Packy Noonan trazó cuidadosamente una X en el calendario que había clavado en la pared de su celda de la prisión federal ubicada en las proximidades de Filadelfia, la ciudad del amor fraternal. Packy rebosaba de amor por el prójimo. Llevaba doce años, cuatro meses y dos días como huésped del gobierno de Estados Unidos. No obstante, como había cumplido el ochenta y cinco por ciento de su condena y había sido un preso ejemplar, el comité de libertad condicional había decretado, no del todo convencido, su puesta en libertad para el 12 de noviembre. Solo faltaban dos semanas.
Packy, cuyo nombre completo era Patrick Coogan Noonan, era un timador de talla mundial que había estafado cerca de cien millones de dólares a ingenuos inversores a través de una empresa, en apariencia legítima, que él mismo había creado. Cuando se descubrió el pastel, los cerca de ochenta millones que quedaron después de restar el dinero que Packy se había gastado en casas, coches, joyas, sobornos y damas de dudosa reputación, no aparecieron por ningún lado.
Durante sus años en prisión jamás alteró su versión. Packy insistía en que sus dos socios habían huido con el dinero y que él, al igual que sus víctimas, había sido también víctima de su propia candidez.
De cincuenta años, rostro enjuto, nariz aguileña, ojos muy juntos, escaso cabello moreno y una sonrisa que inspiraba confianza, Packy había soportado sus años de confinamiento con estoicismo. Sabía que el día de su puesta en libertad, los ochenta millones que aún conservaba bastarían para compensarle por las molestias sufridas.
Tenía previsto adquirir una nueva identidad en cuanto recogiera el botín. Un avión privado le llevaría a Brasil, donde ya tenía contratado a un cirujano plástico de renombre para que le cambiara aquellos de sus marcados rasgos capaces de delatar lo que pasaba por su cerebro.
Sus socios, que ahora residían en Brasil y estaban viviendo con diez millones de dólares de los fondos desaparecidos, lo habían organizado todo. Packy había escondido el resto de la fortuna antes de que la policía le detuviera, de ahí que supiera que podía contar con la colaboración de sus cómplices.
El plan era que, una vez libre, Packy se personara en su centro de reinserción social de Nueva York, tal como exigían las condiciones de su libertad condicional, cumpliera obedientemente el reglamento durante un día, se quitara de encima a quien pudiera estar siguiéndole y se reuniera con sus socios para dirigirse a Stowe, una localidad situada en el estado de Vermont. Allí ya tendrían alquilada una casa, un camión plataforma, un granero para esconder el vehículo y todo el instrumental necesario para talar un árbol enorme.
—¿Por qué a Vermont? —Había querido saber Giuseppe Como, más conocido como Jo-Jo—. Nos dijiste que habías escondido el botín en New Jersey. ¿Nos estabas mintiendo, Packy?
—¿Crees que te mentiría? —Había preguntado, ofendido, Packy—. Puede que tenga miedo de que hables en sueños.
Jo-Jo y Benny, gemelos de cuarenta y dos años, habían participado en la estafa desde el principio, pero ambos habían reconocido humildemente que carecían del ingenio necesario para concebir grandes planes. Por tanto, aceptaban su papel de soldados de infantería de Packy y se conformaban gustosamente con las migajas que este les dejaba, pues, después de todo, eran migajas lucrativas.
—Oh, árbol de Navidad, mi árbol de Navidad —susurró Packy para sí, imaginando que encontraba una rama en concreto de un determinado árbol de Vermont, y recuperaba la petaca llena de diamantes que llevaba más de trece años allí escondida.