Wayne Covel intentó conciliar el sueño después de esconder la petaca de diamantes en el olmo del jardín.
Absurdo. Comprendió que esconder los diamantes en el árbol era una estupidez. Si esos tipos del centro Rockefeller irrumpían en su propiedad para rogarle que les dejara cortar su pícea, a saber lo que podría ocurrir. El árbol donde había escondido la petaca no estaba lejos de la pícea. ¿Y si a algún fotógrafo se le ocurría subirse al olmo para hacer una foto de los hombres cortando el árbol?
Tener la petaca fuera de la vista le inquietaba.
Justo antes del amanecer salió de casa, trepó al olmo y recuperó la petaca. Se la llevó a la cama, desenroscó el tapón, echó un rápido vistazo a los diamantes y se quedó dormido abrazado a la petaca como un bebé a un biberón.
Cuando Lem Pickens le aporreó la puerta en compañía del jefe de policía, Wayne se incorporó de un salto y la petaca salió disparada de sus manos. La petaca salió por los aires y golpeó el suelo de madera con un golpe seco. Los diamantes volaron por la caótica habitación y aterrizaron entre los montones de ropa sucia que cubrían el suelo.
Wayne abrió la puerta principal con su camisa roja de dormir y, atónito, tropezó con un despliegue de cámaras de televisión. Lo primero que le vino a la cabeza fue la terrible posibilidad de que el jefe de policía tuviera esa orden de registro que tanto le preocupaba. Cuando comprendió que solo habían venido para que Lem pudiera gritarle, Wayne gritó a su vez y les cerró la puerta en las narices. La casa de un hombre es su castillo, se dijo. No tenía por qué soportar las impertinencias de nadie. Corrió el cerrojo de la puerta y se apresuró hacia su cuarto para recoger los diamantes. Después de rebuscar entre la ropa sucia y convencerse de que volvía a tenerlos todos en la petaca, sintió la inusual motivación de hacer una colada. Ojalá se me hubiera ocurrido contar los diamantes ayer por la noche, aunque la petaca parece llena, pensó.
Agarró uno de los montones de ropa sucia, fue hasta la puerta de la cocina que conducía al sótano, la abrió, encendió la luz y descendió por los chirriantes escalones, evitando el último, que estaba roto. Con razón no vengo mucho por aquí, pensó al respirar el olor a humedad del sótano. Debería hacer una buena limpieza, se dijo, aunque ahora ya puedo contratar a alguien para que la haga. Lo primero que debería hacer es echar abajo la carbonera. Papá se pasó a la calefacción de queroseno después de la Segunda Guerra Mundial, pero nunca se decidió a echar abajo la carbonera. Simplemente la cerró, le puso una puerta y la convirtió en un taller que nunca utilizó.
Yo tampoco le he dado uso, pensó Wayne. Probablemente sería más fácil prender fuego al lugar y empezar de cero que limpiarlo. Dejó la pila de ropa en el suelo, frente a la lavadora, alargó un brazo hasta el estante, agarró la caja de detergente casi vacía y vertió el contenido en la máquina. Recogió la mitad de la ropa, la introdujo en el tambor, cerró la tapa, giró el disco y se marchó.
Tenía el televisor sobre el mostrador de la cocina, al lado del ordenador portátil. Preparó una cafetera, encendió la tele y trasladó el ordenador a la mesa. Durante el resto de la mañana mantuvo la tele encendida, saltando nerviosamente de un noticiero a otro. Todos los canales estaban cubriendo la noticia del árbol desaparecido. También oyó una y otra vez que Packy Noonan, un estafador que acababa de recibir la libertad condicional, había sido visto subiendo a una furgoneta con matrícula de Vermont y había trabajado en Stowe, en un programa para jóvenes problemáticos.
Packy Noonan, pensó Wayne. Packy Noonan. El nombre me suena.
Wayne estaba intentando, al mismo tiempo, instruirse sobre lo que se cocía en el mundo de los diamantes visitando varias páginas web. Tengo que averiguar dónde puedo vender esto, pensaba. Encontró varios anuncios de tasación. «Compramos al precio más alto y vendemos al más bajo», era el eslogan de la mayoría de los lugares que comerciaban con diamantes. Ya, pensó Wayne. Y sí, ya sé que los diamantes son para siempre. Que son el mejor amigo de la mujer. Que demuestran que la quieres. ¡Por favor! Sonrió. Lorna estaría salivando si se hallara aquí con él, viendo estas preciosidades.
Como dotado de una percepción extrasensorial, o mejor aún, como si la dotada fuera ella, escuchó el clic que le informaba de que había recibido un mensaje. Convencido de que era de alguien que le requería para hacer algún trabajillo, le sorprendió comprobar que era de su ex novia.
Wayne,
Veo que aún no te has deshecho de esa camisa roja y que sigues peleándote con Lem Pickens. Y me han contado que si su árbol no aparece, puede que corten el tuyo para el centro Rockefeller. Yo sé que eres incapaz de robarle el árbol, ¡sería demasiado trabajo! Sí te veo capaz de agarrar el machete que te regalé por Navidad y cortar una o dos ramas, pero eso sería todo. Si eligen tu árbol y deseas una acompañante para viajar a Nueva York, llámame.
Besos y abrazos,
Lorna.
P. D.: ¿Cómo te has hecho esos arañazos en la cara? Se diría que tienes una nueva novia con mucho brío. ¡O a lo mejor es cierto que estuviste hurgando en ese árbol!
Wayne miró el correo con indignación. Besos y abrazos, pensó despectivamente. Solo busca un viaje gratis a Nueva York. Quiere estar en el meollo. Si conociera la verdadera novedad que corre por la casa de los Covel, vendría volando en su escoba.
Le hizo gracia que le mencionara el machete que le había regalado por Navidad. Después de abrirlo, ella se empeñó en grabarle el nombre. Ni que fuera de oro. Entonces, poco a poco, en su mente se formó una inquietante posibilidad.
Machete.
Esta mañana, cuando fue a buscar la petaca, notó que el cinturón de herramientas pesaba menos de lo normal. Cuando se lo quitó, lo dejó en la silla de la cocina. Ahora alargó una mano y, esperando contra toda esperanza, lo levantó.
¡El machete no estaba!
¿Se me cayó anoche cerca del árbol de Lem? Me puse tan nervioso cuando encontré la petaca que si el machete se me hubiese caído probablemente no lo habría notado. ¿Por qué tuvo Lorna que empeñarse en grabar mi nombre?
Lem todavía no había encontrado el machete, o de lo contrario lo habría agitado delante de mis narices esta mañana.
Esos ladrones que cortaron el árbol… a lo mejor lo han encontrado ellos. A lo mejor en estos momentos se dirigen hacia aquí. A lo mejor me matan por haberles quitado el botín.
No quiero estar aquí solo, pensó. Por otro lado, si me largo todo el mundo pensará que corté el árbol.
Sonó el teléfono. Deseoso de escuchar otra voz, Wayne descolgó.
—¿Diga?
La persona al otro lado del teléfono no dijo nada.
—¿Diga? —repitió, nervioso, Wayne—. ¿Hay alguien ahí?
La respuesta fue un chasquido en la oreja.