Aunque esa tarde de mediados de noviembre hacía frío, Alvirah y Willy Meehan decidieron hacer a pie el trayecto entre la reunión del Grupo de Apoyo a los Ganadores de Lotería y su apartamento en el sur de Central Park. Alvirah había creado el grupo cuando ella y Willy ganaron cuarenta millones de dólares en la lotería y empezaron a recibir correos electrónicos de personas que los advertían que también ellas habían ganado mucho dinero, pero que se lo habían pulido en un abrir y cerrar de ojos. Este mes habían adelantado unos días la reunión porque tenían previsto ir a Stowe, Vermont, para pasar un fin de semana largo en el Trapp Family Lodge con su buena amiga y detective privada Regan Reilly, su prometido Jack Reilly, jefe de la Brigada de Casos Principales del Departamento de Policía de Nueva York, y Luke y Nora, los padres de Regan. Nora era una escritora de novelas de misterio de renombre y Luke dirigía una funeraria. Aunque el negocio iba viento en popa, había asegurado que ningún cadáver le impediría disfrutar de estos días de vacaciones.
Casados desde hacía cuarenta años y ambos sexagenarios, Alvirah y Willy estaban viviendo en Flushing, Queens, la noche que las bolitas habían empezado a caer, con un número mágico en cada una, en el mismo orden al que los Meehan llevaban años jugando, una combinación de las fechas de sus respectivos cumpleaños y su aniversario de boda. En aquel momento Alvirah estaba sentada en la sala de estar, con los pies en remojo tras un duro día de limpieza de los viernes en la casa de la señora O'Keefe, una vaga redomada. Willy, fontanero autónomo, acababa de volver de reparar un lavabo en el viejo edificio de apartamentos vecino. Tras un primer instante de absoluta estupefacción, Alvirah se había levantado de un salto, volcando la palangana en el instante, y con los pies chorreando agua, se había puesto a bailar por toda la sala con Willy, llorando y riendo al mismo tiempo.
Desde el primer día ella y Willy habían actuado con sensatez. El único lujo que se permitieron fue la compra de un apartamento con tres habitaciones y una terraza que daba a Central Park. E incluso en eso fueron prudentes, pues conservaron su apartamento de Flushing por si el estado de Nueva York quebraba y no podía seguir pagándoles las cuotas. Ahorraban la mitad del dinero que recibían cada año y lo invertían sabiamente.
El cabello rojo anaranjado de Alvirah, ahora peinado por Antonio, el peluquero de las estrellas, pasó a un tono rubio rojizo. Su amiga la baronesa Min von Schreiber había elegido el elegante traje pantalón de tweed que ahora lucía. Min solía rogarle que no fuera sola de compras, pues en su opinión Alvirah era una víctima ideal para los vendedores que intentaban deshacerse de los errores de los encargados de compras.
Aunque había dejado a un lado la fregona, en su nueva vida Alvirah estaba más ocupada que nunca. Su tendencia a meterse en problemas y resolver conflictos la había convertido en una detective aficionada. Para ayudar a capturar malhechores, en su enorme broche de solapa, con forma de sol, llevaba escondido un micrófono que conectaba cuando intuía que la persona con la que estaba hablando tenía algo que ocultar. Durante sus tres años de multimillonaria había resuelto una docena de delitos y escrito sobre ellos en The New York Globe, un periódico semanal. Sus artículos gustaban tanto a los lectores que ahora gozaba de una columna bisemanal incluso cuando no tenía un delito del que hablar.
Willy había cerrado su empresa individual pero trabajaba más que nunca, pues dedicaba su experiencia de fontanero a mejorar las vidas de las personas ancianas del West Side, bajo la dirección de su hermana mayor, sor Cordelia, una extraordinaria monja dominica.
Hoy el Grupo de Ganadores de Lotería se había reunido en un fastuoso apartamento de la torre Trump, propiedad de Herman Hicks, un hombre al que le había tocado la lotería no hacía mucho y que, según Alvirah estaba diciendo ahora a Willy con preocupación, «se está puliendo el dinero demasiado deprisa».
