora se colgó de la hamaca hasta quedar patas arriba.
—¡Greta mala! ¡Greta mala! —chilló balanceándose hacia delante y hacia atrás.
Se detuvo frente a la puerta de la cocina. No era más que otro de sus berrinches. Se habían originado poco después de que Mikael empezara a visitarla con asiduidad por las noches. Apenas él se iba, Miss Marple empezaba con los ataques de celos. Podía pasarse todo el día sin comer o sin salir de la jaula en actitud de rebeldía. Repetía una y otra vez el nombre del teniente acompañado de una grosería. Pero lo de arrancarse las plumas ya era demasiado. Fue hasta la alacena y buscó el frasco de almendras. No se las merecía, pero era el único modo que conocía para congraciarse con ella.
Regresó al salón y descubrió que la lora ya no estaba en la jaula.
—¿Miss Marple? ¡Mira lo que tengo para ti! —la llamó agitando el frasco.
No asomó ni el pico. La buscó por todas partes y cuando no la encontró, se asustó. Estaba a punto de llamar a su primo para que la ayudara a buscarla cuando escuchó un ruido que provenía de la habitación.
Descubrió que la puerta del armario estaba entreabierta. Se acercó para espiar en el interior. La muy ladina había logrado derribar una de las perchas y se había envuelto con uno de sus pañuelos. No supo si reprenderla o comérsela a besos. Le acercó la mano para que trepara, pero no lo hizo. Entonces le mostró el frasco con las almendras. Miss Marple se subió por su brazo hasta acomodarse en el hueco del hombro. Cuando comenzó a picotearle el cabello, comprendió que las almendras nuevamente habían obrado el milagro.
—¡Picarona! ¿Mira cómo te has puesto? —La miró apenada mientras le acariciaba el plumaje. Si continuaba con aquella manía, se quedaría sin plumas. Se sentó en la cama y le dio una almendra—. Debes hacerte a la idea de que Mikael me visite, Miss Marple.
—¡Mikael, Mikael! —repitió alarmada batiendo las alas con fuerza.
Greta se vio obligada a dejarla en el suelo. Cerró el frasco de las almendras y la dejó sola. Tarde o temprano se acostumbraría.
Se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta tras de sí. Mientras se daba una ducha, la oyó canturrear su canción favorita. Cuando se cansó, empezó a insultar a Mikael. Tenía un repertorio propio de palabrotas: desde feo, malo, tonto hasta otras peores que Greta ignoraba de dónde las había aprendido.
* * *
Ese jueves por la mañana, la desagradable tarea de informarle a la familia de la víctima lo sucedido recayó en el teniente Stevic y la sargento Wallström. Abandonaron la comisaría cerca de las nueve. Esperaron en vano los resultados de los registros dentales, que se retrasaron más de lo previsto debido a la condición en la que se hallaba el cuerpo. Tampoco se había podido extraer adn de los tejidos. Hasta ese momento, solamente tenían el nombre del propietario del vehículo; poco, pero suficiente para presentarse en la propiedad de los Ivarsson y hablar con su esposa.
Cuando llegaron, una de las vecinas les informó que Anne-lise y Willmer se habían mudado a la casa de los padres de ella. Se dirigieron entonces a la propiedad de los Metzgen, al otro lado del pueblo.
Nina se recogió el cabello con una gomita de plástico y se pasó la mano por la nuca. Les esperaba otra jornada calurosa. Observó por el rabillo del ojo a su compañero.
—¿Todo bien? —Últimamente evitaba hablar con ella sobre su vida privada. Sospechaba las razones, pero no había querido presionarlo.
Mikael asintió en silencio.
—Anoche vi a Greta.
Nina notó el rictus en su rostro. Él siguió concentrado en observar el camino.
—¿Sí?
—Sí. Fue en el cumpleaños de Julia. La hubieras visto cómo bailaba con los amigos de su prima. Se convirtió enseguida en el alma de la fiesta. —Intentó interpretar qué se escondía detrás de su actitud y, aunque Mikael sabía camuflarse muy bien cuando quería, siempre terminaba adivinando qué le pasaba.
Él apretó el volante con fuerza como si así pudiera borrar de un plumazo las imágenes que empezaron a sucederse una tras otra en su cabeza. Veía a Greta rodeada de varios muchachos jóvenes. Bailaba aferrada al brazo de alguno de ellos, sonriendo, dejando que la tocaran. Los celos le nublaron la visión y maldijo en silencio, o al menos eso es lo que le pareció. Cuando miró a Nina, supo que lo había hecho en voz alta.
