Opal se sentía como aquella vez que le pusieron anestesia para la operación de apendicitis. Recordaba que había oído decir a alguien: «Está despertando, dale más».
Y que otra persona repuso: «La que le hemos puesto podría derribar a un elefante».
Ahora se sentía como entonces, como si, envuelta por una niebla o sumergida en agua, intentara emerger a la superficie. Recordaba que, durante la operación de apendicitis, había intentado decirles: «Soy dura, no podréis derribarme tan fácilmente».
Eso mismo estaba pensando ahora. Cuando fue al dentista, casi habían necesitado un tanque de óxido nitroso para extraerle la muela del juicio. Pedía constantemente al doctor Ajong que aumentara la dosis, que seguía tan serena como un juez.
¿De dónde he sacado una tolerancia tan alta?, se preguntó, vagamente consciente de que, por alguna razón, no podía mover los brazos. Supongo que cuando te operan te sujetan con correas, pensó mientras volvía a dormirse.
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Al rato empezó a subir de nuevo hacia la superficie. ¿Qué demonios me pasa?, se preguntó. Me siento como si me hubiera bebido cinco vodkas. ¿Por qué? Pensó que a lo mejor volvía a estar en la boda de su prima Ruby. El vino que habían servido era tan barato que bastaron dos copas para provocarle resaca.
Ruby es mi prima… Yo soy Opal… La hija de Ruby es Jade… Todas piedras preciosas, pensó amodorrada. Aunque ahora mismo no me siento como un ópalo. Me siento como una piedrecita. Los Picapiedra. Alguien ganó un premio por proponer que llamaran a la pequeña Piedrecita. Cuando le dije a papá que Opal me parecía un nombre tonto, me contestó: «Háblalo con tu madre, fue idea suya». Mamá dijo que el abuelo nos llamaba sus piedras preciosas y que él propuso los nombres. Piedras preciosas.
Opal volvió a dormirse.
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Cuando abrió de nuevo los ojos, trató de mover los brazos y enseguida supo que algo pasaba. ¿Dónde estoy?, pensó. ¿Por qué no puedo moverme? ¡Ya lo recuerdo! ¡Packy Noonan! Me vio cuando anotaba la matrícula. Y esos otros dos. Esos me ataron. Estaba sentada a la mesa de la cocina. Compraron diamantes con el dinero que me robaron. Ellos robaron el árbol de Navidad. Pero no tienen los diamantes, todavía no. El hombre de la televisión, el de los arañazos en la cara, los tiene. ¿Cómo se llamaba? Wayne… Yo estaba sentada a la mesa de la cocina. ¿Qué ocurrió? El café tenía un sabor extraño. No me lo terminé. Volvió a dormirse.
Justo antes de despertar una vez más, tuvo un sueño en el que había olvidado apagar el fogón. En el sueño olía a gas. Al despertarse, susurró en voz alta:
—No es un sueño. Huele a gas.