Estaban a punto de cruzar la Quinta Avenida a la altura del hotel Plaza.
—El semáforo se ha puesto ámbar —dijo Willy—. Con tanto tráfico no me gustaría que nos quedáramos atrapados en medio de la calle. Podrían arrollarnos.
Alvirah hubiera apretado gustosamente el paso. Detestaba desaprovechar un semáforo, pero Willy era un hombre prudente. He ahí la diferencia entre él y yo, pensó con indulgencia. A mí me gusta correr riesgos.
—Creo que a Herman le irá bien —la tranquilizó Willy—. Como bien dijo, siempre soñó con vivir en la torre Trump, y los inmuebles son una buena inversión. Compró el mobiliario a la gente que dejó el piso. El precio parecía razonable, y salvo por el armario que adquirió en Paul Stuart, está gastando con moderación.
—A un viudo de setenta años sin hijos y veinte millones de dólares netos le van a llover las señoras dispuestas a cocinar para él —dijo Alvirah con preocupación—. Ojalá se diera cuenta de lo maravillosa que es Opal.
Opal Fogarty pertenecía al Grupo de Ganadores de Lotería desde su creación. Había ingresado después de leer sobre el mismo en la columna que Alvirah tenía en The New York Globe, porque, según dijo: «Yo soy una ganadora de lotería convertida en una perdedora y me gustaría aconsejar a otros ganadores para que no se dejen timar por sinvergüenzas».
Hoy, como había dos socios nuevos, Opal había relatado su historia. Había invertido en una empresa de transportes y lo único que su fundador había transportado era dinero de la cuenta de Opal a su propio bolsillo.
—Me tocaron seis millones de dólares en la lotería —explicó—. Después de pagar impuestos, me quedaron tres millones. Un tipo llamado Patrick Noonan me convenció para que invirtiera en su empresa. Yo siempre he sentido devoción por san Patrick y pensé que alguien con ese nombre tenía que ser honrado. En aquel entonces ignoraba que todo el mundo llamaba a ese sinvergüenza Packy. La semana que viene saldrá de la cárcel —prosiguió—. Me encantaría ser invisible para poder seguirle, porque estoy segura de que tiene escondido mucho dinero en algún lado.
Los ojos azules de Opal se habían llenado de lágrimas de impotencia al pensar que Packy Noonan conseguiría hacerse con el dinero que le había robado.
—¿Perdiste todo el dinero? —había preguntado, solícito, Herman.
Fue el tono dulce de su voz lo que había puesto en alerta roja la mente casamentera de Alvirah.
—Recuperamos un total de ochocientos mil dólares, pero la minuta de la firma de abogados asignada por el tribunal para buscar nuestro dinero ascendía a casi un millón de dólares, de modo que no nos quedó nada.
No era un suceso extraño que Alvirah estuviera pensando en algo y Willy hiciera un comentario al respecto.
—La historia de Opal impresionó sobremanera a la joven pareja que ganó seiscientos mil dólares rascando un cupón —dijo ahora Willy—, pero de poco le servía eso a Opal. Tiene sesenta y siete años y sigue trabajando de camarera en una cafetería, donde debe cargar con bandejas demasiado pesadas para ella.
—Pronto tendrá unos días de vacaciones —comentó Alvirah—, pero apuesto a que no podrá permitirse salir de la ciudad. Oh, Willy, somos tan afortunados.
Le sonrió fugazmente, pensando por décima vez ese día que Willy era un hombre muy apuesto. Con su masa de pelo blanco, su tez rubicunda, sus vivos ojos azules y su constitución grande, mucha gente comentaba que Willy era la viva imagen del difunto Tip O'Neil, el legendario presidente de la Cámara de Representantes.
El semáforo se puso verde. Cruzaron la Quinta Avenida y caminaron por la linde sur de Central Park hasta su apartamento, situado después de la Séptima Avenida. Alvirah señaló a una pareja que estaba subiendo a un coche de caballos para dar un paseo por el parque.
—Me preguntó si él piensa proponerle matrimonio —dijo—. ¿Recuerdas que tú me lo propusiste ahí?
