A veces Milo Brosky lamentaba haber conocido a los gemelos Como. Había tropezado con ellos veinte años atrás en el Greenwich Village, cuando asistía a un encuentro de poetas en la sala del fondo del Eddie's Aurora. Benny y Jo-Jo estaban tomando algo en la barra.
Estaba bastante animado, recordó Milo mientras bebía una cerveza en el destartalado salón de una vieja casa de Stowe, en Vermont. Yo acababa de leer mi poema sobre el melocotón que se enamora de una mosca de la fruta y a la gente le había encantado. Lo encontraron profundo y tierno sin rozar en ningún momento la sensiblería. Estaba tan contento que decidí tomarme una cerveza antes de ir a casa, y fue entonces cuando conocí a los gemelos.
Milo bebió otro sorbo de cerveza. Debí dejarlo ahí, pensó con pesar. No porque se hayan portado mal conmigo. Los gemelos sabían que yo no había arrancado como poeta y que aceptaría cualquier trabajo para mantener un techo sobre mi cabeza. Pero tengo la sensación de que este techo se me podría caer encima en cualquier momento. Sé que están tramando algo.
Milo frunció el entrecejo. Con sus cuarenta y dos años, su melena hasta los hombros y su barba rala, podría haber hecho de extra en una película sobre Woodstock 69. De su largirucho cuerpo salían unos brazos huesudos y sus cándidos ojos grises poseían una expresión de perpetua benevolencia. Su voz, con ese tono cantarín, hacía que quien la escuchara pensara en adjetivos como «amable» y «dulce».
Milo sabía que doce años antes los hermanos Como se habían visto obligados a huir de la ciudad por su implicación en la estafa de Packy Noonan. No había sabido nada de ellos en todo ese tiempo. Entonces, seis meses atrás, había recibido una llamada de Jo-Jo. No quiso decirle dónde se encontraba, pero le preguntó si estaba interesado en ganar mucho dinero sin correr ningún riesgo. Milo solo tenía que buscar una casa de alquiler en Stowe, Vermont, que tuviera un granero de veintiocho metros de largo como mínimo, y pasar largos fines de semana allí hasta el uno de enero. También debía darse a conocer entre los lugareños, explicar que era poeta y que necesitaba, como J.D. Salinger y Aleksandr Solzhenitsyn, un refugio en Nueva Inglaterra donde poder escribir en soledad.
Milo se había percatado de que Jo-Jo estaba leyendo ambos nombres y no tenía la más remota idea de quiénes eran Salinger y Solzhenitsyn, pero la oferta había llegado en un momento idóneo. Los trabajos de media jornada se le estaban agotando. El contrato de alquiler de su ático estaba a punto de expirar y su casera se había negado en redondo a renovárselo. La mujer, sencillamente, no entendía por qué era tan importante para él escribir por la noche a pesar de que Milo le había explicado que a esas horas sus pensamientos trascendían el mundo cotidiano y esa música rap puesta a todo taco daba alas a su creatividad poética.
Había encontrado la casa de Stowe con rapidez y estaba viviendo en ella de forma permanente. Aunque los ingresos que recibía con regularidad en su cuenta corriente le habían salvado, no le bastaban para mantener otro apartamento en Nueva York. Los precios eran astronómicos y Milo lamentaba el día que había dicho a su casera que necesitaba poner la música a toda mecha para no escuchar sus ronquidos. Resumiendo, Milo se sentía desdichado. Estaba harto de la vida rural y echaba de menos el bullicio y la actividad del Greenwich Village. Le gustaba la gente, y, aunque invitaba regularmente a algunos habitantes de Stowe a sus lecturas poéticas, después de las dos primeras veladas no había vuelto nadie. Jo-Jo le había prometido que a finales de año recibiría una prima de cincuenta mil dólares. Milo, no obstante, empezaba a sospechar que la casa y su presencia en ella tenían algo que ver con la salida de prisión de Packy Noonan.
—No quiero meterme en problemas —había advertido a Jo-Jo durante una de sus conversaciones telefónicas.
—¿Problemas? ¿De qué estás hablando? —le preguntó Jo-Jo con voz triste—. ¿Crees que sería capaz de meter en problemas a un buen amigo? ¿Qué hiciste? ¿Alquilar una casa? ¿Es eso un crimen?
Un fuerte martilleo en la puerta sacó a Milo de su ensimismamiento. Corrió a abrir y se detuvo en seco al ver a los visitantes: dos hombres bajos y fornidos, vestidos con ropa de esquiar, que estaban delante de un camión plataforma sobre el que descansaban dos árboles de hoja perenne de aspecto desgreñado. Al principio no los reconoció, pero luego gritó:
—¡Jo-Jo! ¡Benny!
Mientras se arrojaba a sus brazos se percató de lo mucho que habían cambiado.
