A las nueve de la noche la tormenta había estallado con toda su fuerza y un intenso viento impulsaba las arrolladoras olas que rompían contra la costa este de Cape Cod. «El noreste nos va a alcanzar de lleno —pensó Menley en un esfuerzo por tranquilizarse mientras alargaba el brazo por encima del fregadero para cerrar la ventana—. A lo mejor resulta divertido». Los aeropuertos de la zona estaban cerrados, de manera que Adam había alquilado un coche en Boston. No tardaría en llegar. Tenían comida en abundancia y había hecho acopio de velas, por si acaso se iba la luz; sin embargo, si sus sospechas se veían confirmadas, la sola idea de estar en aquella casa sin otra luz que la de las velas le daba miedo.
Encendió la radio e hizo girar el dial hasta localizar la emisora de Chatham, que ponía música de los años cuarenta. Sorprendida, alzó una ceja al oír que la orquesta de Benny Goodman tocaba las notas iniciales de Recuerda.
«Una canción muy apropiada si se vive en una casa que se llama Recuerda», pensó. Reprimió las ganas de volver a hacer girar el sintonizador, cogió un cuchillo de sierra y empezó a cortar tomates para la ensalada. Adam le había dicho por teléfono que no había tenido tiempo de comer nada. «Pero se te olvidó recordar», cantaba el vocalista.
El sonido peculiar que hacía el viento al rozar la casa había vuelto a empezar. Allí en lo alto del promontorio, sobre las agitadas aguas, la casa se convirtió en una especie de fuelle en medio del vendaval y el silbido que emitía era como una voz distante que gritara: «Re-cuerdaaaa…». Contaba la leyenda que con los años esa particularidad había dado nombre a la casa.
Menley alargó la mano para coger el apio y se estremeció. «Adam llegará enseguida», pensó. Se tomaría un vasito de vino mientras preparaba la pasta.
De repente, se oyó un ruido. ¿Qué era? ¿Se había abierto una puerta? ¿O una ventana? Algo pasaba.
Apagó la radio de un manotazo. ¡La niña! ¿Estaba llorando? ¿Era un sollozo o un sonido sofocado, amortiguado? Menley cogió el interfono que estaba sobre la mesa y se lo acercó al oído. Otro jadeo ahogado y luego nada. ¡La niña se estaba asfixiando!
Salió precipitadamente de la cocina y corrió hacia las escaleras. La delicada ventana en forma de abanico que había encima de la puerta principal proyectaba sombras grises y violetas sobre el suelo de anchos tablones.
Subió a toda prisa a la planta superior y avanzó por el pasillo. Un instante después abría la puerta de la habitación de la niña. De la cuna no salía ningún sonido.
—¡Hannah, Hannah! —gritó.
Hannah estaba tendida boca abajo, con los brazos extendidos, el cuerpo inmóvil. Menley se inclinó, frenética, y volvió a la niña al tiempo que la levantaba. Sus ojos se abrieron desmesuradamente en una expresión de horror.
La cabeza de porcelana de una muñeca antigua descansaba sobre su mano. Una cara pintada la miraba fijamente.
Menley trató de gritar, pero de su garganta no salió sonido alguno. Y entonces, detrás de ella, una voz susurró:
—Lo siento, Menley. Todo ha terminado.