La primera noche de Packy en el centro de reinserción social conocido como El Castillo no fue mucho mejor, en su opinión, que en la prisión federal. Le inscribieron, le asignaron una cama y volvieron a explicarle las normas. Enseguida se aseguró de que el domingo por la mañana le dejaran salir de El Castillo alegando, como buen católico, que nunca se perdía una misa. Por si las moscas, dejó caer que era el aniversario de la muerte de su madre. Packy había olvidado la fecha exacta del fallecimiento de su madre, pero la lágrima que brotó de su ojo y la sonrisa pícara con que acompañó su confesión —«Dios la bendiga. Nunca perdió la esperanza conmigo»— hicieron que el consejero de servicio se apresurara a asegurarle que el domingo podría ir solo a misa.
El día y medio siguiente transcurrió en una especie de neblina. Packy asistía diligentemente a los sermones que le advertían que podían enviarle de nuevo a la cárcel para terminar la condena si no cumplía estrictamente las condiciones de su libertad condicional. Se sentaba a comer visualizando los banquetes que pronto iba a darse en los mejores restaurantes de Brasil luciendo su cara nueva. El viernes y el sábado por la noche cerró los ojos en la habitación que compartía con otros dos reclusos recién liberados y soñó con sábanas de algodón egipcio, pijamas de seda y, por último, que encontraba su petaca de diamantes.
El domingo amaneció frío y despejado. La primera nevada había caído hacía dos semanas, mucho antes de lo habitual, y el parte meteorológico indicaba que había otra en camino. Daba la sensación de que se avecinaba un invierno de los de antes, pero a Packy no le importaba. No tenía intención de compartirlo con sus compatriotas.
Durante sus años en prisión había conseguido mantenerse en contacto con los gemelos Como pagando a visitas de otros reclusos, cuidadosamente elegidas, para que hicieran de carteros. La semana antes Jo-Jo había confirmado el plan de encontrarse detrás de la catedral de San Patrick, pues le escribió diciéndole que asistiera a la misa de las 10.15 y luego diera un paseo por la avenida Madison.
Así que Benny y Jo-Jo estarían allí. ¿Y por qué no iban a estar?, se preguntó Packy. A las ocho en punto de la mañana cerró la puerta de El Castillo y salió a la calle. Había decidido salvar las diez manzanas a pie, no para ponerse en forma, sino porque sabía que alguien le estaría siguiendo y quería que ese alguien hiciera ejercicio.
Podía oír las instrucciones que probablemente había recibido el tipo destinado a seguirle: «No le pierdas de vista. Tarde o temprano nos llevará hasta el dinero que tiene escondido».
Ni lo sueñes, pensó Packy mientras apretaba el paso por Broadway. Cuando se detenía en un semáforo en rojo, miraba tranquilamente en derredor, como encantado con el mundo que había extrañado durante tanto tiempo. La segunda vez había logrado reconocer a su perseguidor, un tipo regordete vestido de corredor.
Menudo corredor, pensó Packy. Tendrá suerte si no me ha perdido antes de llegar a San Patrick.
Los domingos por la mañana, la misa de las 10.15 siempre atraía multitudes. Cantaba el coro al completo y muchos domingos el oficiante era el cardenal en persona. Packy ya sabía dónde iba a sentarse, en el flanco derecho, cerca del altar. Cuando empezaran a dar la comunión, se colocaría en la cola como los demás feligreses. Entonces, justo antes de recibirla, se desviaría hacia el ala izquierda del altar y tomaría el pasillo que conducía a la casa de la avenida Madison que albergaba la oficina de la archidiócesis. Recordaba que cuando iba al instituto, los niños de su clase se congregaban en la oficina y entraban en la iglesia desde allí.
Jo-Jo y Benny estarían parados con la furgoneta frente a la casa, en la avenida Madison, y, para cuando el tipo regordete pudiera ir tras ellos, ya habrían desaparecido.
Packy llegó a la catedral con mucha antelación y encendió una vela a la estatua de San Antonio. Sé que si te rezo porque he perdido algo me ayudarás a encontrarlo, recordó al santo, pero lo que yo quiero está escondido, no perdido. Así pues, no he venido para rezar por algo que deseo encontrar. Lo que quiero de ti es una ayudita para perder de vista a ese gordinflón.
Tenía las manos juntas, en posición de oración, gesto que le permitía ocultar un espejo pequeño en las palmas. Con él podía seguir los pasos del corredor, que estaba arrodillado en un banco cercano.
Dieron las 10.15 y Packy aguardó a que la procesión estuviera a punto de arrancar desde la parte de atrás de la iglesia. Entonces se escurrió por el pasillo y se instaló en el último asiento de la sexta fila. A través del espejo advirtió que el corredor no podía conseguir un asiento en ninguna punta y tuvo que pasar por delante de dos ancianas para poder sentarse.
Cómo quiero a esas ancianas, pensó Packy. Siempre se aferran a los asientos de la punta, temerosas de perderse algo si se desplazan para dejar sitio a otras personas.
En la catedral, no obstante, había mucha seguridad y Packy no había contado con eso. Hasta un niño de dos años se habría dado cuenta de que algunos de aquellos tipos con chaqueta granate no eran simples acomodadores. Además, había un puñado de policías uniformados haciendo guardia. Se le echarían encima si ponía un pie en el altar.
Preocupado por primera vez y sintiendo flaquear su confianza, Packy estudió la situación con detenimiento. Gotas de sudor le empaparon la frente al comprender que sus opciones eran escasas. La puerta lateral derecha era su mejor apuesta. El mejor momento para actuar sería durante la lectura del Evangelio. Todo el mundo estaría de pie y podría escabullirse sin que el corredor se diera cuenta. Una vez fuera, doblaría a la izquierda y correría la media manzana que le separaba de la avenida Madison y la furgoneta.
—Espero que estés allí, Jo-Jo. Y tú también, Benny —susurró para sí.
Pero aunque no estuvieran y aunque el corredor le siguiera, salir de la iglesia antes de que terminara la misa no era un incumplimiento de su libertad condicional.
Packy empezó a sentirse mejor. Vio por el espejo que otra persona se había instalado en el banco del corredor. Fieles a su buena educación, las ancianas habían salido al pasillo para dejarle pasar, y ahora el corredor se hallaba al lado de un adolescente musculoso que no iba a serle fácil apartar.
—Reflexionemos sobre nuestras vidas, sobre lo que hemos hecho y no hemos hecho —estaba diciendo el oficiante, un monseñor.
Eso era lo último sobre lo que Packy quería reflexionar.
Leyeron la epístola. Packy no la escuchó. Estaba concentrado en tramar su fuga.
—Aleluya —entonó el coro.
La congregación se puso en pie. Packy ya se encontraba en la puerta lateral que daba a la calle Cincuenta antes de que el último feligrés se hubiera levantado. Antes de que entonaran el segundo aleluya ya había alcanzado la avenida Madison. Y antes del tercer aleluya ya había divisado la furgoneta, abierto la puerta, subido y partido.
Dentro de la catedral, el fornido adolescente se había puesto agresivo.
—Oiga, señor —dijo al corredor—, podría haber derribado a esas señoras si le hubiese dejado pasar con tanta prisa como lleva. Tranquilícese.