Jo-Jo siempre había sido robusto, pero había engordado como mínimo diez kilos y parecía un gato obeso. Tenía la tez bronceada y estaba perdiendo pelo. Benny era de la misma estatura, más o menos un metro sesenta y ocho, pero siempre había sido flaco como un fideo. También él había engordado, y aunque Jo-Jo le doblaba en grosor, empezaba a parecerse más a él.
Jo-Jo fue directo al grano.
—Tienes un candado en la puerta del granero, Milo. Muy inteligente. Ábrelo.
—Enseguida, enseguida.
Milo trotó hasta la cocina, donde la llave del candado pendía de un clavo. Jo-Jo había sido tan explícito por teléfono sobre el tamaño del granero que Milo siempre había sospechado que ese era el principal motivo de que le hubieran contratado. Confiaba en que no les importara que el granero tuviera un montón de establos. El dueño de la granja se había arruinado tratando de criar caballos de carreras para hacer dinero. Según se rumoreaba en el pueblo, cuando iba a las carreras siempre conseguía seleccionar pencos inútiles que comían hasta reventar y se quedaban sentados en el cajón de salida.
—Date prisa, Milo —estaba gritando Benny, pese a que Milo no había tardado ni medio minuto en agarrar la llave—. No queremos que ningún pueblerino venga a uno de tus recitales de poesía y vea el camión.
¿Por qué no?, se preguntó Milo, pero sin tomarse el tiempo de agarrar un abrigo o responder a su pregunta. Salió disparado de la casa para abrir el candado y las amplias puertas del granero.
Era un anochecer gélido y Milo sintió un escalofrío. Advirtió que detrás del camión plataforma había otro vehículo, una furgoneta con un porta-esquís en el techo. Parece que les ha dado por esquiar, se dijo. Qué curioso, jamás había tenido a los gemelos por deportistas.
Benny le ayudó a empujar las puertas. Milo encendió la luz y vio la consternación en la cara de Jo-Jo.
—¿Qué son todos esos establos? —preguntó Jo-Jo.
—El dueño criaba caballos. —Milo no sabía por qué se había puesto nervioso. He hecho todo lo que me pidieron, pensó. ¿A qué viene entonces esta inquietud?—. El granero tiene el tamaño correcto —se defendió sin alterar el tono cantarín de su voz— y no hay muchos así de grandes.
—Ya, bueno. Quítate de en medio.
Con un gesto imperioso del brazo, Jo-Jo indicó a Benny que metiera el camión plataforma en el granero.
Benny pasó el vehículo a un centímetro de las puertas y un estrépito de astillas confirmó que había rozado el primer establo. El sonido se repitió intermitentemente hasta que el camión estuvo al completo dentro del granero. El espacio era tan angosto que Benny tuvo que bajar por el asiento del copiloto, abriendo la puerta lo justo, y caminar apretado contra las paredes de los establos.
Sus primeras palabras cuando llegó junto a Milo y Jo-Jo fueron:
—Necesito una cerveza. Puede que dos, o tres. ¿Tienes algo de comer, Milo?
Como no tenía nada que hacer cuando no estaba escribiendo poemas, Milo había aprendido a cocinar durante sus seis meses de estancia en la granja. Se alegró de tener en la nevera salsa fresca para espaguetis. Recordaba que los gemelos Como adoraban la pasta.
Quince minutos después estaban bebiendo cerveza en torno a la mesa de la cocina mientras Milo calentaba su salsa y hervía agua para cocer la pasta. Estaba escuchando la conversación de los hermanos mientras se apresuraba cuando, para su horror, oyó la palabra «Packy» susurrada y comprendió que, efectivamente, el alquiler de la granja tenía algo que ver con la liberación de Packy Noonan.
Pero ¿qué? ¿Y dónde encajaba él en todo esto? Esperó a haber colocado los platos de pasta humeante delante de los gemelos para decir categóricamente:
—Si esto tiene algo que ver con Packy Noonan, me largo.
Jo-Jo sonrió.
—Sé razonable, Milo. Alquilaste una casa para nosotros cuando sabías que estábamos fugados. Has estado disfrutando del dinero ingresado en tu cuenta corriente durante seis meses. Lo único que tienes que hacer es escribir poemas, y dentro de un par de días recibirás cincuenta mil dólares en efectivo y podrás irte.
—¿Dentro de un par de días? —preguntó incrédulo Milo, pensando en la felicidad que cincuenta mil dólares podían comprar.
Un piso de alquiler decente en el Village. Nada de trabajos de media jornada durante al menos dos años. Nadie era capaz de estirar tanto un dólar como él.
Jo-Jo le estaba observando. Asintió con satisfacción.
—Como ya te he dicho, solo tienes que escribir poesía. Escribir un bonito poema sobre un árbol.
—¿Qué árbol?
—Sabemos tan poco como tú, pero pronto lo averiguaremos.