—Por supuesto que lo recuerdo —respondió Willy—. Me pasé todo el trayecto temiendo no tener suficiente dinero para pagar al cochero. En el restaurante quería dar una propina de cinco dólares al camarero y, burro de mí, le di cincuenta. No me di cuenta hasta que busqué la sortija en el bolsillo para ponértela en el dedo. Me alegro de que hayamos decidido ir a Vermont con los Reilly. Podríamos dar un paseo en uno de esos trineos tirados por caballos.
—Lo que tengo claro es que no pienso hacer esquí alpino —dijo Alvirah—. Por eso dudé cuando Regan nos propuso ir. Ella, Jack, Nora y Luke son excelentes esquiadores. Pero nosotros podemos hacer esquí de fondo, tengo algunos libros que me gustaría leer y hay senderos para pasear. Seguro que no nos aburrimos.
Quince minutos más tarde, en su acogedora sala de estar con impresionantes vistas a Central Park, Alvirah procedió a abrir un paquete que le había entregado el portero.
—Willy, no puedo creerlo —dijo—. Todavía no es siquiera Acción de Gracias y Molloy, McDermott, McFadden y Markey ya nos han enviado un regalo de Navidad.
Las cuatro M, como se la conocía en Wall Street, era la agencia de corredores de bolsa que Alvirah y Willy habían elegido para que manejaran el dinero que destinaban a comprar bonos del Estado o acciones de empresas sólidas.
—¿Y qué es? —preguntó Willy desde la cocina mientras preparaba dos manhattans, su cóctel preferido de las cinco.
—Todavía no lo he abierto —contestó Alvirah—. Ya sabes la cantidad de plástico con que envuelven estas cosas, pero creo que es una botella o un tarro de algo. La tarjeta dice «Felices Vacaciones». Caramba, qué prisas. Ni siquiera estamos en Acción de Gracias.
—Sea lo que fuere, no quiero que te estropees las uñas —le dijo Willy—. Yo lo abriré.
«No quiero que te estropees las uñas». Alvirah sonrió para sí al rememorar los años en que no le había merecido la pena ponerse una sola gota de laca en las uñas porque la lejía y los jabones agresivos que empleaba para limpiar las casas se las destrozaban.
Willy entró en la sala de estar con una bandeja que contenía dos copas y un plato con queso y galletas saladas. La oferta gastronómica de Herman en la reunión había sido Twinkies y café instantáneo, y Willy y Alvirah habían rechazado ambas cosas.
Dejó la bandeja sobre la mesa y levantó el paquete. Tirando con fuerza, retiró la cinta adhesiva y el plástico de burbujas. Su rostro pasó de la expectación a la sorpresa, y de ahí a la estupefacción.
—¿Cuánto dinero tenemos invertido con las cuatro M? —preguntó.
Alvirah se lo dijo.
—Cariño, ven a ver esto. Nos han enviado una tarro de sirope de arce. ¿Les parece adecuado como regalo de Navidad?
—Seguro que es una broma —exclamó Alvirah, meneando la cabeza y arrebatándole el tarro. Entonces leyó la etiqueta—. Willy, mira—dijo—. El sirope no es el único regalo. ¡Nos han regalado un árbol! Lo dice aquí. «Este sirope procede del árbol reservado a Willy y Alvirah Meehan. Por favor, vengan y sangren su árbol para rellenar este tarro cuando esté vacío». Me pregunto dónde estará el árbol.
Willy se puso a rebuscar en la caja.
—Aquí hay una hoja. Es un mapa. —Lo examinó y rompió a reír—. Cariño, ya tenemos algo más que hacer cuando estemos en Stowe. Podemos ir a ver nuestro árbol. Según este mapa, está justo al lado de la propiedad de la familia Trapp.
Sonó el teléfono. Era Regan Reilly llamando desde Los Ángeles.
—¿Todo listo para ir a Vermont? —preguntó—. Nada de echarse atrás, ¿eh?
—En absoluto, Regan —le aseguró Alvirah—. Tengo un asunto que resolver en Stowe. He de encontrar un árbol.