PRÓLOGO
Primero esbozó un rostro. Redondo, con la frente ancha y mejillas pronunciadas. Tardó un poco más en colorearle los ojos. ¿Verdes o azules? ¿Se tornarían más oscuros en días de tormenta o se iluminarían en un día soleado? Suspiró. Dejó que la imaginación tomara las riendas. Delineó el cabello con trazos finos. Lentamente, el color negro del carbón fue cobrando vida en el papel.
Sobre la mesita del salón, había desparramado al menos una docena de bocetos. Desde hacía algunas semanas se despertaba en mitad de la noche con la acuciante necesidad de plasmar a través de sus carboncillos lo que se repetía en su cabeza una y otra vez. Primero, había sido la sonrisa de una criatura y unos enormes ojos curiosos que parecían salirse del papel. Después, el día del bautismo, el primer cumpleaños, el primer día en el kindergarten.
Poco a poco, iba cambiando de aspecto. En un boceto, tenía el cabello negro, en otro era tan blanco como la nieve que en diciembre cubría las montañas. Como si tuviera experiencia en moda, también le iba cambiando el atuendo. Un vestido de algodón para el verano; un abrigo de lana para soportar el crudo frío del invierno.
Intentó imaginar cómo sería de grande, pero a la hora de querer plasmarlo en el papel, algo en su mente, quizás en sus recuerdos, no le permitía hacerlo.
Era una situación que le provocaba angustia. Una ansiedad tan grande que le impedía continuar.
Acomodó los bocetos en orden cronológico. Todos tenían la fecha escrita en el borde inferior izquierdo, al lado de su nombre.
Las velas se consumieron lentamente hasta envolver el salón en sombras. Pero no le importó.
Tomó un papel en blanco y comenzó a trazar unos cuantos garabatos. Parecía que, de repente, un ser invisible se había apoderado de su mano. A toda velocidad, aquellas líneas inconexas se convirtieron en algo más. Cambió de crayones y el papel se llenó de azules, verdes y marrones. Un cielo nocturno, los árboles del bosque meciéndose al compás de la brisa y, en el fondo del precipicio, un automóvil.
Revolvió entre los crayones hasta que encontró el color rojo: como si su alma estuviera poseída por el mismísimo demonio, pintó enormes y serpentinas lenguas de fuego que se alzaban majestuosas. Se imaginó que, de a poco, devoraban al vehículo hasta reducirlo a cenizas.
Apretaba el crayón con tanta fuerza que casi rasgó el papel.
Su respiración se aceleró. Por un instante, no entendió qué pasaba. Una vez más, había perdido la noción del tiempo.
Contempló el dibujo como si lo viera por primera vez.
Fuego. Esa bestia roja y despiadada que destruía todo lo que encontraba a su paso. Una sonrisa de complacencia iluminó su rostro. Se puso de pie y avanzó hacia la ventana.
La llama de las velas se extinguía; del mismo modo, el alma de quien tanto daño le había hecho, se consumiría lentamente en el fuego.
Si existía el Cielo, tenía que existir el Infierno.