—¿Me lo vas a contar o no?
—No hay nada que contar —respondió tajante.
—Eres un libro abierto para mí, Stevic. Y sé que te pasa algo. Creo saber de qué se trata, aunque no voy a meterte presión. Cuando necesites una oreja, aquí estaré.
A Mikael se le hizo un nudo en la garganta. Nina siempre había sido su confidente; sin embargo, había preferido ocultarle el romance con Greta por temor a que cometiera alguna infidencia delante del inspector Lindberg. Se estaba hartando de esconder sus sentimientos y de jugar al amante furtivo. Al principio, le había parecido incluso excitante. Últimamente, por el contrario, pensaba que lo mejor era hablar con Karl y soltarle la verdad de una vez por todas. Sabía que el hecho de continuar casado le jugaba en contra, pero estaba dispuesto a zanjar ese asunto lo antes posible. Comenzaba a creer con seriedad que, aunque Pia no existiera, Karl nunca consentiría que él estuviera con su hija. Para el inspector seguía siendo un mujeriego empedernido; alguien a quien no podía imaginar como yerno. Antes de plantarse frente a él y decirle que amaba a su hija, debía demostrarle primero que había cambiado. Por primera vez desde que se habían visto esa mañana, le sonrió a su compañera.
—No sé qué haría sin ti, Wallström.
—Probablemente meter la pata una y otra vez —bromeó.
Doblaron en Tingsnäsvägen y lo primero que vieron fue el Mini Cabrio rojo estacionado frente a la propiedad de los Metzgen.
—Vaya, por qué será que no me sorprende —comentó Nina antes de bajarse del Volvo. Era verdad que las noticias volaban en un pueblo como Mora, sobre todo las malas, pero tenía la sensación de que la hija de Karl siempre se enteraba antes que nadie.
Mikael tampoco se sorprendió de ver el auto de Greta. Después de haberle contado lo que había ocurrido, y conociendo su interés innato por los misterios, era lo más natural del mundo encontrarla allí.
Atravesaron el estrecho sendero que conducía a la casa. Tras llamar a la puerta una mujer bajita de cabello entrecano les abrió.
—Buenos días. Soy el teniente Stevic y ella es la sargento Wallström.
—Qué bueno que hayan llegado por fin. La familia los está esperando desde hace rato —les dijo algo nerviosa.
Los policías intercambiaron miradas.
—¿Crees que Greta haya sido capaz de abrir la boca? —le preguntó Nina en voz baja mientras el ama de llaves los invitaba a pasar.
Mikael no supo qué responderle. Quería confiar en el buen juicio de Greta, pero la pelirroja era impulsiva y casi siempre terminaba cometiendo alguna imprudencia.
Estaban a punto de entrar al salón, cuando Greta les salió al paso. De inmediato, notaron la consternación en su rostro.
—No es Willmer —manifestó luego de que el ama de llave se fuera.
Mikael frunció el entrecejo.
—¿Estás segura?
—Sí. Willmer está con Anne-lise ahora mismo. Creo que la víctima es su padre —afirmó.
—¿El doctor Metzgen?
—El mismo. Debía regresar ayer al mediodía de Gotemburgo después de visitar a una tía enferma, pero no lo ha hecho. Tanto su familia como Telma, su secretaria, han tratado de localizarlo, aunque ha sido inútil. Cuando llegué y vi que Willmer estaba vivo, casi me da algo…
—¿Cómo te enteraste de lo ocurrido? —la interrumpió Nina.
Mikael y Greta se quedaron callados. Ella trató de inventar una respuesta creíble, pero no se le ocurría ninguna. Descartó de inmediato decirle que lo había leído en el periódico, ya que, si bien la prensa se había hecho eco del suceso rápidamente, nadie mencionaba aún el nombre de la víctima.
—Eso es lo que menos importa ahora, Nina —intervino Mikael—. Hablemos con la familia.
Él entró al salón, seguido por ambas. Nina miró a Greta y, cuando la notó desconcertada, le sonrió. Solo había una manera de que la pelirroja supiera de la supuesta identidad de la víctima: sus sospechas acababan de ser confirmadas.
Un hombre de cabello oscuro, vestido con un impecable traje de diseñador se les acercó.
—Sten Metzgen, hermano de Malte —se presentó y extendió su brazo.
