Opal se había desmayado mientras la arrastraban hasta la casa. Cuando los hombres la dejaron en un sillón destartalado de la sala, recuperó el conocimiento al instante, pero comprendió que era preferible fingir que seguía inconsciente hasta que pudiera decidir qué hacer. La casa olía a grasa chamuscada, las ventanas y las puertas estaban abiertas de par en par, sin duda para que se marchara el olor, y la fría corriente de aire la hacía tiritar. A través de los ojos entornados, dedujo que Benny y Jo-Jo habían ayudado a Packy a entrarla.
¡Esos tres ladrones juntos otra vez! Moe, Larry y Curly, pensó con desdén. Dios no dotó a esos gemelos de un físico atractivo, pensó. Recordé que Benny caminaba como un pato y ahora aquí estoy. Debí contarle a Alvirah adónde iba y por qué. Entonces le asaltó un pensamiento escalofriante: ¿Qué van a hacer conmigo?
—Ya puedes cerrar las ventanas —ladró Packy—. Hace un frío que pela. —Se acercó al sillón, miró a Opal y empezó a darle palmaditas en la cara—. Vamos, despierta. No te pasa nada.
Asqueada por el tacto de su mano, Opal abrió los ojos de golpe.
—¡Sácame las manos de encima, Packy Noonan! ¡Desgraciado ladrón!
—Parece que has recuperado el conocimiento —gruñó Packy—. Jo-Jo, Benny, llevadla a la cocina y atadla a una silla. No quiero que se escape.
Los esquís de Opal estaban en el suelo. Los gemelos la metieron en la cocina, donde un Milo muy nervioso estaba preparando otra cafetera y preguntándose cuál era la pena por secuestro. Las ventanas de la cocina seguían abiertas. El olor a grasa de tocino y crepes chamuscados, mezclado con el aire gélido, contribuyeron a que Opal viera la situación aún más negra.
Miró a Milo.
—¿Eres el cocinero? Me temo que necesitas algunas clases.
—Soy poeta —respondió tristemente Milo.
Benny y Jo-Jo pasaron una cuerda por las piernas y el torso de Opal.
—Dejadme las manos libres —espetó Opal—, por si queréis que os escriba otro talón. Y me gustaría una taza de café.
—Qué graciosa, la señora —gruñó Jo-Jo.
—Ya basta —dijo Packy, entrando en la cocina—. No veo a nadie ahí afuera. Probablemente ha venido sola. —Se sentó a la mesa, frente a Opal—. ¿Cómo sabías que estábamos aquí?
—Primero mi café.
Estupefacción y luego ira habían sido las primeras reacciones de Opal ante lo ocurrido. Entonces leyó la desesperación en el rostro de Packy y comprendió que en ese momento se suponía que debía estar en el centro de reinserción de Nueva York. Estaba segura de que no le habían dado el fin de semana para ir a Vermont. ¿Había venido a buscar el dinero que ella siempre había sospechado que tenía escondido, luego largarse del país? ¿Estaba el dinero en algún lugar de por aquí?
¿Qué otra razón podría haber traído a Vermont a él y los gemelos Como? El esquí seguro que no.
—¿Lo quiere con leche y azúcar? —preguntó cortésmente Milo—. Tenemos desnatada y semidesnatada.
—Desnatada y sin azúcar. —Opal contempló a los gemelos—. A vosotros tampoco os vendría mal tomaros el café así.
Curiosamente, Opal estaba empezando a disfrutar de la oportunidad de lanzar insultos a esos hombres que tanto sufrimiento le habían causado. Debería estar más asustada, pensó. Pero siento como si ya me hubieran hecho el peor daño posible.
—He intentado hacer régimen —dijo Benny—, pero es difícil cuando estás bajo presión.
—Llevas bajo presión cuatro días —espetó Packy—. Prueba doce años y medio en la cárcel.
Milo colocó una taza de café delante de Opal.
—Que aproveche —susurró amablemente.
—Y ahora, Opal, habla —exigió Packy.
Opal había estado considerando en silencio cuánta información debía facilitarles. Si les decía que iban a venir a buscarla, ¿la dejarían aquí o se la llevarían con ellos? Decidió ceñirse a la verdad.
