—Qué maravilla de coche —comentó Opal Fogarty desde el asiento trasero del Mercedes de Alvirah y Willy—. Cuando era niña, en mi casa teníamos una camioneta. Mi padre decía que le hacía sentirse como un vaquero. Mi madre le contestaba que la camioneta funcionaba como un novillo apurado y que por eso entendía que se sintiera como un vaquero. Papá la compró sin consultárselo y no os podéis imaginar cómo se puso mi madre. Pero debo decir que duró catorce años antes de que se parara para siempre en el puente de Triborough en hora punta. Hasta mi padre reconoció que era hora de cambiar de vehículo, y esta vez mi madre le acompañó a comprarlo. —Opal rió—. Y fue ella quien lo eligió. Un Dodge. Papá la enfureció al preguntarle al vendedor si podía ponerle un taxímetro.
Alvirah se volvió hacia Opal.
—¿Y por qué preguntó eso?
—Porque la casa Dodge fabrica muchos taxis, cariño —explicó Willy—. Muy gracioso, Opal.
—Papá era divertido —convino Opal—. Nunca tenía un céntimo, pero hacía lo que podía. Cuando yo tenía ocho años heredó dos mil dólares y alguien le convenció para que los invirtiera en paracaídas. Le dijeron que con la cantidad de vuelos comerciales que iba a hacer la gente, todos los pasajeros tendrían que llevar puesto un paracaídas. Supongo que la credulidad es genética.
Alvirah se alegró de ver sonreír a Opal. Eran las dos de la tarde y estaban en la carretera 91 que conducía a Vermont. Esa misma mañana, a las diez, ella y Willy habían estado haciendo la maleta con el televisor del dormitorio encendido cuando una noticia llamó su atención. En la pantalla aparecía Packy Noonan saliendo de la prisión federal en el coche de su abogado. Al llegar a la verja bajó del coche y habló con los periodistas. «Lamento el perjuicio que he causado a los inversores de mi empresa», declaró. Tenía lágrimas en los ojos y le temblaban los labios. «Acaban de comunicarme que trabajaré en el bufet de ensaladas de la cafetería Palace-Plus. Les pediré que cada mes me retiren el diez por ciento del sueldo para empezar a pagar a la gente que perdió sus ahorros en la Empresa de Transporte Patrick Noonan».
—¡El diez por ciento de un salario mínimo! —Había espetado Willy—. Tiene que ser una broma.
Alvirah había corrido hasta el teléfono para llamar a Opal.
—¡Pon el canal veinticuatro! —le ordenó.
Luego lamentó haberla llamado, porque cuando Opal vio a Packy, rompió a llorar.
—Oh, Alvirah, me pone enferma pensar que ese estafador está libre como un pájaro mientras yo estoy sentada en mi casa, aliviada de disponer de una semana de vacaciones por el agotamiento que arrastro. Seguro que acabará reuniéndose con sus compinches en la Costa Azul o dondequiera que estén con mi dinero en los bolsillos.
Fue entonces cuando Alvirah había insistido en que Opal pasara con ellos el largo fin de semana en Vermont.
—En nuestra cabaña tenemos dos dormitorios y dos baños—dijo—, y te sentará bien salir de la ciudad. Puedes ayudarnos a encontrar mi árbol. Ahora no da sirope, pero he guardado en la maleta el tarro que me enviaron los corredores de bolsa. Tenemos una pequeña cocina, de modo que podré hacer crepés para probar el sirope. Y he leído en el periódico que van a cortar el árbol para el centro Rockefeller, que está justo al lado del hotel donde vamos a alojarnos. Será divertido verlo.
Opal no se había hecho de rogar demasiado. Y ya estaba algo más animada. Durante el viaje a Vermont solo hizo un comentario sobre Packy Noonan.
—No puedo imaginármelo trabajando en el bufet de ensaladas de una cafetería. Seguro que se lleva los picatostes.