—Soy el teniente Stevic. —Señaló a su compañera—. Ella es la sargento Wallström.
También se encontraban Felicia Nielsen, la esposa del doctor, quien, sentada en un sillón de un solo cuerpo, retorcía frenéticamente un pañuelo entre las manos. Anne-lise, también muy nerviosa, era contenida por su esposo Willmer. En un rincón del salón, Malin Galder, la esposa de Sten Metzgen, bebía un whisky en las rocas. Observaba al resto con un gesto indiferente.
—El ama de llaves nos ha dicho que esperaban nuestra llegada —manifestó Mikael mientras estudiaba al núcleo familiar. Todo señalaba que el cuerpo en el auto era el del doctor que no aún aparecía, pero prefería esperar a tener los resultados del laboratorio antes de comunicar algo de manera oficial.
Nuevamente, fue Sten Metzgen quien tomó la palabra.
—Así es. Esta mañana temprano hemos denunciado la desaparición de mi hermano a la policía de Gotemburgo. Ellos nos dijeron que enviarían a alguien…
—¿Es verdad que ha habido un accidente en las afueras del pueblo? —interrumpió Felicia al borde del llanto.
Se hizo un silencio generalizado. Greta miró a Mikael. Notó que vacilaba en responder.
—Sí —dijo por fin. Ya no tenía caso ocultarles lo sucedido—. Tenemos una víctima fatal sin identificar, sin embargo hay algo que deben saber…
Cuando se detuvo, Nina decidió intervenir.
—El vehículo está registrado a su nombre, señor Ivarsson.
Lo que sucedió a continuación fue digno de una escena de alguna de las películas de Bergman. Felicia Nielsen estalló en un grito desgarrador; luego, musitó el nombre de su esposo una y otra vez mientras lloraba desconsolada aferrada al brazo de su cuñado. Anne-lise no pudo soportar la noticia y se desvaneció. La cuñada del doctor sostenía en su mano el vaso de whisky ya vacío y permanecía inmóvil. Los dos hombres fueron los únicos que no perdieron la compostura.
—Es él —musitó Sten Metzgen—. Tomó prestado el auto de Willmer porque el suyo se encontraba en el taller.
Greta estaba pendiente de Anne-lise que, de a poco, comenzaba a reaccionar. De todos modos, paraba bien la oreja para no perderse nada de lo que sucedía a su alrededor.
—Muy bien, nosotros estamos esperando los resultados de los registros dentales para confirmar si se trata efectivamente del doctor Metzgen —manifestó Mikael, aunque a esa altura ya no quedaban dudas.
—¿Necesitan que alguien se acerque a la morgue para reconocer el cuerpo? —preguntó Willmer, que dejó a su esposa bajo el cuidado de Greta—. Yo puedo hacerlo.
Nina negó con la cabeza.
—No hace falta, señor Ivarsson. —Obvió decirle que los restos estaban tan carbonizados que sería imposible que alguien pudiera reconocer en ellos a Malte Metzgen.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvieron contacto con él? —Mikael sabía que tal vez no era el momento adecuado para empezar con el interrogatorio, pero cuánto antes obtuvieran respuestas, mejor.
—Yo hablé con él ayer por la mañana, antes de que saliera de Gotemburgo —respondió Anne-lise sin dejar de temblar. A su lado, Greta le sobaba el hombro.
—¿Por qué no tomó un vuelo hasta allí si su auto estaba averiado?
En un impulso, fue Greta quien le contestó.
—El doctor odiaba viajar en avión.
Mikael la fulminó con la mirada.
—Me lo dijo Telma, su secretaria —se apresuró a aclarar.
—Greta tiene razón. Papá prefería pasarse varias horas en la carretera antes que subirse a un avión.
—Teniente, sargento, ¿sería posible continuar con este interrogatorio en otro momento? Acabamos de enterarnos que mi hermano ha muerto —pidió Sten con el semblante endurecido. Parecía poco afectado, aunque de seguro la procesión la llevaba por dentro.
Mikael y Nina dejaron de hacer preguntas. Ante todo, debían respetar el dolor de la familia.
—¿Cuándo nos van a entregar el cuerpo? —Todas las miradas se posaron en Malin Galder, ya que era la primera vez que abría la boca. De inmediato se dieron cuenta de que estaba ebria.
—Cuando el forense termine de hacer la autopsia —le informó Stevic.
—¿Autopsia? —Anne-lise atinó a levantarse del sofá, pero su esposo se lo impidió.
