Wayne Covel alcanzó la puerta trasera de su casa resoplando y apretando con fuerza la rama de Lem con la petaca de los ladrones. Dejó la rama sobre la mesa de su descuidada cocina, se sirvió un vaso largo de whisky para tranquilizarse y sacó los alicates del cinturón de herramientas. Con dedos temblorosos, cortó el alambre que sujetaba la petaca.
Las petacas solo contienen cosas buenas, pensó mientras daba un sorbo a su whisky. Esta estaba prácticamente sellada, tal era el sedimento que la envolvía. Trato de desenroscar el tapón. Caminó hasta el fregadero y abrió el grifo. Tras un gruñido, brotó un chorrito de agua fría que al rato empezó a salir caliente. Wayne mantuvo la petaca debajo del chorrito hasta que gran parte del sedimento se hubo desintegrado. Todavía necesitó tres poderosos giros con las manos para que el tapón cediera.
Agarró un trapo de cocina mugriento y lo extendió sobre la mesa. Se sentó y lenta, solemnemente, procedió a vaciar el contenido de la petaca en el gallo que ocupaba el centro del trapo. Al ver el tesoro que se desplegaba ante él, los ojos se le salieron de las órbitas. No estaban bromeando. Diamantes tan grandes como el ojo de una lechuza, unos de un precioso color dorado, otros azulados, y uno juraría que tan grande como un huevo de petirrojo. A este tuvo que darle una segunda sacudida para que atravesara la boca de la petaca. El corazón le latía con tanta fuerza que necesitó otro trago de whisky. Le costaba creer que esto estuviera ocurriendo de verdad.
Fue una suerte que Lorna me abandonara el año pasado, pensó. Dijo que ocho años conmigo eran suficientes. Pues ocho años con ella también fueron suficientes. Siempre me estaba encima, encima, encima. Pero era demasiado bueno para echarla. Se fue a vivir a Burlington, a cuarenta y cinco minutos de aquí. Me contaron que estaba concertando citas por Internet. Espero que encuentres a ese hombre sensible que estás buscando, cielo, pensó.
Agarró un puñado de diamantes sin dar todavía crédito a su suerte. Cuando encuentre la forma de deshacerme de algunas de estas piedras, quizá haga un viaje en primera clase y envíe una postal a Lorna contándole lo bien que me lo estoy pasando y lo mucho que me alegro de que no esté conmigo.
Feliz con la idea de restregarle a Lorna su suerte, Wayne procedió a analizar la situación. En cuanto Lem descubra que el árbol ha desaparecido, gritará que yo tengo algo que ver con eso. Sé que me arañé la cara, de modo que tengo que inventarme una excusa sobre cómo ocurrió. Podría decir que, estaba podando uno de mis árboles y perdí el equilibrio, se dijo. Si algo se le daba bien era cuidar de los árboles de su propiedad que todavía no había vendido.
El siguiente problema era dónde esconder los diamantes. Empezó a devolverlos a la petaca. La gente sospechará que yo he cortado el árbol, de modo que debo actuar con mucho tiento. No puedo tenerlos dentro de casa. Si la policía decide registrarla, con la suerte que tengo seguro que los encuentran.
¿Por qué no hago lo que hicieron esos ladrones?, pensó.
¿Por qué no escondo la petaca en uno de mis árboles hasta que el asunto sea olvidado y pueda hacer un viaje a la gran ciudad? Wayne envolvió la petaca con cinta adhesiva marrón y rebuscó en todos los cajones abarrotados de la cocina hasta dar con el alambre para colgar fotos que Lorna había comprado en un intento desesperado por embellecer la casa. Cinco minutos después estaba trepando por el viejo olmo del jardín delantero. Siguiendo el excelente ejemplo de los ladrones, volvió a poner la petaca de diamantes bajo la protección de la Madre Naturaleza.