—El otro día, cuando estaba haciendo esquí de fondo, vi a un hombre en el jardín colocando unos esquís en el porta-esquís de la furgoneta. Su figura me resultó familiar. No podía quitármelo de la cabeza, y esta mañana caí en la cuenta de que me recordaba a Benny, así que decidí anotar la matrícula. Eso es todo.
—Benny ataca de nuevo —gruñó Packy—. ¿A quién se lo dijiste?
—A nadie, pero la gente con la que estoy empezará a preguntarse por qué no he vuelto. —Opal decidió no revelar que entre sus amigos estaba el jefe de la Brigada de Casos Principales del Departamento de Policía de Nueva York, una detective privada y la mejor detective aficionada de este lado del Atlántico.
Packy la miró fijamente.
—Pon la tele, Benny —ordenó. Había un aparato de diez pulgadas sobre el mostrador de la cocina—. Veamos si ya han descubierto el tocón.
La sincronía fue perfecta. La cámara enfocaba en ese momento a un Lem Pickens agitado y furioso que señalaba el tocón y juraba que su vecino Wayne Covel había robado el árbol. Packy levantó de la mesa el machete con el nombre de Wayne.
—Ese es nuestro hombre —dijo—. Benny, Jo-Jo, tengo que hablar con vosotros a solas. —Se volvió hacia Milo—. Vigílala. Recítale un poema o lo que sea.
—¡Alguien ha cortado el árbol del centro Rockefeller! —exclamó Opal mientras los tres compinches entraban en la sala de estar y se congregaban en un rincón para no ser oídos.
Milo señaló la sala de estar.
—Fueron ellos. ¿Puede creerlo?
—Jo-Jo —dijo Packy—, compraste los somníferos para el vuelo a Brasil.
—Claro, Packy.
—¿Dónde están?
—En mi bolsa.
—Tráeme el frasco ahora mismo.
Benny parecía molesto.
—Packy, sé que anoche dormimos poco, sé que estas nervioso y disgustado, pero no me parece acertado que te tomes un somnífero ahora.
—Eres un completo idiota —farfulló Packy entre dientes.
Jo-Jo subió disparado y regresó con el frasco de somníferos en la mano. Miró interrogativamente a Packy mientras se los tendía.
—Tenemos que entrar como sea en casa de Wayne Covel para buscar los diamantes. Aunque atemos a Opal, corremos el riesgo de que huya. Tenemos que asegurarnos de que permanecerá inconsciente hasta que subamos al avión. Unos cuantos somníferos la tendrán tranquilita durante dieciocho horas por lo menos.
—Pensaba que Milo se quedaba aquí.
—Así es. Estará durmiendo con Opal.
Packy extrajo cuatro comprimidos del frasco.
—¿Cómo piensas conseguir que se traguen esas cositas? —susurró Benny.
—Servirás a Milo una taza de café, le echarás dentro dos somníferos y lo removerás. Seguro que se lo bebe. No entiendo cómo puede permanecer sentado el tiempo necesario para escribir un poema con todo el café que traga. Yo seré amable y prepararé una taza para la señorita ricachona. Si no se lo bebe, pasaremos al plan B.
—¿Cuál es el plan B?
—Metérselo por la boca a la fuerza.
Mudos, regresaron a la cocina, donde Opal estaba enumerando a Milo toda la gente que había perdido dinero en la estafa.
—Una pareja invirtió el dinero de su jubilación —dijo— y tuvo que venderse su preciosa casita de Florida. Ahora complementan su subsidio de la seguridad social con trabajos esporádicos. Y luego está la mujer que…
—La mujer que bla, bla, bla—le interrumpió Packy—. Yo no tengo la culpa de que fueran tan estúpidos. Me gustaría otra taza de café.
Milo saltó de la silla.
—No te molestes, Milo, yo se lo serviré —se ofreció Benny.
—¡Oh, mirad esto! —exclamó Packy, señalando el televisor al tiempo que agarraba la taza de Opal y caminaba hasta el fogón.
En la pantalla aparecían el jefe de policía y Lem Pickens llamando a la puerta de una casa desvencijada. La voz de un periodista estaba contando a los telespectadores que una hora antes el jefe de policía había insistido en acompañar al indignado Lem Pickens a casa de Wayne Covel. «Pickens ha tenido varias peleas con Covel a lo largo de los años y el árbol de Covel estuvo a punto de ser elegido por el centro Rockefeller», explicó el periodista.
