—¿Dónde está mi petaca? —Preguntó Packy con calma—. ¿Dónde están mis diamantes?
Era una pregunta imposible de responder porque Wayne tenía la boca tapada con cinta adhesiva. Wayne y Lorna estaban sentados en sendas sillas de la cocina. Ella, al igual que él, tenía las manos y las piernas atadas. Habiéndole advertido a Lorna que si daba un grito sería el último, Packy no se había molestado en taparle la boca. Supuso que estaba demasiado asustada para atreverse a gritar, y no se equivocaba. También supuso que, en el caso de que Wayne se anduviera con rodeos, ella sabría dónde podía haber escondido los diamantes.
—Wayne —dijo Packy—, tú cogiste la petaca del árbol de los Pickens. Eso estuvo muy mal. Esa petaca es mía, no tuya. Voy a sacarte la cinta de la boca y si gritas me enfadaré mucho. ¿Lo entiendes?
Wayne asintió.
—Lo entiende —aseguró Lorna con voz trémula—. En serio. Quizá no parezca muy listo, pero lo es. Siempre digo que podría haber llegado muy lejos si no fuera tan vago.
—Ya me conozco la historia de su vida —le interrumpió Packy—. Se la contó a un periodista. Y te mencionaba a ti.
Lorna se volvió bruscamente hacia Wayne.
—¿Qué dijiste? —le preguntó.
—Packy, tenemos que darnos prisa —le instó Jo-Jo.
Packy le miró enfurecido. Se había percatado de que el miedo empezaba a desaparecer de los ojos de Covel. La novia tenía razón. Covel no era ningún idiota. Ahora mismo su cerebro estaba funcionando a toda máquina, buscando la forma de conservar los diamantes. Con gesto rápido, Packy le arrancó la cinta de la boca, arrastrando en el proceso los pelos más largos de su bigote.
—¡Ayyyyy! —aulló Wayne.
—No seas llorica. Millones de mujeres pagan para que les hagan esto todos los meses. Se llama depilación. —Packy se inclinó sobre la mesa—. La petaca. Los diamantes. Ya.
—Wayne no tiene ningún diamante —aseguró Lorna—. De hecho, no tiene un céntimo. Si no me cree, mire en la caja de puros que hay junto al fregadero. Está llena de facturas, la mayoría con el sello de vencidas.
—Señora —dijo Packy—, ¡cierre el pico! Covel, queremos los diamantes.
—No los tengo.
—¡Sí los tienes! —gruñó Packy.
Extrajo de su bolsillo el diamante amarillo que habían encontrado en el suelo del sótano. Lo agitó delante de la nariz de Covel y luego lo dejó sobre la mesa.
—Estaba entre los trapos sucios que arrojaste al sótano.
—Se le debió de caer a alguien. Hoy ha entrado y salido mucha gente. —La voz de Covel era chillona.
—¡Qué diamante tan bonito! —aulló Lorna.
Está asustado, pero no tanto como para no hacernos perder el tiempo, pensó Packy. Se inclinó sobre la mesa hasta tener la cara a dos centímetros de la de Wayne.
—Podría pedir a Jo-Jo que se encargue de ti. Y si lo hace, te aseguro que hablarás. Pero soy buena persona. Y justa. —Recogió el diamante y lo introdujo en el bolsillo de la camisa de Wayne—. Esa cosita que tienes junto al corazón vale dos millones de dólares. Es tuya si nos das la petaca con el resto ahora mismo.
—Ya te he dicho que no sé nada de esos diamantes.
Está ganando tiempo, pensó Packy. Quizá sepa que tiene que venir alguien. Levantó el machete y lo miró pensativamente.
—Creo que se nos ha agotado la paciencia, ¿verdad, Jo-Jo?
—Se nos ha agotado la paciencia —convino Jo-Jo con gravedad.
Packy elevó el machete por encima de su cabeza y apuntó hacia la mesa de la cocina. Con un fuerte golpe, lo clavó en la madera de la mesa. Luego tiró de él.
—Es el machete que te regalé por Navidad, Wayne —gritó acusadoramente Lorna.
—Y por él estamos metidos en este lío —gruñó Wayne. Se volvió hacia Packy—. De acuerdo, te lo diré, pero solo si me das otro diamante, el que parece un huevo de petirrojo. Te quedarán muchos más.
—Si tienes tantos diamantes, a mí también me gustaría uno —intervino Lorna—. Aunque sea pequeño.
—No los hay pequeños —espetó Packy—. Covel, tú quieres el huevo de petirrojo y tu amiga quiere un diamante pequeño. Tendríais que estar juntos. Formáis un buen equipo. ¿Dónde está la petaca?
—¿Aceptas el trato? —Preguntó Wayne—. Yo me quedo con dos diamantes. A ella, ni caso.
—¿La petaca?
—Todavía no me has prometido que me los darás.
—¡Te lo prometo! ¡Qué me muera si rompo mi palabra!
Wayne titubeó, cerró los ojos y luego los abrió lentamente.
—Confiaré en ti. La petaca esta en el cajón inferior de la cocina, dentro de una cacerola grande a la que le falta el mango.
Una fracción de segundo después Jo-Jo estaba arrodillado en el suelo, tirando del cajón y removiendo cacerolas, sartenes y una bandeja de horno oxidada. La cacerola grande estaba atascada en el fondo. Jo-Jo tiró de ella con tanta fuerza que el cajón salió disparado y le derribó. Sus manos, con todo, seguían aferradas a la cacerola. La abrió, miró dentro e introdujo una mano.
—¿Es lo que andamos buscando, Packy? —Sacó la petaca.
Packy se la arrebató, desenroscó el tapón, volcó algunos diamantes en su mano y los acunó con dulzura al tiempo que suspiraba de alivio.
—Parece que está llena. Supongo que el diamante que encontramos era el único que faltaba.
—¿El huevo de petirrojo? —le recordó Wayne.
—Ah, sí. —Packy volcó con cuidado otros diamantes—. Aquí está, tan grande que casi no puede salir. Pero no importa.
Devolvió los diamantes a la petaca. Entonces se volvió y su brazo salió disparado. Mientras recogía el diamante amarillo del bolsillo de Wayne, este le mordió un dedo.
—¡Ay! —Gritó Packy—. Espero no pillar la rabia.
—¡Wayne, sabía que no debías confiar en él! —gritó Lorna—. Nunca haces nada bien.
Jo-Jo les tapó la boca con cinta adhesiva. Packy agitó la petaca delante de las narices de Covel.
—Te crees muy listo —dijo—. Y tu novia también se cree muy lista. Qué lástima que no tenga tiempo de venderos el puente de Brooklyn. Las personas que creen que un ladrón cumple su palabra no deberían ocupar un espacio en este mundo.
Él y Jo-Jo se dirigieron a la puerta de atrás.