Graham y Anne Carpenter pasaron la mayor parte del miércoles preparando el equipaje. A las dos, Graham vio pasar la furgoneta de Correos y bajó hasta el buzón. Al sacar las cartas echó un vistazo al interior del buzón y le sorprendió descubrir un paquetito en el fondo. Estaba envuelto en papel de estraza y atado con una cuerda, de manera que supo que no era una de aquellas muestras de detergente que aparecían con frecuencia en el buzón.
El paquete estaba dirigido a Anne, pero no había ni matasellos ni remitentes. Graham entró con él en la casa y se lo llevó a la cocina, donde Anne estaba hablando con la criada. Cuando les contó lo que había encontrado advirtió que su mujer adoptaba una expresión de preocupación.
—¿Quieres que lo abra?
Anne asintió con la cabeza. Graham vio la expectación que reflejaba su rostro mientras cortaba la cuerda y pensó si estaría pensando lo mismo que él. Había algo muy raro en aquel paquete, en las pulcras letras con que estaba escrita la dirección, en el cuidado con que lo habían cerrado. Cuando lo descubrió, la sorpresa le hizo abrir desmesuradamente los ojos. El verde intenso del anillo de esmeraldas centelleaba a través de la bolsa de plástico que lo envolvía.
—¿No es…? —comenzó a decir la criada.
Anne cogió la bolsa, sacó el anillo y lo encerró en su mano. Con voz aguda, rayana en la histeria, gritó:
—Graham, ¿de dónde ha salido esto? ¿Quién lo ha traído? ¿Te acuerdas que te dije que las esmeraldas siempre regresan a casa?