Alvirah despertó a las 7.15 con el ánimo expectante.
—Parece el comienzo de la estación navideña, ¿no crees? —Dijo a Willy—. Me refiero a ver el árbol de Navidad del centro Rockefeller aquí, en su entorno natural, antes de su alumbrado en Nueva York.
Después de cuarenta años de matrimonio, Willy estaba más que acostumbrado a las observaciones tempraneras de Alvirah, y había aprendido a soltar gruñidos de asentimiento mientras saboreaba los últimos minutos de modorra.
Alvirah le observó. Willy tenía los ojos cerrados y la cabeza enterrada en la almohada.
—Willy, ha llegado el fin del mundo y tú y yo estamos muertos —dijo.
—Aja —convino Willy—. Es genial.
Es inútil tratar de despertarle, decidió Alvirah.
Se duchó y se puso unos pantalones de lana grises con una chaqueta gris y blanca a juego, otro de los conjuntos que le había elegido la baronesa Min. Se miró en el espejo largo del armario. No estoy mal, pensó con naturalidad. En otros tiempos me habría puesto unos pantalones morados y una sudadera naranja y verde. Supongo que por dentro sigo llevando esa ropa. Willy y yo no hemos cambiado. A los dos nos gusta ayudar a las personas. Él lo hace arreglando tuberías rotas para gente que no puede pagar a un fontanero. Yo lo hago tratando de resolver situaciones cuando la gente está abrumada por los problemas.
Fue hasta la cómoda, tomó el broche con el micrófono en el centro y se lo prendió a la chaqueta. Quiero grabar lo que la gente dirá cuando corten el árbol, se dijo. Será una buena historia para mi columna.
—Cariño.
Alvirah se volvió. Willy estaba sentado en la cama.
—¿Dijiste algo sobre el fin del mundo?
—Sí, y que los dos estábamos muertos. Pero no te preocupes, seguimos vivos y el fin del mundo ha sido suspendido.
Willy sonrió tímidamente.
—Haré la maleta una vez que te hayas duchado y vestido —dijo Alvirah—. Hemos quedado con los demás a las ocho y media en el comedor para desayunar. Qué extraño, no se oye ruido en la habitación de Opal. Será mejor que suba a despertarla.
Ella y Willy ocupaban la suite de la cabaña, situada en la planta baja. Opal estaba arriba, en otro dormitorio espacioso. Alvirah entró en el salón, reparó en el aroma a café y vio la nota de Opal que descansaba en la barra del desayuno. ¿Qué hace Opal ya levantada?, se preguntó, y corrió a leer la nota.
Queridos Alvirah y Willy,
He salido pronto para hacer esquí de fondo. Hay algo que debo comprobar. Os veré en el hotel a las 8.30 para desayunar.
Besos,
Opal
Algo inquieta, Alvirah releyó la nota. Opal esquía bien, pero no conoce los senderos, se dijo. Algunos se alejan mucho. No debió ir sola. ¿Qué es eso tan importante que tiene que comprobar a estas horas?, se preguntó.
Alvirah se acercó a la cafetera y se sirvió una taza de café. Tenía un sabor ligeramente amargo, como si llevara un par de horas en el quemador. Opal ha debido de marcharse muy temprano, pensó.
Mientras esperaba a que Willy se vistiera, se descubrió contemplando las montañas. Se estaban formando nubarrones. Era un día gris. Ahí afuera hay infinitos senderos, pensó. Sería tan fácil que Opal se perdiera.
Eran las ocho menos cuarto. Opal había prometido que se encontraría con ellos a las ocho y media. No tiene sentido preocuparse, se dijo Alvirah. Dentro de un rato estaremos todos juntos disfrutando de un delicioso desayuno.
Willy salió del dormitorio luciendo uno de los jerséis austriacos que había comprado en la tienda de regalos.
—¿Crees que debería aprender a cantar como un tirolés? —Preguntó antes de mirar en derredor—. ¿Dónde está Opal?
—Nos encontraremos con ella en el comedor del hotel —respondió Alvirah.
O por lo menos eso espero, pensó.