Esa mañana temprano, cuando el sol empezaba a asomar por encima de la montaña, Lem y Viddy estaban caminando por su propiedad con raquetas de nieve, impacientes por echar una última mirada a su amado árbol antes de entregarlo al mundo.
—Sé que es difícil, Viddy —dijo Lem. Su aliento era visible con el frío de la mañana—. Pero pensemos en lo bien que vamos a pasarlo en Nueva York. Y el árbol no desaparecerá, Viddy. Me han contado que después de bajarlo, a veces utilizan el árbol para hacer astillas para el Ruta Apalache.
Tambaleándose en la nieve, Viddy contestó con voz llorosa:
—Me alegra oír eso, Lem, pero yo ya no estoy para subir por el Sendero Apalache. Esos días quedaron atrás.
—A veces utilizan el tronco para hacer obstáculos de caballos para el Centro Ecuestre de Estados Unidos.
—No quiero que ningún caballo salte por encima de mi árbol. Además, ¿dónde está el Centro Ecuestre?
—En New Jersey.
—Olvídalo. Este viaje a Nueva York será la última vez que haga una maleta. Cuando regresemos, podrás dar mis bolsas a Goodwill y recibir un descuento.
Doblaron por la curva que se abría al claro y los ojos se les salieron de las órbitas. En el lugar donde su amado árbol había crecido y prosperado durante cincuenta años ahora solo había un tocón de unos treinta centímetros de alto. La escalera que los obreros habían utilizado con el fin de preparar el árbol para el viaje a Nueva York yacía en el suelo, de costado, y la grúa estaba situada en un ángulo diferente del de la noche anterior.
—Se escurrieron de madrugada y cortaron nuestro árbol —bramó Lem—. Espera a que les ponga las manos encima a esos neoyorquinos. Era nuestro árbol hasta las diez de esta mañana. No tenían derecho a cortarlo ni un minuto antes.
Viddy, siempre la más rápida de los dos a la hora de procesar información, señaló la grúa.
—Pero, Lemmy, ¿por qué iban a hacerlo si sabían que habría un montón de periodistas y cámaras de televisión? A la gente de Nueva York le encanta la publicidad. ¿Recuerdas que lo leímos en algún lado? —Arrancada de su estado nostálgico por el impacto, declaró—: Esto no tiene sentido.
Al acercarse al tocón, oyeron el motor de un vehículo.
—Puede que vengan por la grúa —dijo Lem mientras se colocaban en posición de defensa a ambos lados del tocón—. Voy a decirles a esos tipos lo que pienso.
Un hombre de treinta y tantos años, a quien Lem había conocido el día antes, cuando estaban atando las ramas inferiores del árbol, había echado a andar hacia ellos. Phil no se qué se llamaba, recordó Lem. Observaron que en su rostro se dibujaba una expresión de estupefacción.
—¿Dónde está el árbol? —aulló.
—¿No lo sabe? —estalló Lem.
—¡Por supuesto que no lo sé! Me desperté temprano y decidí venir. Los demás llegarán a las ocho. ¿Y dónde está nuestro camión?
—Lem —dijo Viddy—, te dije que no tenía sentido que esa gente del centro Rockefeller cortara nuestro árbol antes de la hora fijada. ¿Pero quién pudo hacerlo?
Su marido se irguió en toda su estatura, que se había encogido a un metro ochenta y cinco, señaló la arboleda con dedo acusador y bramó:
—¡Ese zorro de Wayne Covel!
*****
Casi cuatro horas más tarde, cuando los Mehan y los Reilly llegaron al lugar, Lem seguía farfullando la misma acusación para que todo el mundo la oyera. Como ya había corrido el rumor de que alguien había conseguido huir con un árbol de tres toneladas, el centenar de visitantes esperado se había triplicado. El bosque estaba abarrotado de periodistas, cámaras de televisión y corresponsales de las principales cadenas. Para deleite de los medios de comunicación allí reunidos, lo que había comenzado como una bella historia americana se había convertido en una bomba.
Los Mehan y los Reilly se abrieron paso hasta el jefe de policía, que estaba en lo que parecía el puesto de mando, en la linde del claro. Alvirah estaba examinando la multitud con la esperanza de que Opal, debido a su retraso, hubiera ido directamente allí.
Jack se presentó, presentó a los demás y explicó al jefe de policía que Alvirah estaba escribiendo un artículo para un periódico neoyorquino.
—¿Puede ponernos al corriente, jefe?
—Resulta que el árbol que tenía que acabar en su ciudad ha volado. Encontramos un camión plataforma abandonado en la carretera 100, cerca de Morristown, que creo que tiene que ver con el asunto. Están rastreando la matrícula. La gente del centro Rockefeller ha ofrecido diez mil dólares por el árbol si sigue en buen estado. Con toda esta cobertura —señaló las cámaras— será mucha la gente que esté ojo avizor.
—¿Cree que ha podido ser obra de unos adolescentes? —preguntó Alvirah.
—Tendrían que ser adolescentes muy listos —respondió el jefe de policía con escepticismo—. No es tan fácil talar un árbol de ese tamaño. Si lo cortas con el ángulo equivocado, se te puede caer encima. Pero quién sabe. Supongo que podría aparecer en un campus universitario cubierto de espumillón, aunque lo dudo.
Lem Pickens se estaba calmando al fin. No se había movido del lugar en cuatro horas, salvo por la escapada relámpago con la policía para golpear la puerta de Wayne Covel a las siete y veinte. Ni siquiera su justificada ira podía seguir manteniéndole en calor. Viddy se había marchado a casa un par de veces para tomar una taza de café y sacudirse el frío. Ahora, al pasar junto al jefe de policía, el matrimonio se detuvo.
—Jefe, ¿han vuelto a hablar con Wayne Covel, el ladrón de árboles?
—Lem —dijo el jefe de policía con aire cansino—, sabe que es pronto para hacerle preguntas. Esta mañana lo sacamos de la cama. Asegura que no sabe nada. Que crea que es culpable no significa que lo sea.
—Entonces, ¿quién lo hizo? —preguntó Lem.
Su pregunta no esperaba respuesta.
Alvirah aprovechó el momento.
—Señor Pickens, soy reportera de The New York Globe. ¿Podría hacerle unas preguntas sobre alguien que trabajó para usted hace unos años?
Lem y Viddy se volvieron hacia el grupo.
—¿Quién ha dicho que es? —preguntó Lem.
—Somos de Nueva York y le interesará saber que entre todos nosotros hemos resuelto muchos crímenes.
Alvirah presentó el grupo a los Pickens.
—¡He leído sus libros, Nora! —Exclamó Viddy—. ¿Por qué no vienen a casa a tomar una taza de chocolate caliente y hablar?
Estupendo, pensó Alvirah. Así podremos preguntarle sobre Packy Noonan sin interrupciones.
—Claro, vengan —dijo ásperamente Lem, agitando su enérgica mano para confirmar la invitación.
Alvirah se volvió hacia el jefe de policía.
—Mi amiga salió a practicar esquí de fondo esta mañana temprano y debía reunirse con nosotros para desayunar. Estoy empezando a preocuparme.
Willy le interrumpió.
—Cariño, seguro que está bien. Me quedaré aquí para esperarla. Seguro que aparece. Cuando lo haga, iremos a buscaros o nos reuniremos de nuevo aquí.
—¿No te importa?
—No. Hay mucha actividad por estos parajes. Quizá deberías dejarme tu broche.
Alvirah sonrió.
—Ni lo sueñes.
Y, tras dar alcance a los demás, siguió a los Pickens hasta su casa.