—Recuerdo haber visto esa covacha cuando era niño —dijo Packy mientras colocaba la taza delante de Opal—. Ahora tiene todavía peor pinta.
La puerta de la casa se abrió y por ella apareció un hombre de aspecto desaliñado que vestía una camisa de dormir roja. Él y Lem intercambiaron frases acaloradas. El rostro de Wayne Covel aparecía en primer plano. No era una imagen agradable.
—Mirad esos arañazos —gruñó Packy—. Son frescos. Se los hizo cuando hurgó en el árbol y se llevó nuestro termo.
—Me han dicho que tú cortaste el árbol —acusó Opal a Packy—. ¿Qué habías escondido en él? ¿Algo que me pertenece?
Packy la miró directamente a los ojos.
—Diamantes —respondió con sorna—. Una petaca llena de diamantes que valen una fortuna. Uno de ellos vale tres millones de dólares. Le puse tu nombre. —Señaló el televisor—. El de los arañazos los robó, pero vamos a recuperarlos. Pensaré en ti cuando nos estemos dando la gran vida con tu dinero.
—No lo conseguirás —escupió Opal.
—Sí lo conseguiré. —Packy contempló la taza medio vacía de Opal y sonrió. Luego contempló la de Milo, que todavía contenía tres cuartos de café. Tomó asiento—. Y ahora a callar todo el mundo. Quiero ver las noticias.
Vieron algunos anuncios y luego llegó la previsión del tiempo.
—Hace un día gris y frío. Parece que se avecina otra tormenta —advirtió el hombre del tiempo.
Packy y Jo-Jo se miraron. Habían llamado a su piloto en mitad de la noche para ordenarle que los esperara en la pista de aterrizaje próxima a Stowe. Ahora, con la llegada de posibles tormentas, su huida podría retrasarse. Packy estuvo a punto de saltar de la silla, pero sabía que tenía que mantener la calma hasta que los somníferos empezaran a hacer efecto. Sentía que la oportunidad de huir a Brasil empezaba a desvanecerse.
Cuando el hombre del tiempo terminó sus previsiones, hicieron un refrito sobre el árbol robado. Luego pasaron a otra noticia.
—Packy Noonan, un estafador convicto que ha incumplido las condiciones de su libertad condicional, fue visto ayer subiendo a una furgoneta en Manhattan. La furgoneta tenía esquís en el techo y matrícula de Vermont. —La foto de Packy apareció en la pantalla—. Eso significa que podría estar dirigiéndose hacia aquí—dijo el presentador.
—Esperemos que no —exclamó su colega—. Cuesta creer que estafara a tanta gente; no parece muy inteligente.
—No lo es —dijo, amodorrada, Opal.
Desoyendo el comentario, Packy se levantó de un salto para bajar el volumen.
—Genial. No podemos utilizar la furgoneta y toda la gente del pueblo ha visto mi foto.
—Y nadie olvida una cara bonita —añadió Opal.
Sentía los ojos muy pesados.
Benny empezó a bostezar. Entonces miró la taza de café que tenía en la mano y el horror se dibujó en su cara. Se volvió hacia Packy y Jo-Jo y advirtió que ambos le estaban mirando igualmente horrorizados. Benny sabía que era preferible callar.
Jo-Jo pronunció en silencio la palabra «imbécil» y subió en busca de otros dos somníferos. Regresó y volvió a llenar la taza de Milo.
En menos de veinte minutos había tres cuerpos comatosos en la cocina. Todas las cabezas descansaban sobre la vieja mesa de madera.
—Lamento que mi hermano se distrajera con la noticia —se disculpó Jo-Jo—. A veces le cuesta concentrarse en más de una cosa al mismo tiempo.
—Sé lo que ocurrió —gruñó Packy—. Llevemos al poeta y a la bocazas arriba y atémoslos a las camas. A Benny lo meteremos en el maletero del coche de Milo. En cuanto recuperemos esos diamantes, saldremos pitando de este pueblo.
—Tal vez deberíamos dejar a Benny aquí, con una nota, y recogerle cuando hayamos terminado —propuso Jo-Jo.
—¡No dirijo un servicio de taxis! En el maletero estará bien. Solo espero que no tengamos que cargarlo hasta el avión. Y ahora, ¡en marcha!