—Así es.
—No te preocupes, cariño, es puro protocolo policial —la tranquilizó Willmer.
—Me temo que no, señor Ivarsson —repuso Nina—. Hay algunas evidencias que apuntan a un homicidio.
La angustia se convirtió en consternación.
—No… no es posible —murmuró Felicia—. ¿Quién querría matar a mi esposo?
—Eso es lo que vamos a averiguar, señora Metzgen —afirmó Mikael que estudiaba cada una de las reacciones de la familia—. Por lo pronto, nosotros nos retiramos. Apenas liberen el cuerpo, les avisaremos.
—Quedamos a su disposición, teniente Stevic —dijo Sten Metzgen al mismo tiempo que hacía sonar una campanita para que el al ama de llaves los condujera a la salida.
Greta se marchó con ellos. Se dispuso a subirse al Mini Cabrio, pero Mikael se interpuso en su camino.
—Ahora sí, explícame qué estabas haciendo.
—Vine a acompañar a una amiga —respondió para esquivarlo.
Nina los observaba con atención.
—No viniste a eso y lo sabes muy bien, Greta —la increpó.
—Piensa lo que quieras —asió el pomo de la puerta y la abrió. De nuevo, él le impidió subirse al auto.
—Contesta, Greta, no me hagas perder la paciencia. ¿O prefieres que se lo cuente a tu padre? —la provocó.
Nina se divertía a costilla de ellos.
—Deberían verse en este momento, chicos —intervino al tiempo que hacía un gran esfuerzo para no echarse a reír delante de sus narices—. El numerito que arman ustedes dos cada vez que ocurre un crimen en el pueblo es para alquilar balcones.
La pelirroja y el teniente se quedaron mudos. Se estaban poniendo en evidencia y, con una mente aguda como la de la sargento, no podían permitírselo.
Él respiró hondo e intentó calmarse; ella en cambio, sonrió algo nerviosa.
—Lo que dije es verdad, Anne-lise es mi amiga y quería estar con ella porque no iba a soportar la pérdida de su esposo —reiteró—. ¡Pequeña sorpresa me llevé cuando llegué y vi a Willmer!
—Stevic, reconoce que fue bueno que Greta haya venido antes —terció Nina—. Que nos haya advertido del equívoco a tiempo, evitó que pasáramos un mal momento, ¿no crees?
Mikael hasta cierto punto comprendía que su compañera buscara justificar a Greta, pero los dos sabían cuáles eran sus verdaderas intenciones a la hora de presentarse en la propiedad de los Metzgen. Dejó que se subiera al Mini Cabrio y se aseguró de que Nina no pudiera escucharlos.
—¿Cuándo hablaste con la secretaria de Metzgen? —le preguntó inclinado sobre la ventanilla abierta.
Greta dejó el bolso en el asiento del acompañante y se tomó su tiempo para responder.
—Ayer por la tarde, en el hospital. Tenía una cita con el doctor, pero, obviamente, nunca se presentó.
Mikael no pudo pasar por alto aquel detalle.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, fue solo una visita de rutina —lo tranquilizó.
—¿Qué más te dijo la secretaria?
—Nada más, aunque la noté demasiado angustiada por el retraso del doctor —se aventuró a decir.
—No empieces a lanzar conjeturas a diestra y siniestra —le advirtió.
Greta metió la llave en el contacto y encendió el auto. Le fastidiaba que le hablara igual que su padre.
—¿Le vas a decir al inspector que me encontraste en casa de los Metzgen?
Notó cierto sarcasmo en su voz.
—¿Vas a reconocer que no estabas allí solamente para consolar a su hija? —retrucó.
Le lanzó una mirada fulminante.
—No lo hice a propósito —se justificó—. Yo no tengo la culpa de que el padre de alguien a quien conozco haya sido asesinado.
—No, por supuesto que no, pero, de ahora en adelante, trata de mantener tu preciosa nariz fuera de todo este asunto, ¿de acuerdo?
No le respondió.
—¿De acuerdo? —reiteró.
—Está bien, lo intentaré. Ahora, si me disculpas, tengo que regresar a la librería. —Le dedicó una sonrisa forzada y se marchó.
Mikael entró al Volvo donde lo esperaba su compañera.
—¿Le dijiste que no se metiera?
—Sí.
—Sabes que no te va a hacer caso, ¿no?
Mikael respiró hondo y asintió resignado.